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LA REVOLUCIÓN Y LAS ESTRELLAS

LOS AÑOS DE LA UNIDAD POPULAR

por Eduardo Carrasco 

Cuando volvimos a Chile, después de seis meses de gira, encontramos el país convulsionado. Las medidas del gobierno, tendientes a consolidar los cambios de estructuras que tantas esperanzas habían despertado en nuestro pueblo, habían desencadenado de inmediato una estrategia de oposición, tan desproporcionada, como los privilegios de que habían gozado hasta entonces sus propulsores. Los planes de gobierno, cuyos objetivos eran claramente antiimperialistas, antimonopolistas y antilatifundistas, tocaban directamente los intereses de los sustentadores del poder económico y de la clase oligárquica, que hasta entonces habían gobernado el país sin grandes contratiempos. La expropiación de los latifundios, la nacionalización de las riquezas básicas, principalmente, el cobre, la nacionalización del sistema bancario y del comercio exterior, y la constitución de un área de propiedad social, habían sido mostradas por la oposición como la antesala de un régimen comunista, que rápidamente acabaría con la democracia y la libertad en Chile. Esto despertó el temor de las capas medias, que cada día desconfiaban más del régimen. El intento gobiernista de provocar una distribución del ingreso, para favorecer a los sectores más desposeídos, lejos de despertar la solidaridad de las clases altas, aumentó el clima de miedo y de inestabilidad, agitado siempre, más y más, por una prensa derechista sin escrúpulos, que comenzó a llamar desembozadamente a los militares al poder. La agudización creciente de las contradicciones económicas y sociales se tradujo en un clima de extrema politización, en el cual, cada chileno fue reclamado a tomar una posición sin ambigüedades, por o contra el gobierno, todas las medias tintas se fueron diluyendo, y al final, parecía una vergonzosa deserción declararse apolítico, o no definirse categóricamente frente a tal medida gubernamental, o a tal otra contramedida opositora. Esta escalada hacia lo que no es blanco es negro, y viceversa, quedó perfectamente expresada en una canción de Víctor Jara, cuyo estribillo cantaba provocadoramente: "Usted no es na', ni chicha ni limoná...", burlándose de los que pretendían todavía ubicarse en una ilusoria "tercera posición".

Nosotros, como la gran mayoría de los artistas de izquierda, nos pusimos de inmediato a trabajar en la tarea que parecía más urgente en esos momentos: defender al gobierno, y participar en la campaña de movilización de todas las fuerzas progresistas. Eso marcó muchas de las canciones que hicimos en aquella época, algunas de las cuales, reflejan esa situación de grandes tensiones en que Chile estaba sumergido; esas canciones de respuesta inmediata, panfletos un poco irónicos, hechos a partir de ritmos populares, o marchas con puños alzados y banderas, son un fiel testimonio de la polarización imperante en todos los sectores de la vida nacional. Algunas de estas canciones saludaban las nuevas medidas del gobierno, otras hablaban con optimismo de los tiempos que se inauguraban, otras, en fin, eran lisa y llanamente propaganda electoral, denuncias en contra de los planes golpistas, o llamados a la unidad de todas las fuerzas democráticas. Aún los trabajos con mayores ambiciones artísticas, como, por ejemplo, las dos cantatas que montamos durante ese período ("La Fragua" y "Vivir como Él"), eran realizaciones marcadas por esta urgencia agitativa, y, aunque no dejaban de tener un cierto interés formal por los recursos armónicos y contrapuntísticos utilizados en ellas, seguían siendo formas de respuesta política a la situación desmedrada, en la cual, todos nos sentíamos llamados a contribuir, haciendo un esfuerzo propagandístico en la buena dirección. Hicimos también algunos discos, siguiendo la línea más folklórica de los años anteriores, pero éstos pasaron casi completamente desapercibidos: nuestro pueblo estaba concentrado en el conflicto que lo dividía, y buscaba desesperadamente la síntesis, todo lo que no fuera estrictamente político, quedaba por el momento entre paréntesis, o era simplemente relegado a un segundo plano. Nosotros asumíamos esta situación con bastante tenacidad, y no sin un cierto orgullo, declarábamos nuestro apoyo a la Unidad Popular, nuestra militancia en la canción comprometida: éramos artistas políticos, estábamos cantando la revolución latinoamericana, y todo lo demás eran pelos de la cola.

Dejando de lado todo lo positivo que pudiera haber en nuestra posición de extrema responsabilidad social, de deseos de poner todos nuestros esfuerzos en la satisfacción de la pasión colectiva, en nuestra actitud de la época, había, por lo menos, dos errores: uno, el creer que la revolución se realizaba prioritariamente a través de las transformaciones económicas que en ese momento estaban teniendo lugar en Chile, y dos, como derivado de esto, que el arte, y por lo tanto, nuestras canciones, tenían que ponerse "al servicio" de la acción política para obtener estas transformaciones. Esta aceptación del carácter "derivado" o "relativo" de la cultura no era solamente una equivocación nuestra: estaba en las cabezas de toda la izquierda latinoamericana, influida por una lectura demasiado unilateral del marxismo. El tiempo se encargaría de enfrentamos con nuestros propios errores, pero también con nuestras verdades, pues en toda aventura, la luz se entrelaza con la sombra, nuestra historia es avanzar, para aprender a equivocarse de otras maneras más luminosas, nunca para alcanzar la luz definitiva.

