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LA REVOLUCIÓN Y LAS ESTRELLAS

LA POLÍTICA

por Eduardo Carrasco 

Desde hace decenios, la política parece ser la ocupación predilecta de los chilenos. Es verdad que nacer no es cosa fácil, y nuestro país, como todas las naciones que carecen todavía de instituciones fuertes, e independientes del aparato del estado, concentran sus esfuerzos en la disputa por este último, que en definitiva aparece como un lugar de concentración de todos los poderes. Quien quiere construir debe dirigirse obligatoriamente hacia la fuerza capaz de engendrar lo nuevo, y los chilenos vivimos en la ilusión de que conquistando el poder estatal, todo queda asegurado. Entramos entonces directamente a la conquista de esta quimera, olvidándonos de construir las instituciones del verdadero poder de creatividad, el cual no puede residir sino en la vida social concreta. El resultado de esta mala orientación ha sido catastrófico: hemos erigido instituciones tan débiles, que cuando el estado se ha vuelto omnipotente, todas se han disuelto en la más descarnada mediatización. Los males de hoy día son el precio pagado por nuestra propia ineptitud. La política es nuestro mal endémico, pero a la vez, la única manera que hemos encontrado para elevar esa torre de Babel que se llama Chile.

Pero no puede negarse que para nosotros la política se ha transformado en un destino: no es solamente una ocupación de los que entran en la disputa por las distintas parcelas del poder estatal, sino también una forma tal vez poco feliz, pero no por eso menos obligada, de ir construyendo nuestra vida social. Así, en Chile todo pasa por decisiones políticas, todo es de izquierda o de derecha, todo se discute en vistas de tal o cual cumplimiento de programa, todo entra de lleno en un terreno de disputa, como si nuestro pequeño mundo no encontrara jamás el espacio de la síntesis, en la cual lo ganado se imponga como adquisición definitiva, conquista nacional, ubicada más allá del campo de batalla. Esta situación dura desde hace demasiado tiempo como para pensar que basta ponerse al margen del enfrentamiento para no participar en él. Nada más ingenuo que al apoliticismo en Chile, nada más ineficaz y en último término, inútil.

Una de las explicaciones más evidentes de esta característica nacional, es la extrema violencia social, que divide al país en poseedores y desposeídos; la pobreza y la falta de medios es tan exagerada, que toda alma medianamente humanizada se siente acongojada ante el cruel espectáculo de los niños descalzos en invierno, de los cesantes mendigando en las calles, de las muchachas de las poblaciones empujadas a la prostitución, de las "callampas", "villas miserias" o como quiera que se llamen, acumulando tristezas en los suburbios inhóspitos de ciudades siempre demasiado pobladas, que han ido creciendo a la buena de Dios, como si su finalidad no fuera acoger y dar abrigo, sino contravenir toda regla de higiene, de belleza o bienestar. Más allá, no tan lejos, pero lo suficiente como para que ambas realidades se erijan en mundos opuestos, las mansiones de los ricos, con jardines exuberantes, con salones para todo, cuidadosamente pensadas según las últimas modas arquitectónicas, y encuadradas en un ambiente de espacios naturales digno de cualquiera de los barrios de los ricachones californianos. Para más remate, en Santiago, esta ciudad de los ricos se llama "el barrio alto", y está situada precisamente junto a las faldas de los cerros de la primera cordillera, observadora inmutable de las desgracias de unos y de los privilegios de los otros. Los "barrios bajos" quedan allá en el plano, entre los cerros, donde se junta el "smog" proveniente del humo de las chimeneas de las fábricas no lejanas, un verdadero pozo de pobrezas, de barriadas nostálgicas, de callejas que por lo general no llevan a ninguna parte. Abajo vive el pueblo, arriba, los que siempre han mandado.

En esta ciudad de urbanización maniquea, no es extraño que el conflicto social se viva con especial dramatismo: el terreno de batalla es lo que se llama "el centro", el sitio de nadie, el cual también ha fracasado en su intento de hacer la síntesis; aunque allí, en la misma puerta de las sucursales de los bancos internacionales, los vendedores ambulantes se instalen a vender chucherías plásticas, calles donde se alternan los grandes hoteles y negocios de moda, con los pequeños cafés y sandwicherías populares, y donde transita en algún momento del día el gran potentado, dueño de rubros completos de la industria nacional, el honorable senador, y el mendigo o el viejo jubilado, que termina instalándose en algún banco de la Plaza de Armas, entre el revoloteo de palomas y gorriones. Esta ciudad de contrarios que coexisten sin hacer unidad es una imagen exacta de la vida interior de este país, siempre convulsionado y siempre viviendo simultáneamente el sueño y la realidad, magma caótico de fuerzas que pugnan por órdenes contradictorios, y que hasta hoy día, a pesar de repetidas experiencias desgarradoras, nunca han logrado ponerse de acuerdo. Aunque vivamos nuestra terrible historia dentro de una cierta calma y no tengamos mucho que ver con la exuberancia de los pueblos latinoamericanos del norte, todos los chilenos somos excesivos; y es que estamos excedidos por la situación en que vivimos, tendemos hacia el extremo que nos ha conquistado, y aunque todos queramos por fin salir a respirar el aire puro de la reconciliación y el consenso, seguimos perdidos en nuestra intrincada selva de contradicciones, y este mismo anhelo de unidad, no es más que una locura más que se agrega a la confusión. Pedro de Valdivia, el conquistador de Chile, debe haber previsto todas estas dificultades, puesto que le llamó a estas tierras, la Nueva Extremadura.

Este marco existe además en un continente también escindido en dos fuerzas con intereses contrarios: en el norte, el tío imperialista, el cual no sólo domina a sus sobrinos del sur, sino a la mitad de este mundo irónicamente llamado "libre"; en el sur, nosotros, los países latinos, pobres, endeudados, bregando por levantar nuestra economía, pero también haciendo esfuerzos por recuperar la dignidad perdida, tras años de explotación y de saqueo por parte de las grandes potencias del mundo. En Chile, primero fueron los españoles, después vino el relevo inglés, y finalmente, después de algunos intentos por parte de Alemania, a comienzos de siglo, los norteamericanos, que hoy día son dueños de la situación sin contestación alguna, haciendo y deshaciendo en nuestra economía y en nuestra política interna. Por supuesto, en nombre de los principios de no-intervención, y sobretodo, en nombre del hermoso ideal democrático, que ha sido el caballo de batalla de todos los gobiernos norteamericanos de este siglo.