De vuelta a Chile, lo primero que hicimos fue proveernos de un nuevo integrante, para llenar el hueco que nos había dejado la deserción parisina de Castillo. Encontramos rápidamente a un buen amigo que nos acompañaría durante algunos años, Rubén Escudero, famoso porque, con sus ojos verdes, partía los corazones de todas nuestras admiradoras. Un día, un fotógrafo indiscreto se infiltró en los camarines después de una actuación, y lo fotografió con el torso desnudo. La foto se publicó en una revista juvenil chilena, y en nuestro ambiente provinciano, esto provocó algunos escandalizados comentarios. En todo caso, a nosotros, más que sus performances de seductor, nos interesaban sus condiciones musicales, y trabajamos con él hasta que apareció la agraciada que lo sedujo a él, y se lo llevó a Inglaterra. Su contribución fue importante, pues participó en todo lo que hicimos durante los años de la Unidad Popular y en los primeros meses de exilio.

Nuestros éxitos artísticos comenzaron a darnos una cierta notoriedad pública. En Chile, esto significa que a uno lo comienzan a reconocer en las calles, que cuando se entra a un cine, por ejemplo, nunca faltan los indiscretos que se dan vuelta y hacen comentarios en voz baja, y que no se puede estar con nadie, sin que inmediatamente surja el tema de tal o cual función, o de tal o cual presentación del conjunto. Como a todo el mundo, a nosotros, estas cosas, al principio nos halagaban, pero al cabo de un cierto tiempo, el jueguito terminó por aburrirnos, y hubiéramos pagado por volver al anonimato. No era tiempo para estas cosas: como nuestro renombre estaba asociado al triunfo de la Unidad Popular y a la lucha política, a veces éramos interpelados por desconocidos, que nos pedían cuentas sobre las medidas del gobierno, otras veces, felicitados, y no pocas, directamente insultados. Los coléricos, irritados por lo que estaba aconteciendo, se aprovechaban de cualquier pretexto para agitar el descontento y la protesta en los lugares públicos. Al final, hubo sitios en que ya no podíamos entrar, como los cafés o los cines del barrio alto, en los que la mayoría momia se transformaba en un peligro, y nuestra presencia era vista inmediatamente como una insolencia inaceptable.

Pero lo que más nos molestaba en esta situación, nueva para nosotros, eran los malentendidos de la mistificación, que tiende a imponer una imagen de los artistas como seres de otra especie. Esta superchería, alimentada en todas partes por un periodismo dirigido a hacer soñar a las masas con un Olimpo hollywoodiense, nos repugnaba, y fue una de las razones por las cuales iniciamos nuestra propia campaña anti-mitos, suprimiendo las fotos de nuestros afiches, carátulas de discos, etc. y reemplazándolas por símbolos o imágenes, que mostraran, más la idea, que la apariencia física. En nuestra imagen gráfica, siempre contamos con la ayuda de excelentes artistas, que más adelante impusieron un estilo que sirvió de marca a casi todos los artistas de la Nueva Canción Chilena: Vicho y Toño Larrea. Ellos inventaron nuestro logotipo, que nos ha acompañado desde que fue utilizado por primera vez, para el disco "Por Vietnam", en 1968. Su impacto como creadores fue tan grande, que, junto con las Brigadas Ramona Parra, llegaron a transformarse en el lenguaje gráfico más característico de la Unidad Popular.

Nuestros devaneos anti-mito eran, por supuesto, una ingenuidad; con medidas puramente individuales no íbamos a cambiar el mundo, pero al menos, esto mostraba la dirección de nuestros intereses. Como estábamos convencidos de que, en buena parte nuestros éxitos se debían a nuestro trabajo y a la disciplina que nos había inculcado Víctor, comenzamos a pensar seriamente en organizar una especie de escuela, en la cual pudiéramos generalizar nuestra experiencia, dirigiendo nuestra enseñanza hacia todos los jóvenes que se interesaban en nuestra música. Eso es lo que hicimos, durante casi dos años, con un éxito bastante inesperado.

Esta iniciativa estaba vinculada con nuestro deseo de ampliar la experiencia de las cantatas, creando obras dramáticas, que nos permitieran acercarnos a la constitución de una ópera popular. Estábamos convencidos de que, explorando estas potencialidades, podíamos atravesar la muralla que divide lo culto de lo popular, sentando las bases de una verdadera tradición musical nacional, cuya fuerza viva residiera en las raíces populares. Los ejemplos de casi todos los músicos latinoamericanos, Chávez, Villalobos, Ginastera, señalaban en esta dirección: la apropiación de las tradiciones europeas dependía de una recreación, a partir de las bases establecidas en lo propio. Por eso, buscábamos abrirnos hacia los géneros dramáticos, tratando de consolidar un lenguaje que se nutriera de lo popular. Para realizar este ambicioso proyecto, necesitábamos disponer de una verdadera "troupe" de cantantes, incluyendo voces femeninas y masculinas, y todos con una formación teatral. Lanzamos, por eso, la idea de la formación de grupos de jóvenes, con el objeto de disponer de un verdadero elenco artístico, con el cual, pudiéramos cumplir nuestros planes. Para esto, contábamos con la ayuda de la Universidad Técnica del Estado, cuyo rector, Enrique Kirberg, elegido durante las luchas reformistas, nos entregó su apoyo hasta el término del gobierno popular.