Pero no nos vamos a poner pesados haciendo largos análisis sociopolíticos acerca del destino histórico de América Latina. Lo que trato de explicar es simplemente cómo nosotros, un grupo artístico popular y relativamente sin grandes ambiciones de notoriedad, pudimos llegar a la peregrina idea de que nuestras canciones tenían que ser "revolucionarias". Para comprender esto hay que tener en cuenta que estas grandes contradicciones de nuestra historia tienen su expresión muy concreta en la vida personal: cualquier joven latinoamericano sabe perfectamente lo espantoso o insoportable que puede ser la pobreza, y aquello que en los informes de la FAO o de la FLACSO aparece mostrado en cifras y porcentajes cuya lectura en la mayoría de las ocasiones nos deja perfectamente indiferentes, a un hombre que se está abriendo al mundo, que es medianamente sincero consigo mismo, y que, aunque sólo sea por una vez, tiene la oportunidad de visitar los barrios pobres de cualquiera de nuestras ciudades latinoamericanas, se le muestra con tal rudeza, que todos los expedientes o arreglines para darse una buena conciencia caen estruendosamente por tierra. Entonces, la convicción de que hay que cambiar cuanto antes esta situación, es definitiva, y frente a ella no hay argumento conservador que valga. El espectáculo de la injusticia social es tan desmesurado, que despierta de inmediato nuestra solidaridad y compromete a cambiar el mundo. Hasta la más rala imaginación o la más seca fantasía son capaces de inventar rápidamente una utopía en la cual lo que se observa con conmiseración deje de existir. En América Latina no necesitamos ninguna teoría muy elaborada para comprender que las cosas tienen que cambiar, y tal vez, en estos pueblos doloridos, esta forma simple de no querer lo que vemos en torno nuestro sea una de las más poderosas fuerzas revolucionarias, seguramente una necesidad social exigida por el elemental deseo de nacer. Por eso, quedarse al margen de estas realidades o buscar las razones que justifiquen lo insoportable, son actitudes de indiferencia y mala fe, incompatibles con un corazón que ama la justicia; y por eso también, a pesar de las complejas situaciones políticas y sociales de nuestras naciones, hay algunas cosas que siempre han estado perfectamente claras para todos: algunos defienden egoístamente sus privilegios, otros luchan simplemente por la sobrevivencia, y este extremismo de situaciones no puede llevar a otra cosa en política que no sea precisamente la desesperada búsqueda de un mundo nuevo o la cínica defensa de la sociedad presente.

Pero en esa época, los años sesenta, nosotros mismos también de alguna manera éramos tocados por la dureza de la vida. Alguna vez se ha dicho, con alguna torva intención, que nuestro grupo provenía de "familias acomodadas" de Santiago. Nada nos habría acomodado más que provenir de familias acomodadas, tomando en cuenta que nuestros padres, a veces ni siquiera tenían como para salvar las apariencias. En realidad éramos acomodados, porque vivíamos tratando de acomodamos a situaciones más o menos críticas. Recuerdo por ejemplo la casa de Numhauser antes de su matrimonio: el padre era vendedor ambulante y la madre, justamente para buscar acomodo, mantenía una especie de residencial improvisada que tenía la virtud de albergar la fauna más extraña de Santiago. Como la casa quedaba muy cerca del Teatro Caupolicán, a ella llegaban los artistas que actuaban en él, y que iban cambiando según la temporada. Una vez traspuesto el umbral todo era posible, se podía encontrar allí a los personajes más insólitos: se abría una puerta y aparecían súbitamente los enanos del circo, en el patio, inmutable, sentada leyendo un diario, la Mujer Araña, en un rincón, afeitándose frente a un espejo y desplegando su increíble melena rubia, Leonardo el Hermoso, el luchador de catch. Otras veces eran los trapecistas de Las Águilas Humanas o el Tarzán Peruano, o el Huaso Briones, antiguo luchador con las orejas desfiguradas, o las bailarinas del Holliday on Ice. Verdadera caja de sorpresas, tan atestada de gentes extrañas, que nosotros rápidamente huíamos hacia otros parajes para volver a recuperar nuestro sentido de la realidad.

No voy a relatarles las pellejerías que pasábamos yo y mi hermano, ni tampoco voy a insistir en las de los demás compañeros, pero créanme que ninguno de nosotros nació en cuna con sábanas de seda, ni conoció las abundancias. Razón de más para convencernos rápidamente de que este mundo no podía seguir así y de que había que emplear más de algún esfuerzo en cambiarlo. Pero claro, sería fácil explicarlo todo simplemente por razones pecuniarias: la falta de medios en un país como Chile es tan generalizada que alcanza hasta las capas medias, de las que nosotros proveníamos; en todo caso, es evidente que ni la más extrema pobreza es capaz de explicar por sí sola como nace en un individuo la conciencia revolucionaria. No se trata de entregar certificados de miseria para demostrar la fuerza de una convicción política: el ideal de cambiar el mundo tiene más altas razones y seguramente estas cuestiones puramente socioeconómicas ni siquiera explican lo fundamental.

Más determinante que estas razones aludidas, era la situación que vivía América Latina en ese momento, y de la cual lo que estaba pasando en Chile era un aspecto. La conciencia individual está tan marcada por la historia, que la mayor parte de las veces, lo que creemos un descubrimiento estrictamente privado y subjetivo, no es otra cosa que un caso de un fenómeno social mucho más amplio, que ocurre a niveles nacionales, y, en nuestro caso, latinoamericanos o continentales. Nuestro deseo de aportar a la lucha revolucionaria era probablemente lo mismo que estaban anhelando miles de jóvenes en nuestra América, los cuales, conmovidos como nosotros por el doloroso parto histórico de nuestros países, querían hacer suyos los hermosos ideales de independencia y de justicia que bullían por todos lados. En Chile, estas ideas habían hecho ya su camino desde finales del siglo pasado; el movimiento social chileno se entronca casi con los movimientos liberales de la burguesía progresista y es significativo que el primer partido político obrero -que se llamó Partido Democrático- haya surgido precisamente durante el gobierno del presidente Manuel Balmaceda, quien en 1891 terminó suicidándose ante la impotencia de realizar un plan de gobierno con ideas nacionalistas y liberales. Su propósito de recuperar para Chile las riquezas mineras explotadas entonces por los ingleses fue combatido arduamente por las fuerzas conservadoras, coludidas con los propios complotadores británicos, quienes por salvar sus intereses empujaban a sus aliados nacionales a una guerra fratricida.

En los albores de este movimiento social, a mediados del siglo pasado, ya habían surgido varios intentos de organización de los trabajadores, sobre todo movimientos reivindicativos con ideas democráticas: el más importante de ellos fue la "Sociedad de la Igualdad", fundada por Francisco Bilbao y Santiago Arcos, ambos con estudios en Francia y fuertemente influidos por las ideas de la revolución francesa de 1848. Pero el movimiento social chileno se desarrolló con especial vigor a comienzos de este siglo, momentos en que nuestro país volvió a ser terreno de enfrentamiento entre los intereses de potencias extranjeras. Estos serán los años en que comenzará a producirse el relevo colonialista e imperialista norteamericano que año tras año irá ganándole terreno a sus competidores ingleses y alemanes.

Al mismo tiempo que se fue acrecentando la industrialización del país, fue paulatinamente aumentando el peso de las clases más desfavorecidas en la dirección de la vida nacional, surgiendo con ello innumerables movimientos progresistas de fuerte ascendiente sobre el pueblo: el más importante de ellos será el Frente Popular del año 38, que exactamente como en Francia agrupó a las fuerzas de avanzada social y antifascistas. Lamentablemente este movimiento social independentista y patriótico, que buscaba reafirmar los valores nacionales y recuperar para el país sus riquezas básicas, también será traicionado. Las influencias que los norteamericanos fueron ganando dentro de la vida nacional, a través de la adquisición de la mayor parte de nuestra gran minería, serán utilizadas para quebrar el Frente Popular e instaurar un régimen de represión en contra de las organizaciones más progresistas. La traición de González Videla y la instalación de su gobierno oprobioso, inauguran la tortura, las persecuciones y los campos de concentración que desde siempre manchan de sangre nuestra historia. El poeta Pablo Neruda será una de las víctimas de la persecución, en estos años amargos que quedarán para siempre evocados en su Canto General. Pasarán más de quince años antes de que el pueblo chileno recupere sus fuerzas y pueda lanzarse de nuevo a la batalla por sus derechos y reivindicaciones. Los años sesenta estarán marcados por la creciente marcha del pueblo hacia la realización de un programa en el que vuelven a agitarse las antiguas ideas de independencia y libertad. El término de este proceso ascendente será el histórico triunfo de Salvador Allende y la Unidad Popular, en septiembre de 1973, proceso nuevamente interrumpido por una derrota, en la que volveremos a encontrar traspuestos a la nueva situación, los mismos elementos o casi, del drama de 1891. Nuestra historia parece circular y la mejor imagen para resumirla podría ser el famoso mito de Sísifo: estamos condenados a empujar la misma piedra hacia la cima del mismo monte, piedra que cada cierto tiempo vuelve a derrumbarse hasta el punto de partida.

Lo singular es que no sólo la izquierda es víctima de este suplicio, sino todas las fuerzas políticas nacionales. En efecto, todas ellas han tenido un momento de triunfo y todas también han conocido la derrota. Chile es el único país en el mundo donde todas las opciones políticas nacionales se han experimentado y han fracasado: el liberalismo de Jorge Alessandri, la Democracia Cristiana de Eduardo Frei, la Unidad Popular de Salvador Allende y el militarismo neofascista de Pinochet: nuestro pobre país pareciera ingobernable y no hay aspirante al poder que no cargue con una agobiante responsabilidad histórica: una tierra de pecadores, en la cual, paradójicamente, la única fuerza social que parece haber conservado la inocencia es la Iglesia Católica, que en general, ha jugado un rol moderador.

Evidentemente, esta constante agitación política en la que hemos vivido, este eterno desequilibrio institucional, este cambiar y cambiar de proyecto cada cierto tiempo, en lugar de hastiarnos de la política y abrirnos el interés hacia otras ocupaciones más positivas, no hace otra cosa que empujarnos todavía con mayor fuerza hacia ella, como una experiencia amarga en la cual precisamente del desagrado extraemos un cierto doloroso placer. Hay algo de masoquista y de morboso en toda esta historia, pero así somos y así tendremos que asumirnos hasta el final.

Pero en los años sesenta, en lo que a política se refiere, el hecho mayor de nuestra historia - hecho que a pesar de no haber ocurrido en Chile comenzó a jugar cada vez un papel más determinante en la vida nacional - fue indiscutiblemente la Revolución Cubana. La gesta de los barbudos que derrotaron a Batista y que instalaron un gobierno socialista en la isla de Cuba fue vivida en todo el continente con una intensidad inigualada y concentró rápidamente en ella las esperanzas de todos los que, de una u otra manera, estaban tratando de instaurar un nuevo orden social en nuestra América. Cuba pasó a ser el ejemplo que todos quisieron imitar y su fuerza convocatoria fue tal, que en ningún país de América Latina el proyecto revolucionario dejó de tener una influencia directa sobre los acontecimientos internos. La historia de nuestro continente venía saliendo de un período de fuertes contradicciones, había sido duro liberarse de las dictaduras que habían sometido a nuestros pueblos en los años cincuenta. Felizmente, esta situación parecía definitivamente superada y la revolución de Cuba pacería augurar una nueva época para las esperanzas democráticas. Su claro carácter antiimperialista y las espectaculares medidas que se tomaron desde el primer día de gobierno revolucionario, propagaron las ansias de cambio hacia los demás países, infundiendo esperanzas nuevas y despertando potencialidades históricas que en nuestros pueblos parecían dormidas desde los tiempos de la independencia: la reforma agraria, la nacionalización de las transnacionales, las medidas sociales de todo orden, las campañas de alfabetización; las reformas educacionales y las grandes iniciativas culturales parecían la realización de un sueño para nuestros pueblos, condenados desde hacía tanto tiempo a soportar la miseria, la dependencia y la inamovilidad.

Pero además, hay que decirlo, había algo de novelesco y de romántico en estos héroes barbudos, melenudos y siempre con un puro en la boca. Eran jóvenes, con la apariencia de John Waynes latinoamericanos, hablaban con un lenguaje nuevo, vivo, que sabía ser insolente cuando había que hablar de justicia, conmovedor cuando había que enumerar las desdichas del pueblo y apasionado cuando mostraba desde su altura histórica el proyecto esencial de América Latina. Porque - y esto es lo fundamental - la revolución cubana, desde sus comienzos, tuvo la grandeza de miras de ubicarse políticamente en el continente, y no sólo en el país que le dio vida, y esto no por habilidad o astucia de sus dirigentes, sino porque verdaderamente era y ha sido así. Cuba se transformó por ello en el "primer territorio libre de América" y mantuvo su vocación de hacer política latinoamericana, cosa inédita creo, en nuestra historia, desde los tiempos de San Martín y Bolívar, que fueron los últimos en pensar seriamente nuestra historia común.