Hicimos un llamado por los diarios y radios amigos, y a él acudieron de inmediato una multitud de jóvenes interesados. De la cuidadosa selección que hicimos, quedaron cuarenta elegidos, con los cuales comenzamos inmediatamente el trabajo. Seguimos planes y plazos muy bien establecidos, y, al cabo de algunos meses, estuvimos listos para hacer una primera presentación de nuestros grupos, en uno de los mejores teatros de Santiago. El recital se anunció simplemente como Quilapayún, y el éxito fue notable, convenciéndonos definitivamente que esta iniciativa era perfectamente comprendida por nuestro público. Algunos amigos vinculados al teatro, en especial, Héctor Duvauchelle, se interesaron en nuestro proyecto, y se dispusieron a colaborar con nosotros. Los seis grupos, uno de los cuales era un conjunto femenino, a partir de ese momento, comenzaron á organizar una actividad paralela a la de nuestro grupo profesional, hicieron varias giras a provincia, y algunos de sus integrantes llegaron a grabar varias canciones, que tuvieron una cierta difusión durante esos años. Lo más interesante, sin duda, fueron las actuaciones colectivas, cantando la "Cantata Santa María", y presentando los trabajos originales. Uno de los grupos, formado por gente muy joven, se convirtió después en uno de los conjuntos populares chilenos más interesantes de la época postgolpe: el Ortiga. De esta experiencia surgieron además tres integrantes de nuestro grupo actual, y algunos de los músicos del Barroco Andino, conjunto musical que trató de darle continuidad al movimiento de la canción chilena, durante los primeros meses de la dictadura. Pero, lamentablemente, nuestras iniciativas en ese campo, como tantas otras en el terreno de la cultura popular chilena, fueron liquidadas con el golpe, quedando postergadas hasta que vuelva de nuevo la democracia a nuestro país.

Como en el ambiente artístico chileno ya ocupábamos un envidiable espacio, la proliferación de grupos con la misma orientación que el nuestro fue mirada con desconfianza, y no faltaron quienes la combatieron abiertamente. La vasta perspectiva que se abría, además de multiplicar nuestro trabajo político, nos habría permitido realizar ambiciosos proyectos artísticos, los cuales, eran mirados por algunos, como peligrosa competencia. Hay que decir, que en Chile, todavía se miden los éxitos propios con relación a los ajenos, lo cual muchas veces genera situaciones muy conflictivas entre los artistas.

En lo que estábamos equivocados, era en darle a todas estas iniciativas un sentido desmitificador. Con gran ingenuidad, pretendíamos mostrar que la despersonalización del grupo iba a traer consigo una visión más realista del público hacia lo que nosotros hacíamos, queríamos que se entendiera nuestra empresa como una definición artística, y no como una realización vinculada necesariamente a ciertas personas. En esto, tal vez, había algo de cierto, pues nuestra historia ha demostrado que a nuestro trabajo se pueden asociar muy diversas personalidades, de las cuales también hemos podido prescindir, sin grandes contratiempos; de hecho, a lo largo de nuestra trayectoria, ha habido formaciones escénicas muy diferentes. Pero esto no significa que el mito no subsista. Los mitos tienen un sentido y una independencia, porque son formas de pensamiento colectivo: es completamente ilusorio, e inclusive, hasta negativo, pretender destruirlos. La verdad es que los pueblos viven de sus mitos, grandes y pequeños, encarnan en ellos su sabiduría y sus sueños, y los hombres que participan en ellos, no tienen por qué asumirse a sí mismos en el rol que éstos les dan. Hay una gran distancia entre lo que somos como individuos, y lo que es el Quilapayún en la memoria de nuestro pueblo. Tal vez, ambas cosas coinciden a veces, tal vez no coinciden nunca, pero no es esto lo que importa. Muchas veces, nosotros nos vemos enfrentados a la evidencia de que el Quilapayún es algo exterior, como un ente colectivo, y no nuestro. Cada vez que tratamos de dar un paso adelante, nos encontramos con esa especie de inercia, esa imagen, de la cual tal vez ya nos hemos alejado, pero con la que tenemos que contar, pues es nuestro próximo punto de partida. El Quilapayún nos aparece como algo ya hecho, y sin embargo, nosotros no hemos dejado de vivirlo como algo por hacer, ese residuo que ha ido quedando es lo que vale para los demás, no para nosotros. Cuando en medio de un concierto, un chileno grita a voz de cuello: "¡Canten El Pueblo Unido...!", nosotros comprendemos que él no se dirige a nosotros, sino al Quilapayún. Nosotros queremos cantar lo que estamos siendo y haciendo ahora, el hombre quiere que volvamos a ser los que fuimos, los que él tiene en su memoria, quiere que le aseguremos que aquello no ha muerto, que sigue viviendo y que seguirá viviendo. A veces accedemos, pero la mayoría de las veces nos hacemos los sordos: al Quilapayún lo dejamos encerrado en la memoria, y nosotros aprovechamos su ausencia para inventar uno nuevo. Y, en el fondo, de lo que se trata es siempre de lo mismo, de inventar el mito, pero el mito de mañana, no el de hoy día.

En aquella época, influidos por idealismos ultras y por nuestro romanticismo un poco bobo, todo lo que fuera personalismo nos parecía una forma de transigir con el exitismo. Hoy día, hemos comprendido que los mitos son indispensables, pues son la única manera que tienen las masas de expresar sus ideales, sus temores, sus amores o sus fantasmas. No está mal transformarse en mito de su pueblo, lo que está mal es tomarse esto en serio, confundirse con el rol que los demás nos han asignado, renunciar a ser un tipo que se sigue haciendo, y caer en la trampa de creerse lo que los demás ven en uno: eso es más o menos lo que les sucede a la mayoría de los artistas populares que alcanzan una cierta notoriedad. En el fondo, la automistificación no es una transigencia al éxito, sino a la estupidez.