Esta idea de latinoamericanidad prendió fácilmente en los sectores intelectuales del continente, hecho que le dio a la revolución naciente la posibilidad de transformarse en un importante centro de cohesión cultural, a través de instituciones como la Casa de las Américas, la cual, con sus encuentros y concursos, pasó a ocupar un rol importante en la difusión de una nueva concepción artístico cultural; el boom de la literatura latinoamericana tuvo que ver con esto y también las primeras manifestaciones unitarias de lo que después se ha llamado Nueva Canción, y que entonces recibía el apelativo algo confuso de Canción de Protesta.

En casi todos los países del continente surgieron movimientos revolucionarios que seguían más o menos fielmente el ideario de la revolución cubana. La gesta de los guerrilleros le dio nuevos bríos a la acción de los grupos insurreccionales que ya existían, especialmente en América Central y en los países del norte de América del Sur. En aquellos países donde estas tendencias no habían tenido un mayor desarrollo, como en Chile, comenzaron a surgir organizaciones que propiciaban la lucha armada como única forma eficaz de liberarse del yugo imperialista. Estos movimientos tuvieron muy distinta suerte según los países, pero en todas partes pasaron a jugar un importante papel político en la lucha interna.

En Chile este proyecto fue asumido por varios grupos, pero el que alcanzó a tener mayor relevancia fue el MIR, que nació en las universidades, tratando de unir varias tendencias diferentes que ya existían antes de su aparición. Nosotros, que vivíamos intensamente todas estas inquietudes políticas, fuimos rápidamente conquistados por el MIR, que por aquella época nada tenía que ver con lo que fue después o es ahora. Entonces se trataba principalmente de grupos de jóvenes muy idealistas y muy románticos, pero sin ninguna organización seria. Nosotros militábamos en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, y tratábamos de reeditar con nuestros medios, los espectaculares éxitos de nuestros correligionarios de Concepción, que con Luciano Cruz a la cabeza, ya habían conquistado el centro de alumnos de la universidad de esa ciudad y comenzaban a crear una cierta agitación revolucionaria en la zona.

Pero, claro está, no éramos ni muy dotados ni muy audaces. Nos reuníamos casi todos los días en la casa del senador socialista Alejandro Chelén, cuyos hijos, Dantón y Diderot, formaban parte de nuestro equipo. Cada noche, el honorable parlamentario desde su escritorio nos veía pasar sigilosamente hacia el subterráneo, donde tenían lugar nuestras secretas reuniones conspirativas. Allí discutíamos hasta altas horas de la madrugada los temibles proyectos que en corto plazo terminarían con las penas del pueblo y nos ubicarían a la cabeza de la revolución chilena. Nuestras discusiones eran explosivas y versaban sobre los temas más diversos. Recuerdo la larga intervención de uno de nuestros compañeros acerca de la utilización revolucionaria del semáforo. Según él, en una lucha callejera, el semáforo podía transformarse en un arma mortífera, un semáforo bien usado podía servir para derribar a varios carabineros al mismo tiempo; lo que aconsejaba ejercitarse cuanto antes en sus posibilidades bélicas. "Imagínense un destacamento de revolucionarios con varios semáforos girando en remolino en medio de una de las calles del centro de Santiago" - nos decía - "el efecto sería terrible, nadie nos podría detener...". Nosotros lo mirábamos con un cierto escepticismo, pero sin poder descartar completamente la posibilidad de una guerra de semáforos que aplacara nuestra sed de justicia.

Otros días la cosa se ponía seria. En la radio acababan de anunciar una nueva alza del precio de la leche. Esto era insoportable. No podíamos dejar pasar esta fechoría del gobierno sin hacer nada. La proposición no se hacía esperar: asaltaríamos un carro de leche en cuanto saliera de la fábrica y lo llevaríamos a la población más cercana para hacer allí una repartición gratuita. Había que moverse rápido. José tenía que ir a buscar su pistola a casa, los demás discutiríamos los detalles del plan a seguir. La discusión duraba varias horas, hasta que por fin todo quedaba claro: tomaríamos la citroneta, único vehículo del que disponíamos. José, que ponía su pistola siempre que fuera él mismo quien la usara, se sentaría al lado del conductor. Esperaríamos el carro de leche frente a la salida de la fábrica y cuando éste saliera, lo seguiríamos en su itinerario habitual, el cual ya había sido estudiado. Mientras tanto, Jaime, en la calle x, nos esperaría acostado en medio del pavimento, como si hubiera tenido un accidente. El chofer del carro se vería obligado a detenerse para no atropellarlo. José saltaría de la citroneta y lo encañonaría, sentándose a su lado. Todos subiríamos al carro y obligaríamos al chofer a dirigirse hasta la población escogida.

A las cinco de la mañana, después de haber agotado nerviosamente varios paquetes de cigarrillos, a Jaime le surgía una duda: "¿y si cuando estoy tirado en medio de la calle pasa otro auto y no me ve...?" Había que seguir discutiendo. Poco más tarde, ya todo decidido y dispuesto, salíamos por fin a cumplir nuestro plan... Pero algo fallaba... los carros salían de la fábrica a las cuatro de la mañana, y no a las cinco, como nosotros habíamos previsto. Nos quedábamos con la boca abierta mirando el retorno de los repartidores, que volvían de su aburrido trabajo. Habíamos pasado una noche más en vela, los hambrientos de las poblaciones seguían hambrientos, los crímenes del capitalismo seguían impunes, los explotadores explotando, los sinvergüenzas engañando, los mentirosos mintiendo, y nosotros, los soñadores, soñando.

Pero la revolución cubana era un hecho real e influía poderosamente en las expectativas políticas más serias, poniendo en el centro de las discusiones la cuestión de las vías, que parecía ser en esa época, el punto fundamental respecto del cual cada uno se definía. Frente a la agitación causada en todas partes por este espíritu liberacionista y bolivariano, la estrategia de los Estados Unidos siguió dos líneas de acción muy diferentes: por un lado se creó la famosa Alianza para el Progreso, con el objeto de entregar fuertes ayudas económicas a los gobiernos de confianza, y, por otro, se comenzó a tratar de influir ideológicamente hacia los militares, preparándolos así para una nueva ola de golpes, que se desencadenaron apenas los regímenes latinoamericanos, como lo querían sus pueblos, comenzaron a inclinarse hacia la izquierda. Vino entonces el golpe en Argentina, que depuso a Frondizi en 1962. Después fueron los peruanos, y durante 1963 se instalaron generales en cuatro nuevos países: Guatemala, Ecuador, República Dominicana y Honduras. Finalmente a principios de abril de 1964, cayó el gobierno de João Goulart en el Brasil, iniciando un período dictatorial que en total duraría quince años.

Del mismo modo como las universidades chilenas se agitaban con las nuevas ideas de la revolución cubana, esta turbulencia derechista, que en América Latina inclinaba la balanza hacia el fascismo y los regímenes dictatoriales, era un drama que despertaba inmediato repudio, un factor de constante denuncia y politización, que aumentaba en el estudiantado la conciencia de la necesidad del cambio. Recordemos que la Democracia Cristiana había llegado al gobierno con el 56 por ciento de la votación, y que en el comienzo del sexenio freísta, las doce universidades entonces existentes en Chile estaban dirigidas por centros de alumnos democratacristianos. Pero igual como en el plano nacional, a los pocos meses de gobierno renació el descontento entre los sectores populares, acrecentándose las simpatías hacia la izquierda, en la universidad, el movimiento estudiantil comenzó a cargarse paulatinamente hacia los partidos que pregonaban la revolución. Una de las primeras en pasar a manos de la izquierda fue la Universidad Técnica del Estado, lo cual produjo un gran remezón en las demás, desencadenando un importante movimiento de reformas universitarias. En 1972, ya ocho de las doce universidades estaban en manos de la izquierda.

La Reforma Universitaria se hacía sobre la base de tres ideas principales: la democratización de la Universidad, con el objeto de permitir el acceso a ella de los sectores más populares, la participación en la gestión y dirección de todos los estratos que trabajaban en ella y el reajuste de la enseñanza impartida, a las necesidades de desarrollo de país, y no meramente a las exigencias de los grupos económicos dominantes, los cuales orientaban hasta ese momento casi toda la enseñanza profesional.

En más de un sentido, ese movimiento de las universidades chilenas puede ser comparado a mayo del 68 en Francia, sólo que en nuestro país las cosas tuvieron lugar en julio y agosto. Las calles se llenaron de barricadas, la antigua administración fue repudiada, las escuelas universitarias fueron tomadas, y los estudiantes comenzaron a hacerse solidarios con las luchas obreras, viendo su propio movimiento como un aspecto del cambio general que se estaba produciendo en el país. La agitación tomó rápidamente un carácter político, acercándose a los ideales de todos los movimientos revolucionarios del continente. Como es fácil de entender, dentro de esta realidad convulsionada, nuestro propósito de hacer política con la canción no era nada de raro. Lo raro es que en medio de esta trifulca general quedaran todavía algunos tipos que quisieran cantar.

Nosotros manteníamos este propósito en la Facultad de Filosofía, que era una de las más agitadas en la Universidad de Chile. Allí, las luchas políticas se daban con una especial violencia, y las dos fuerzas en conflicto, democracia cristiana versus izquierda unida o desunida, no le daban ninguna facilidad al adversario. Esta situación llegó a un punto extremo durante la visita de Caldera, el dirigente democratacristiano venezolano, entonces de paso por Chile. Como parte de su programa de actividades, él anunció su visita al Instituto Pedagógico, que era precisamente nuestro habitual lugar de actividades. Por supuesto, los democratacristianos, que organizaban este evento, pensaban sacar alguna ganancia política y no escondieron sus propósitos cuando anunciaron la conferencia de este honorable político del país hermano. La izquierda, alertada por la propaganda, preparó sus huestes con el objeto de impedir este encuentro de Caldera con los estudiantes, toda acción del adversario era directamente tomada como una afrenta. Como las cosas entre las fuerzas políticas de la Facultad andaban cada día peor, el ambiente que se formó fue de absoluta beligerancia. La izquierda, sin discusión previa, dispuso a su gente en las puertas para controlar todas las entradas y salidas del edificio, impidiendo toda acción del ejército enemigo.

El acto debía tener lugar en el pequeño salón de actos, que cuando no servía de sala de clases, era usado para todas las concentraciones políticas. A la hora anunciada, y cuando el teatrito se hallaba repleto de estudiantes de uno y otro bando, sin que nadie pudiera explicarse cómo esto había ocurrido, se anunció por fin la llegada del político esperado. Súbitamente se abrieron las cortinas del escenario y todo el mundo pudo descubrir con estupor al flamante dirigente, acompañado del entonces Ministro del Interior de Frei, Sr. Bernardo Leighton. ¿Por qué secreto pasaje ambos habían logrado filtrarse hasta el interior del teatro? Como las fuerzas estaban equilibradas y un buen número de estudiantes de izquierda se hallaban diseminados en la sala, la repulsa fue tan impresionante como las manifestaciones de simpatía, una mitad del teatro chiflaba y gritaba insultos de todo orden, consignas revolucionarias y amenazas, mientras la otra aplaudía, llamaba a la compostura y a la calma, y lanzaba gritos de admiración por la presencia de los venerables estadistas. La cosa se fue caldeando y en pocos minutos el edificio completo se transformó en el escenario de una violenta batalla campal, en la que de un lado a otro volaban las piedras, los huevos, los pedazos de silla y la más copiosa gama de proyectiles en busca de cabezas adversarias.

EI enfrentamiento era completamente desproporcionado con respecto al motivo que lo desencadenaba: varios estudiantes quedaron heridos y hubo que trasladarlos rápidamente al hospital. Caldera y el Ministro, que habían servido de blanco preferido al malhumor izquierdista, y que habían tenido esa mala idea de exhibirse allí sin protección alguna, quedaron blancos de harina y con sus vestones diplomáticos chorreando huevos podridos. Contusos y ofendidos, tuvieron que desaparecer tan misteriosamente como habían llegado.

Los estudiantes de izquierda quedamos convencidos de que con nuestra reciente hazaña comenzaba por fin la revolución chilena, y quizás, ¿por qué no? la revolución latinoamericana, y por consiguiente, la revolución mundial. Tomamos triunfal posesión del edificio cantando la Internacional a voz en cuello y mirando felices por las ventanas como la gresca continuaba en todos los patios de nuestra Facultad. Esta batalla inesperada fue en efecto un triunfo de grandes repercusiones, que si bien no desencadenó las potencias revolucionarias del proletariado mundial, nos demostró de que a fuerza de voluntad y, no escondamos nada, de puños, la izquierda se podía imponer sobre la Democracia Cristiana. A partir de ese momento, por lo menos en la Facultad de Filosofía, la izquierda unida fue considerada por todos como una especie de ejército vencedor, y los maltrechos y derrotados democratacristianos comenzaron a perder influencia, hasta ser derrotados en casi todas las escuelas.