Como ya lo hemos dicho, el fenómeno del éxito de una canción, o de un artista, es una de las cosas más misteriosas que ocurren en nuestro mundo moderno. Lo que hoy día funciona, mañana no le interesará a nadie. La legalidad -si la tiene- a la que obedece el gusto del momento, es difícilmente perceptible en el instante mismo en que está en vigencia; el compositor hace su trabajo, pero no sabe si sus canciones lograrán interesar al gran público. Los criterios de calidad, o de profundidad, no guardan necesariamente relación con lo que impera en el mercado, por eso, los reconocimientos llegan a menudo demasiado tarde, y muchos artistas se quedan esperando los favores del público, sin haber logrado nunca ganarse la vida honestamente con su trabajo. Esto empuja al artista a una situación muy neurotizante: cuando el éxito viene, a menudo él no sabe detectar por qué, y cuando no viene, también ignora la causa. Cuestionarse a sí mismo no basta, puede ser el mundo el que está equivocado. Los más altaneros cuestionan al público, los más honestos trabajan sin cuidarse demasiado del valor comercial de sus creaciones, los más pillos husmean por aquí y por allá, para tratar de desentrañar el misterio de lo que mañana tendrá un valor comercial. En todo caso, nadie sabe exactamente cómo sucede lo que sucede. Esto es lo que explica que cuando el éxito viene, los más débiles de mollera comienzan a pensarse a sí mismos de un modo rarísimo, se ven depositarios de un poder diabólico que no controlan: el público aplaude, compra discos, reclama sus actuaciones, y él se siente ganador de una extraña lotería, poseedor de una magia, escogido por el destino, tocado por la varita de un hada. El público goza, ejerciendo su propio poder de dar éxito, y el creador, víctima y favorecido a la vez, queda en las manos de quienes lo han elevado al estrellato; su permanencia depende de si sigue o no gustando, su privilegio se le escapa de las manos. Esto es una de las causas de las histerias del divismo en que caen casi todos los que beben el elixir demoniaco del éxito.

Pero nosotros estábamos entonces muy lejos de todo aquello: vivíamos al margen de la comercialización, y nuestra única preocupación, como la de una gran parte de los chilenos, era la de llevar adelante nuestros ideales políticos. La situación del gobierno se hacía cada vez más difícil, la marcha de las cacerolas vacías, que había tenido lugar como una protesta a la visita de Fidel Castro a Chile, a fines de 1971, fue el inicio de una ofensiva opositora, que no se detuvo hasta que cumplió sus objetivos, en septiembre de 1973. Nosotros nos defendíamos a golpes de canciones. Algunas de ellas llegaron a transformarse en grandes éxitos, y sus estribillos fueron cantados por miles de personas en las manifestaciones de la Unidad Popular.

Un día, como era habitual, Sergio nos convocó por teléfono a su casa de Los Cañas, al pie de la cordillera. Con su negra barba y sus ojos de iluminado, nos salió a recibir, abriéndonos la puerta de la vieja casona de campo, habitada por el mágico ambiente de sus muebles antiguos. Sergio estaba excitado, un comité de propaganda de la Unidad Popular le había solicitado que hiciera algunas canciones, y él nos pedía nuestra colaboración. Para inspirarnos, había preparado un suculento curanto chilote, que nos esperaba debajo de un túmulo de tierra humeante. Como esta perspectiva nos entusiasmaba mucho más que la composición colectiva, pronto nos olvidamos de la petición y nos dispersamos por la casa. Yo andaba estudiando el sexteto de Brahms, y tenía pegada en la oreja la melodía del Andante Moderato. Me senté en el piano, y comencé a tocarla para repasar sus armonías. Como mi falta de destreza pianística irritaba al auditorio, Sergio, que estaba metido en la cocina haciendo ensaladas, llegó corriendo a salvar la situación, y a mostrarnos a todos, lo que realmente había escrito Brahms. Para dejar bien en claro cuáles eran los caprichosos acordes que a mí se me escapaban, comenzó a apoyar fuertemente sobre las teclas. Al cabo de un instante, el sexteto de Brahms se diluyó en otras improvisaciones, y, como sucedía a menudo, los acordes dieron paso a otras melodías que atraparon la atención del intérprete. De pronto, comenzó a sonar algo así como una marcha heroica, construida con el bajo descendente. Sergio quedó tan entusiasmado, que se olvidó de su ensalada, e inmediatamente se puso a trabajar en su hallazgo. Muy luego, todo estuvo terminado. Por un rato, dejamos de lado nuestro curanto, que siguió enterrado, y comenzamos a escribir el texto. Así nació la famosa canción "El Pueblo Unido", que fue cantada por primera vez, algunos días más tarde, en una impresionante manifestación de las mujeres allendistas en la Alameda de Santiago.

Este tipo de trabajo colectivo, con discusiones y opiniones, siempre nos ha interesado. Aun hoy día, en que casi todas nuestras creaciones son trabajos individuales, siempre tratamos de objetivar lo que hacemos a través de la participación de otra gente. Hemos llegado hasta convocar al vecindario de Colombes a ensayos públicos, que tienen lugar en el centro cultural donde trabajamos habitualmente. Nuestros vecinos se interesan mucho: nosotros les mostramos lo que acabamos de hacer, y sometemos a discusión abierta nuestras invenciones. Un día se votó si debíamos cantar en francés o en español: ganaron los partidarios de lo segundo, y con muy buenas razones. Hay canciones que han sido tan criticadas, que hemos tenido que cambiarlas por completo, otras, en cambio, han sido aceptadas sin discusión.