La violencia paga a veces: los estudiantes que más se habían destacado en el enfrentamiento fueron de inmediato considerados como heroicos luchadores. Hay que recordar que en este período en que los guerrilleros y los terroristas eran vistos como auténticos ídolos juveniles, acercarse a sus hazañas, aunque más no fuera a través de algunas trompadas bien dadas, era un punto considerable a favor de la verosimilitud de una posición política. Los estudiantes de nuestra Facultad veían a estos nuevos líderes del puñete como futuros Fideles y Ches Guevaras iniciando su carrera revolucionaria. Por este motivo, en las elecciones que hubo poco tiempo después de estas grescas, la izquierda ganó por amplio margen, pasando a dirigir el movimiento estudiantil. No digo que la matonería nos haya dado este triunfo, pero en esta revuelta época, la fuerza física, unida a la decisión y a la valentía, eran elementos importantes del cambio de situación. Hay que decir, además, que muchos de estos líderes estudiantiles siguieron después demostrando un gran valor, y algunos de ellos, cuando más tarde se vieron enfrentados al extremismo fascista, se jugaron por sus ideas hasta la muerte. En este juego casi inocente de darse trompadas para conquistar un centro de alumnos, también se forja a veces en el alma, la verdadera valentía. Es justo entonces recordar aquí al cabecilla de esta guerrilla estudiantil, Freddy Taberna, imbatible en estas lides, quien a puñete limpio llegó a ser Presidente del Centro de Alumnos de la Facultad de Filosofía, y que años después moriría asesinado por los militares en el norte de Chile. Sus bataholas fueron limpias y leales, la prueba es que los que las recibieron las recuerdan con cariño; las de sus asesinos, torvas y traicioneras, nadie las perdonará jamás.

Con estos capitanes a la cabeza, se inició en toda la universidad un período de luchas, de huelgas, de discusiones y asambleas, que fueron ampliando cada vez más el movimiento estudiantil, hasta llegar a darle el carácter masivo de una verdadera Reforma Universitaria. En esta época, cada cierto tiempo nosotros teníamos que dejar abandonadas las quenas y las guitarras, para salir en campaña con nuestros compañeros a construir barricadas o a emprender combativas marchas hacia el centro de la ciudad, donde tenían lugar los infaltables enfrentamientos con la policía. Todo terminaba en espectaculares luchas callejeras, en las cuales más de alguno caía preso o herido. Felizmente, de esta violencia cotidiana nunca tuvimos que lamentar ninguna baja seria, a pesar de que no hubo semana en que no saliéramos a la calle.

La lucha universitaria alcanzó un alto nivel de politización: se luchaba por las reivindicaciones de la Reforma, pero también por los derechos de trabajadores y campesinos, se protestaba por las alzas, por las medidas de gobierno que afectaban a las capas más desfavorecidas, por la terrible situación económica general, y se solidarizaba con las luchas de otros pueblos: en contra de la intervención norteamericana en la República Dominicana, en contra de la guerra en el Vietnam, en contra del golpe en la Argentina, y en contra de todos los atentados a la democracia en nuestro continente. Ningún problema nos parecía ajeno y todas las desgarraduras de América repercutían con enorme fuerza en nuestras aulas, en esta sociedad chilena que parecía siempre al borde de la explosión social.

Después de estas jornadas de luchas callejeras, de vuelta a clases, todos los comentarios en los patios de las escuelas tenían como único tema, las vicisitudes de los diferentes enfrentamientos con la policía: se exhibían las fotos de la prensa y se recordaban las escenas de mayor arrojo, los apaleos, las duchas provenientes de los carros policiales, las pequeñas aventuras de los que habían pasado algunas horas en la cárcel, etc., etc. Los primeros recortes de prensa en los que aparecimos no tenían nada que ver con la música, nos retrataban en escenas de boxeo con los carabineros, o en acciones para detener el tránsito en las calles céntricas, o aquella, especialmente comentada, en que aparecimos en el LIFE, con un cigarrillo en la boca, y con tal cara de facinerosos, que la revista no había encontrado nada mejor para mostrarle al público norteamericano el extremo grado de corrupción de los estudiantes chilenos.

A Patricio Castillo, que se agregó al trío original, y que nos acompañó durante los primeros años de existencia del conjunto, lo conocimos en una de estas trifulcas universitarias. En una pausa de una turbulenta asamblea se instaló en una ventana, sacó una quena de su bolsillo y distraídamente se puso a tocar. Tenía todo lo que entonces se necesitaba para pertenecer a nuestro grupo: era un buen músico y usaba una boina con la estrellita del Che Guevara en un extremo. Lo reclutamos. Con él y mi hermano participábamos activamente en todas estas luchas, motivados más por el romanticismo juvenil, que por un espíritu verdaderamente revolucionario: queríamos cambiar el mundo rápidamente. No teníamos mucho tiempo. Cualquier acción que no estuviera encaminada hacia ello nos parecía entrabar el desarrollo inmediato de la humanidad, éramos una mezcla de anarquismo y de idealismo desesperado, queríamos hacer explotar todo, si el mundo no se ponía inmediatamente a funcionar al ritmo de nuestros sueños. Desesperados pequeño burgueses dirán algunos. Yo creo que sí, que era eso, pero además juventud, mucha juventud, exceso de fantasía, en un mundo desbordado por la miseria y el dolor. Pero ya hablaremos de todo eso, por ahora contentémonos con relatar uno de estos famosos enfrentamientos, en el cual casi dejamos el cuero, pero del que felizmente salimos apenas ilesos.

Se trata precisamente de esa contramanifestación que quisimos organizar en protesta por la presencia de Robert Kennedy en Chile. Como queda dicho, nosotros formábamos parte del pequeño grupo de estudiantes pertenecientes al MIR, en esa época apiñamiento de locos, medio trotskistas, medio anarcos y nostálgicos de la guerrilla. Como para realizar esta protesta había acuerdo general con las demás fuerzas de la izquierda, decidimos hacer algo verdaderamente espectacular y nos propusimos entrar al mismo estadio donde tendría lugar una recepción de los estudiantes al político norteamericano. Queríamos volver a revivir la experiencia que habíamos tenido con Caldera. El plan era simple, consistía en llenarse los bolsillos de huevos y tomates y dirigirse discretamente al lugar. En un momento dado, uno daría la señal, y todos juntos comenzaríamos a lanzar nuestros proyectiles hacia el escenario. El objetivo era crear un grado de confusión tal, que hiciera imposible la manifestación. La primera dificultad que encontramos - y si hubiéramos sido medianamente cuerdos esto habría bastado para anular nuestra protesta - es que los demás grupos de izquierda, que en realidad eran los que más gente podían aportar, se retiraron del combate. Seguramente llegaron órdenes desde arriba, porque un poco compungidos nos comunicaron que ellos no participarían en el asalto. Nosotros, que no nos andábamos con chicas y que vivíamos con la esperanza de que por fin se nos presentaría una ocasión clara para mostrar nuestro valor, decidimos continuar con el proyecto tal como se había discutido con los desertores, aunque ahora sólo fuéramos una decena los que intentáramos realizarlo. Más convencidos que nunca de lo acertado de nuestra posición y refunfuñando en contra de nuestros dudosos aliados, entramos en el lugar cargados de nuestras mortíferas armas, con la convicción profunda de que nuestra tarea era histórica. Entramos en la enorme sala, atestada de eufóricos partidarios de Kennedy, disimulando nuestras bolsas de proyectiles. De inmediato nos dispersamos: queríamos dar la impresión de multitud, cosa absolutamente imposible, dado nuestro exiguo número. A la hora señalada, y antes de que ninguno de los asistentes pudiera percatarse del peligro, uno de los nuestros lanzó un desgañitado grito de denuncia antiimperialista. El honorable conferencista, que se esforzaba por demostrarle a nuestros estudiantes las bondades sin límites del régimen norteamericano, quedó atónito. Un silencio se produjo, varios huevos cruzaron el espacio y fueron a romperse en el estrado del pelirojo senador. Como, hecha excepción de nosotros, todos los participantes eran partidarios del acto, fuimos rápidamente rodeados y arrinconados, para nuestro infortunio, en la esquina del estadio más alejada de la puerta de salida. Durante algunos minutos, nos batimos valerosamente en contra del cruel enemigo, el cual, gracias a su superioridad numérica, se hizo rápidamente dueño de la situación. Como nuestra acción había superado los límites de lo que ese auditorio contrarevolucionario estaba dispuesto a soportar, se organizó como castigo una larga calle de puñetazos, patadas y escupitajos, por la que cada uno de nosotros tuvo que pasar, antes de conseguir por fin volver a respirar un aire limpio de castañazos y batacazos propinados con sádica violencia. Nuestra salida no fue honorable: afuera nos estaban esperando los grupos que a último momento habían decidido restarse a la acción, y con los cuales intercambiamos insultos y consignas, cual de todas más revolucionaria. Con varios contusos, pero con el corazón insuflado de fervor antiimperialista, nos fuimos todos, valientes y cobardes, a terminar nuestra discusión en un café de la esquina. Por supuesto, el acto fue un éxito, pero al menos pudimos demostrar públicamente que entre los estudiantes chilenos tampoco faltaban los que no creíamos en las promesas de felicidad que provenían del norte.

Nuestra vida encontraba en estos enfrentamientos un escape para las incontables frustraciones que sufríamos, y aunque no nos acercaron ni un milímetro al cumplimiento de nuestras aspiraciones, nos sirvieron para localizar a nuestros verdaderos enemigos. Así nació en nosotros ese espíritu romántico que para muchos jóvenes de nuestra generación constituyó la primera etapa de una conciencia revolucionaria. Por eso no tiene nada de raro que, cuando decidimos formar nuestro grupo, una de las ideas matrices fuera ésta de ser artistas de una causa noble y justa, que en ese momento nosotros veíamos encarnada en las barbas de Cuba. Y por eso usamos todavía barba, y nunca hemos pensado seriamente afeitarnos de este romanticismo.

La idea de revolución había hecho ya su camino en Chile. El propio Frei había llegado a la Presidencia de la República con un programa, cuya consigna principal era: "Revolución en Libertad". Este había contado con un apoyo multitudinario. Si a esto se suman los votos que en la época tenía la izquierda, la cual también se definía como revolucionaria, se tendrá una impresión de hasta qué punto esta idea estaba ya entronizada en las utopías de nuestro pueblo. Por otro lado, y como ya lo hemos dicho, la idea de revolución estaba en el centro de toda la agitación política en América Latina, idea que desde comienzos de siglo, desde la revolución mexicana de 1910, había reavivado los anhelos de un nuevo despertar en el continente. La revolución cubana, en el fondo, no había hecho otra cosa que darle un nuevo impulso a esta bella esperanza, desde entonces siempre viva, en el panorama demasiado gris de nuestra historia.

Nosotros queríamos ser los intérpretes de este proceso de cambios, del cual, por lo demás, formábamos ya parte a través de las luchas estudiantiles; y esto, además de ser un buen testimonio del carácter resuelto de nuestras convicciones políticas, tenía también que ver con problemas que se planteaban en nuestra propia acción artística, con inquietudes que ya no sólo provenían de nuestros anhelos de justicia, sino también de nuestro amor por la poesía y por la música, única fuerza capaz de explicar en definitiva la constancia y la eficacia de un trabajo artístico como el nuestro.

En efecto, en cuanto artistas, nosotros sólo podíamos poner nuestras esperanzas de desarrollo en las fuerzas populares, únicas verdaderamente sensibles al problema de la cultura nacional; todo lo que veíamos en los otros campos, nos disgustaba. Para realizar un proyecto cultural nacionalista y libertario, ni las instituciones oficiales, ni las universidades tal como entonces existían, ni menos aún los circuitos comerciales o profesionales, tenían nada que ofrecernos. Ninguna de estas instancias manifestaba un gran interés por el movimiento naciente de la canción chilena. Si bien podíamos constatar los éxitos de éste o este otro, por aquí o por allá, esto no significaba que hubiera en ninguna de estas instancias una política de defensa de la cultura nacional. Nuestras canciones, como las de todos los demás artistas chilenos, estaban abandonadas a su suerte, su existencia dependería de si lograban o no ser un negocio suculento para las casas de discos o para los empresarios de espectáculos. La cultura popular quedaba sometida a los valores del mercado, y como en éste imperaban los intereses de las transnacionales, nuestra propia identidad aparecía amenazada. A nuestro alrededor veíamos por todos lados que algo nuevo comenzaba a producirse en nuestro campo de creación, pero fuera de dos o tres iniciativas estrictamente individuales, sostenidas por algunos periodistas más conscientes, ninguno de nosotros podía aspirar a ningún tipo de apoyo para realizar su labor. El arte popular se veía abandonado a las leyes del comercio, y esto, para nosotros era un escándalo, una esclavitud inaceptable. Más adelante, la vida se encargaría de mostrarnos que no estábamos equivocados en este tipo de inquietudes: muchos de los más grandes artistas populares chilenos han sido víctimas de este triste desamparo.