El trabajo con Sergio Ortega no se limitó únicamente a hacer canciones contingentes. Con él realizamos uno de nuestros proyectos más ambiciosos, el de interpretar una obra sinfónica. Lamentablemente, "La Fragua", que así se llamaba esta obra, fue hecha con un criterio excesivamente panfletario, lo cual limitó mucho su influencia. Hoy día, la mayor parte de sus textos han perdido vigencia, no tanto por su contenido, que pretende mostrar en un gran fresco la desgarrada historia de las luchas del pueblo chileno, sino por su forma, demasiado alejada de la poesía, y cargada de las tensiones sociales que entonces le dieron vida. A pesar de estas limitaciones, lo que hicimos con Sergio complementó, en cierto modo, lo que habíamos logrado hacer con Luis Advis, y nos permitió adentrarnos en una nueva experiencia creativa. Lamentablemente, la colaboración con este músico se interrumpió a los pocos años de exilio. Nos dimos cuenta que nuestras concepciones acerca de la canción popular eran diferentes. Pero, por otro lado, también nos separamos políticamente: mientras Sergio, en este campo, trató de rehabilitar las mismas formas de trabajo que habían tenido vigencia durante el período de la Unidad Popular (canción contingente, marchas, etc.), nosotros intentamos adaptarnos a la nueva situación. Él formó algunos grupos que no le dieron resultado, y hasta llegó a grabar algunos discos, entre los cuales, el más interesante es la cantata "O'Higgins", la cual lamentablemente no ha tenido la difusión que merecía. En el último tiempo, hemos vuelto a trabajar juntos, en una obra escrita para las celebraciones del quinto centenario del descubrimiento de América. Sobre un texto nuestro, que relata una escena de la travesía del descubridor, Sergio hizo una música bastante elaborada, en la línea de las obras que hemos denominado "Cantatas". Con esta obra, ha quedado a la vista nuestro común alejamiento de las formas propagandísticas en las que trabajábamos en aquellos años.

Pero durante el período de la Unidad Popular, el carácter estrictamente panfletario, o la ausencia de la poesía en las canciones, no molestaba en absoluto. Recuerdo una vez que fuimos invitados a cantar en una recepción privada, donde se encontraban varios ministros y personalidades del cuerpo diplomático. Como estaba de moda la canción de Ortega, "Las ollitas", todos los asistentes nos pidieron que la cantáramos. Nosotros accedimos. Creo que los únicos en sentir la improcedencia de cantar ante tan venerables personajes el estribillo ("esa vieja fea, fea, guatona golosa, osa, como la golpea, ea, gorda sediciosa, osa. Oye vieja sapa, apa, esa olla es nueva, eva, como nos escucha, ucha, dale con la mano, ano"), fuimos nosotros. No sin un cierto rubor, mirábamos al empingorotado auditorio, que exultaba escuchándonos. Al final, se nos felicitó con elogios desmesurados. Un honorable se acercó a saludarnos, y le dijo a un general que lo acompañaba: "Nunca podremos pagarle a estos muchachos, lo que han hecho por el proceso chileno". Nosotros hubiéramos querido pensar que la justicia de este aserto tenía en cuenta los logros realizados en otros parajes de nuestro repertorio, pero los chilenos creíamos entonces que una canción era verdaderamente importante, cuando daba en el blanco político. Se acostumbraba citar una frase que habría dicho Fidel, durante el primer festival de la canción de protesta, en La Habana: "Una canción vale más que cien Discursos". Todo esto eran exageraciones, pero a nosotros nos servían, para creer que estábamos haciendo algo realmente importante. Hoy día, todo esto parece una ingenuidad, pero hay que decir que ninguna época se escapa de ellas, y cuando más nos parece estar dando en el clavo, es cuando más nos estamos equivocando. Yo no creo que haya sido un error haber hecho canciones contingentes; por el contrario, la situación de crisis continua en que vivimos durante todos esos años, habría hecho necesario, duplicar ese esfuerzo que se hizo por difundir las ideas programáticas de la Unidad Popular, y para contrarrestar los efectos de la propaganda derechista. Lo malo era darle a este tipo de acción un carácter exclusivista, y pretender que los límites de todo lo que pudiera hacerse, estaban prefijados por la política. En una situación extrema, el peligro mayor es el extremismo, aunque esto parezca paradójico. Nosotros, que fuimos los que logramos mayores éxitos haciendo este tipo de canciones, fuimos criticados más tarde, como si alguna vez hubiéramos pretendido darle a este trabajo un carácter normativo. En realidad, esto fue siempre, para nosotros, una parte de lo que hacíamos, aquella que tenía directamente una función política, pero jamás pretendimos quedarnos en eso, o dictar normas artísticas o políticas a los demás artistas que trabajaban por el proceso. Como nuestros proyectos depasaban los marcos de un grupo folklórico, pronto nos dimos cuenta, que para su realización, tendríamos que liberar a algunos de nosotros de las actuaciones. Nuestro trabajo con los grupos nos había permitido formar a varios jóvenes músicos, y esto facilitó los cambios, que, a partir de entonces, nos propusimos hacer. Yo mismo dejé de cantar, y fui reemplazado por Hugo Lagos, el "Negro", quien entró de inmediato a trabajar con el grupo profesional. Él inició una especie de nueva generación de quilapayunes, que ha ido aumentando con el tiempo, ayudándonos a renovar las caras, los proyectos y las ideas.

El Negro había hecho estudios en el Conservatorio, y había soñado hasta entonces con pertenecer a un grupo rock. Entusiasmado con la música de Los Beatles, que sigue siendo su música de cabecera (cada vez que salimos en gira, Hugo escucha incansablemente, en buses, aviones o automóviles, su walkman beatlemaníaco), con algunos amigos del barrio llegó a formar un conjunto para tocar en las fiestas, aprendiendo así a tocar la guitarra. El mayor éxito alcanzado, fue cuando un hotel de Cartagena los contrató para tocar durante el verano. La adolescencia fantasiosa se fue para no volver, y la música comenzó a acercarlo al mundo. Más adelante, como a muchos jóvenes de su generación, el descubrimiento del Quilapayún lo hizo interesarse en la música folklórica, incitándolo a aprender a tocar la quena, el charango y otros instrumentos indígenas. Cuando llegó a trabajar con nosotros, ya tenía una cierta experiencia, y aunque el rock seguía siendo su interés primordial, sus conocimientos se hablan ampliado. El Negro, que rápidamente se transformó en un integrante imprescindible -hoy sería muy difícil pensar al Quilapayún sin su risa intempestiva y su talento de compositor e intérprete- nos aportó muchas cosas nuevas, además de sus canciones, las cuales, paradójicamente, son tal vez las más apegadas al folklore. Él era de extracción muy popular, y había conocido de cerca los problemas sociales del pueblo chileno, a duras penas había conseguido terminar sus estudios y salir adelante. La guitarra había sido una especie de bálsamo, en esos años difíciles, sobre ella había construido su seguridad, y en ella había puesto sus ímpetus de progreso. El tiempo se encargó de confirmar sus expectativas, y hoy día sigue siendo uno de nuestros pasajeros en este viaje interminable.

Él entró a nuestro grupo a principios del 72, y pasó mucho tiempo sin comprender cabalmente lo que le estaba sucediendo. Su primera gira fue a la Argentina, y pasó bruscamente, de las actuaciones con conjuntos de estudiantes en las fiestas de mechones del Conservatorio, a un concierto ante quince mil personas en el Luna Park. Rápidamente, hubo que agenciarse un pocho negro, y como no pudimos encontrar zapatos de su talla, tuvo que cantar con zapatos del 43, dejados como herencia por su antecesor. En el Uruguay, en una entrevista en un diario montevideano, se vio de pronto frente a uno de sus ídolos de otras épocas, Dean Reed, cantante norteamericano que había tenido gran éxito en América Latina, y que ahora se había transformado en un cantante de protesta. En el momento de estrechar su mano, el gringo, que había aprendido mil trucos de escena, actuando en espagueti westerns de tercera clase, dio un ágil salto mortal ante la estupefacción de nuestro amigo. Los aeropuertos, el acoso de las admiradoras, las entrevistas con los periodistas, y la conducta un tanto extravagante de nuestros colegas, terminaron por convencerlo de que había entrado en otro mundo, y de que tendría que hacer un gran esfuerzo para adentrarse en él. A esto se agregó el hecho de que su falta de experiencia política lo hacía desconfiar de algunas de nuestras definiciones. Por estos motivos, su asimilación fue lenta, aunque, como producto de toda verdadera experiencia, profunda y definitiva.

Uno de los hechos más bullados en el que nos tocó participar durante este período, fue nuestra actuación en el Festival de la Canción de Viña del Mar. En esta ciudad, balneario del puerto de Valparaíso, la Municipalidad organiza este evento todos los años, durante el mes de febrero, que en nuestro país, es pleno verano. Con el tiempo, el Festival se ha ido transformando en un importante espectáculo, al que acuden muchos grandes artistas de la canción internacional. Al principio, el folklore y el neofolklore estaban desterrados de él, pero, poco a poco, a medida que la influencia de estas expresiones artísticas iba creciendo, los organizadores, un poco a contrapelo, tuvieron que incluirlas. A diferencia de Valparaíso, la ciudad de Viña tiene pretensiones de gran balneario, con hoteles modernos, barrios elegantes, y hermosas playas, que anualmente atraen una gran cantidad de turistas. En 1973, gracias al crecimiento de barrios muy populares en los suburbios, las fuerzas de izquierda llegaron a tener representación en la Municipalidad, lo que permitió algunos cambios en la programación del Festival. Esto tuvo como resultado el que, por primera vez, se nos invitara a participar en él, cumpliéndose por fin uno de los derechos que habíamos ganado en 1966, cuando obtuvimos el primer premio en el Festival Nacional del Folklore.

Ya hemos dicho cómo nuestra vida de cantores siempre estuvo ligada al puerto de Valparaíso. Aunque éramos santiaguinos, éramos particularmente queridos en las poblaciones de los cerros, donde innumerables veces fuimos a cantar en escenarios callejeros, en escuelas o sindicatos. Para el público de esos barrios populares, la presencia del Quilapayún en el Festival de Viña adquirió de inmediato un simbolismo especial, y fue vivida casi como un triunfo político. En años anteriores, la actuación de otro conjunto porteño, el Tiempo Nuevo, había causado un escándalo, pues sus canciones, muy comprometidas con el proceso político, habían sido repudiadas por el público viñamarino, de gustos y opiniones más bien contrarios al gobierno. Cuando se anunció nuestra participación, inmediatamente se pensó que ocurriría algo semejante: la propia Myriam Makeba, participante del Festival en 1972, ignorando la situación que vivía entonces Chile, se había permitido algunas frases amables hacia el presidente Allende, lo que le había valido una rechifla, que, al final, se transformó en bochornosa manifestación de repudio al gobierno. El clima del Festival no era propicio a tales tomas de posición. El público, en su mayoría constituido de veraneantes santiaguinos, no dejaba pasar ninguna ocasión para manifestar su oposición a la izquierda.

Cuando recibimos la invitación, comprendimos de inmediato que nuestra presencia crearía grandes tensiones, pero, por otro lado, no podíamos sin más dejarle este terreno al adversario; en un momento como aquel, ésa era una buena ocasión de mostrar que nuestras canciones no herían a nadie, y que podíamos encarar nuestra participación, buscando el consenso, más que el enfrentamiento. Nuestra intención estaba lejos de ser provocadora, queríamos hacer un buen papel, mostrar nuestro nivel profesional, el contenido amplio de nuestras canciones más importantes, queríamos expresarnos, asentar nuestro derecho a defender nuestras ideas, y, especialmente, dejar bien puesta nuestra orientación de artistas populares.