Del mismo modo como cada chileno comenzó a ver en la lucha política la forma más adecuada de acercar los sueños a la realidad, nosotros comenzamos a ver en el movimiento popular una fuerza capaz de asumir la defensa de nuestra identidad cultural, y de trazar una política de inserción del arte en las masas. Para nosotros esto era indispensable para terminar con el imperio del economicismo y del insoportable "liberalismo". ¿Cómo introducir en la vida de nuestro pueblo estas canciones que querían hacerse tradición? ¿En qué fuerzas sociales apoyarse, para que el arte pudiera liberarse de las trampas que la sociedad capitalista le tendía? ¿Cómo hacer de la poesía una fuente de conciencia nacional? Todas estas preguntas parecían tener una respuesta en el movimiento social emergente, que fácilmente parecía asimilar en sí todas las inquietudes de los intelectuales y artistas chilenos. Aunque por esa época lo que nosotros hacíamos era todavía muy incipiente y no podía compararse con lo que ya habían realizado nuestros hermanos cancioneros (Violeta, Manns, los Parra, Víctor...) éramos observadores de un conflicto que el Chile que conocíamos no había sabido resolver. Esto era evidente en el caso de los cultores más cercanos al folklore, los cuales, a pesar de ser casi los únicos en tomarse en serio la difusión y la creación de una tradición musical, realizaban su labor con arduos sacrificios que entonces muy poca gente era capaz de reconocer.

También es importante tener en cuenta que este movimiento popular chileno traía consigo reivindicaciones culturales desde sus comienzos. El propio Recabarren, primer gran organizador de las luchas obreras en Chile y fundador de la primera Federación Obrera y del Partido Obrero Socialista, que posteriormente daría nacimiento al actual Partido Comunista, era un amante del teatro y de la poesía, autor él mismo de algunas piezas representadas en los medios sindicalistas. Desde las primeras expresiones organizativas de los obreros chilenos, en situaciones en las que cualquier otra actividad de difusión estaba prohibida, los espectáculos de arte popular permitían una mínima expresión de las ideas sindicalistas, dándole además a los interesados la oportunidad de reunirse. Esto desarrolló en los medios populares una forma de actividad artística íntimamente vinculada a la conciencia social, y aunque ella no remontó más allá de un cierto obrerismo romántico, característico de aquella época, fue acercando estas expresiones a la vida del pueblo, cosa que difícilmente hubieran logrado los organismos oficiales de difusión cultural. El lado negativo de esto, el cual nosotros tardamos en evidenciar, es que estas ideas obreristas y en definitiva, instrumentalistas con respecto al rol de la cultura en la sociedad, se han perpetuado a lo largo de toda la historia del movimiento social chileno, siendo hoy día uno de los más lamentables malentendidos dentro de las fuerzas de la izquierda chilena. De esto tendremos todavía que hablar, pero es importante señalar desde ya, que nuestra politización de estos primeros tiempos estaba exageradamente influida por este obrerismo, y aunque nuestro propósito artístico era profundo y anhelaba una independencia y un espacio libre de creatividad, la experiencia nos faltó para poder llegar a formular nuestro proyecto de manera adecuada. Sólo el tiempo fue ayudándonos a comprender los fueros del arte, y por eso, nuestras eternas discusiones acerca de la "línea" nunca se han terminado, exigiéndonos siempre nuevas reformulaciones y revisiones. Había algo de verdad en lo que buscábamos, pero era necesario recorrer un largo camino para acercarse al buen equilibrio. Hoy día seguramente todavía estamos equivocados, como todo el mundo. Lo importante es haber podido echarse a andar y haber dejado un testimonio de la pasión con que hemos vivido nuestras ilusiones. La verdad se escapa siempre, es el residuo lo que va quedando en pie, y seguramente, como lo pensaba Hegel, ella no se encuentra en ninguna de las etapas por separado, sino en la dirección seguida a través de toda la peregrinación.

Los artistas tienen por lo general una sola idea. Hay algunos que presumen de tener muchas: se muestran como los realizadores de una exuberante fantasía, aunque en realidad su abigarrada productividad no es más que una sofistería, diferentes versiones de la misma superficialidad vacía. Nosotros hemos preferido quedamos en la realización de esta intuición primera que vino escondida en las palabras: "canto revolucionario". Es difícil explicar de una sola vez lo que esto ha sido para nosotros: para eso es este libro, no basta un solo capítulo. Lo que hemos querido mostrar aquí, es que esta idea surgió de una realidad y no únicamente de nuestras cabezas, nació de una situación en la que estábamos y a la que queríamos responder: vino también de un amor, de un cariño por la guitarra, y por último, de las simples ganas de cantar verdades, para no caer en la superchería y la falsificación. "Canción revolucionaria" era para nosotros una canción que pudiera cantarse en esas manifestaciones en las cuales participábamos casi todos los días, una canción que dijera a su modo lo que la gente vivía en esas luchas, lo que pensaba y anhelaba, una canción que recogiera la tradición de la que formábamos parte, cuando pensábamos que Chile podía cambiar, que hablara de la sociedad que queríamos, de nuestros nuevos héroes de la libertad y de la unidad latinoamericana, de nuestro propio amor por estos sueños, una canción que fuera como un latido en esa conmoción histórica, en esa epopeya que nos parecía estar viviendo. Algo así era lo que queríamos. Todo esto parecerá hoy día grandilocuente y estamos de acuerdo, lo es, pero no éramos solamente nosotros los grandilocuentes. Era la época la que tenía ese carácter: la absolutización política infundía en las almas una extraña epicidad, y nosotros fuimos elegidos para darle a este sentimiento un ropaje de canción. Otros lo poetizaron, otros lo contaron, y la gran mayoría simplemente lo vivió. Nosotros, repito, lo cantamos, y de nuestra candidez, de la que no renegamos, quedó una huella.






 
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