Pero en todo esto pensábamos muy ingenuamente: el conflicto político era demasiado intenso, como para dejarle un espacio a la libertad de expresión artística. Los derechistas más recalcitrantes empezaron a repartir panfletos, llamando a sus gentes a contramanifestar durante nuestra presentación, cosa esta última que, para ellos, era una afrenta y una insolencia insoportable. Los términos de estos llamamientos eran singularmente agresivos, hablaban hasta de "cortarles la cabeza a los upelientos". Por otro lado, los habitantes de los cerros no iban a quedarse en chicas, y se organizaban para apoyarnos. El clima de provocaciones extremistas, en vez de atemorizar a nuestro público, lo hizo movilizarse al cien por ciento, no iban a dejarnos solos ante una multitud hostil, y deseosa de jugarnos una mala pasada.

El día que estaba anunciada nuestra actuación, la afluencia de espectadores fue especialmente multitudinaria. Nunca se había visto allí tanta gente: las aposentadurías estaban repletas, y los organizadores no podían explicarse de donde había salido tanta gente, el número de boletos vendidos no coincidía con la cantidad de asistentes. Más tarde, se descubrió la causa de esta no-concordancia: los porteños habían abierto varios boquetes en las alambradas, y una buena parte del público se había filtrado allí sin pagar. Por causa de dineros no iban a dejamos en la estacada.

Como nosotros no sabíamos nada de estos preparativos, y temíamos no contar con el apoyo necesario como para llevar a cabo con éxito nuestra misión, decidimos planificar una estrategia, previendo las distintas situaciones que se podían llegar a producir. Sabíamos que lo más importante de todo era la transmisión de televisión, por lo tanto, preparamos tres programas diferentes y tres discursos correspondientes, dirigidos hacia los telespectadores, los cuales, en mayor o menor grado, también presentían el escándalo. La primera actuación era para un público respetuoso, que nos dejara mostrar nuestras canciones sin tratar de impedir nuestra participación, la segunda, para un público que tuviera las opiniones compartidas, y la tercera, para el caso en que nos viéramos obligados a detener nuestra participación. En este último caso, lo importante era el discurso, en el cual denunciaríamos la agresión, y acusaríamos a la derecha de atentar en contra de la libertad de expresión.

Algunos días antes de nuestra actuación, uno de los competidores en el Festival había presentado una canción con un texto patriótico de Pablo Neruda, que había sido repudiada con tal violencia, que la música apenas se había escuchado entre las manifestaciones de protesta. El clima había llegado a una tal tensión, que para algunos dirigentes de la izquierda, nuestra actuación aparecía como un acto heroico: pocos minutos antes de salir al escenario, recibimos muchísimos telegramas de personeros políticos, en los que se nos llamaba al coraje, a la lucha, a mantenemos firmes frente a la agresión. Cuando salimos al escenario, íbamos como soldados al frente de batalla, con la convicción de que teníamos que dejar allí el cuero si era necesario, por la defensa de la Unidad Popular. ¡Venceremos!

Convencidos de que éramos los protagonistas de una gesta histórica, y después de haber escuchado por los parlantes los chiflidos reiterados del público, cada vez que se pronunciaba el nombre de Violeta Parra o de Pablo Neruda, salimos por fin al escenario, protegidos por una multitud de fornidos del servicio de orden del Festival. La reacción del público no se hizo esperar. Tengo todavía en los oídos el chiflido apocalíptico que resultaba de esas treinta mil personas, la mitad aclamando, la mitad repudiando, pero todos gritando a todo lo que daban sus gargantas, para imponerse sobre el contrario. Los que habían venido a colgarnos, además de gritar, lanzaban proyectiles al escenario, tratando de darle al asunto un cariz de violencia, que, felizmente, no lograron imponer. Los nuestros gritaban, bailaban y saltaban, haciendo cabriolas en una batahola descomunal. El todo era un espectáculo impresionante, del que nosotros fuimos espectadores privilegiados durante bastante rato, antes de que nos decidiéramos a comenzar a cantar: entre chiflidos y ovaciones, comenzaron a surgir por aquí y por allá, discusiones y altercados, que aumentaban la confusión general.

Comprendimos que nuestros contrincantes no estaban dispuestos a dejarnos cantar, un buen número de ellos tenía instrucciones precisas, y cualquier intento nuestro por imponer la calma, habría sido inútil. Como los proyectiles no alcanzaban a llegar hasta nosotros, que por la disposición del lugar quedábamos ubicados bastante lejos de la trifulca, éstos caían sobre la orquesta, y los músicos fueron atiborrados de monedas, tomates, zanahorias y hasta algunas piedras. Hicimos una rápida asamblea, allí, sobre la escena, y decidimos echar a andar una variante de nuestros planes, que no estaba en absoluto prevista: cantar las canciones más políticas que teníamos en el repertorio, aquellas que denunciaban el mercado negro, la sedición, las amenazas de golpe militar, etc., y terminar con un discurso en el que toda nuestra indignación se viera reflejada. Sin más titubeos, comenzamos a cantar: las razones de gritar, de golpear el suelo con los pies, de chiflar y de lanzar proyectiles, se multiplicaron. En medio de este increíble bullicio, nosotros actuábamos como si no pasara nada, dirigiéndonos a las cámaras de televisión, las cuales se suponía, estaban filmando todo el evento. Lamentablemente, como supimos después, alguien boicoteó el programa, y la emisión se interrumpió justo en el momento en que salimos al escenario. Sólo las radios locales transmitieron nuestra hazaña en su integralidad.

Después de cantar todo lo que quisimos, Rodolfo tomó la palabra y se dirigió al auditorio en una arenga anti-derechista, que, si alguno de nuestros enemigos la hubiera escuchado, habría explotado de rabia. En medio de la trifulca general, de repente se producían inexplicables silencios, en los cuales se alcanzaba a escuchar la voz estentórea de nuestro orador: "...reaccionarios ...imperialismo ...nuestro poeta Pablo Neruda ...insolencia ...El Pueblo ...que hablan de libertad ...venceremos". Nuestros partidarios hacían rondas y se paseaban sobre las graderías, bailando, amenazantes, en torno a algunos amedrentados momios. Por todos lados comenzaron a encenderse antorchas, como en los estadios de fútbol al final de los partidos. Salimos de la escena, sin que el alboroto se hubiera calmado en lo más mínimo. La gente no quiso abandonar su lugar, hurras de triunfo, por un lado, y aullidos de repulsa, por otro, se mantuvieron durante largos minutos, sin que el espectáculo previsto pudiera continuar. Se nos llamaba a volver al escenario, se pedía nuestra cabeza, se vitoreaba nuestro nombre, se nos lanzaban insultos, se aclamaban nuestras canciones, se exigía castigo, pero nosotros ya estábamos en nuestros camarines, encerrados bajo siete llaves, y cuidados por nuestra cohorte de forzudos, que no nos abandonó hasta que salimos definitivamente del lugar.

Habíamos vivido una hermosa ilusión. La verdadera batalla se estaba tramando en otro lugar, lo nuestro no era más que una treta divertida, para hacernos creer que el conflicto se obraba en un frente de canciones y de escándalos, más o menos inofensivos. Desde la escena, habíamos reparado en la conducta de la orquesta: algunos músicos nos acompañaban, otros hacían chirridos, bufidos y gruñidos, para molestarnos. Algo así pasaba con el gobierno popular, desencadenaba todas las potencias en favor o en contra, pero no era capaz de lograr la armonía del consenso. La orquesta sonaba, pero no hacía música.

La participación en jornadas como éstas, nos dio una gran popularidad en todo Chile. Comenzaron a surgir comités de Unidad Popular, Juntas de Abastecimiento Popular, Centros de Madres, clubes deportivos y hasta células de los partidos de izquierda, con el nombre "Quilapayún". Un día pudimos leer, con gran sorpresa, en los titulares de las páginas hípicas, que el caballo, "Quilapayún", había ganado por tres cabezas. Este alazán contribuyó no poco a nuestro renombre, pues, en esos años, ganó varias carreras importantes. Nunca pudimos saber qué sucedió con él después del golpe: los militares deben haberlo sometido a interrogatorio para saber dónde escondía las armas; tal vez, terminó sus días en un campo de concentración.

Pocas semanas después del triunfo de la Unidad Popular, en los medios periodísticos especializados, comenzó a hacer camino la idea de que la canción chilena había entrado en crisis. Algunos comentaristas, que veían en nuestro movimiento, únicamente su lado contestatario, pensaban que su rol histórico había terminado con la victoria de Allende. Según ellos, en Chile ya no tenía sentirlo seguir protestando, por lo tanto, todos los cantantes que habían tomado el derrotero abierto por Violeta Parra, se habían quedado sin tema, y ya no tenían nada que decir. Se proclamó, sin mayores solemnidades, nuestro fallecimiento colectivo, declarando periclitadas todas nuestras canciones. Hay que decir que ésta no es la única vez que se nos ha declarado difuntos: cada cierto tiempo, algún crítico descubre que estamos en crisis, y da por terminada nuestra trabajosa evolución. A algunos les parece muy importante decretar que las cosas se acaban, la pasión de novedades, y tal vez, el aburrimiento, los empuja a estas falsas teorizaciones, que a veces molestan bastante, pues, a las dificultades de renovarnos, se agregan las de explicar que no estamos muertos, y por qué no lo estamos. En nuestro andar, efectivamente, siempre hay cosas que van quedando cerradas, las canciones que hacíamos hace diez años, no podemos ni queremos hacerlas ahora, del repertorio con que comenzamos, o del que cantábamos en la época que trabajábamos con Víctor Jara, ya casi no queda nada en nuestros conciertos: es cierto que las canciones pasan y, especialmente, aquellas que, por moda o por política, se unen de una particular manera con la época que las ha visto nacer. Pero también es cierto que un artista debe ser juzgado por su impulso creativo, y no únicamente por las cosas ya hechas. Las ideas artísticas válidas son siempre ideas en desarrollo, por eso, la mayor parte de las veces, es apresurado declarar obsoleta una dirección creativa. El verdadero artista tiene que saber inventarse cada vez. Lamentablemente, en la música popular ocurre a menudo que los creadores no hacen otra cosa que repetir incansablemente lo que un día tuvo éxito. Para nosotros, esta manera de hacer, sería como el suplicio de Sísifo: la verdadera aventura consiste en que la piedra que se intenta subir hasta la cima, sea siempre diferente, la repetición es la única muerte. Felizmente, esta tendencia nuestra a la renovación no ha pasado desapercibida, y es una de las claves principales de nuestra permanencia a lo largo de estos 21 años. Algún día, todo pasará, pero esto no será porque lo que hayamos hecho hasta entonces haya perdido su vigencia, sino porque de nuestro pozo ya no salen más novedades. Lo que vamos haciendo, entra en un circuito vital propio, del que nosotros tratamos siempre de escaparnos, creando. Mientras esto siga así, no hay por qué hablar de crisis.

Los problemas de abastecimiento eran cada día más graves, algunos artículos indispensables eran dificilísimos de encontrar, había que hacer largas colas en las juntas de abastecimiento popular, en los almacenes o en los supermercados. Todo esto acrecentaba el descontento entre las gentes menos politizadas. Como las aves escaseaban, era una gran proeza disponer de un buen pollo para asar, los pavos eran inencontrables, y los patos habían desaparecido, como si hubieran emigrado hacia climas más apacibles. Un día, mi mujer, tras inenarrables esfuerzos, había conseguido un buen espécimen de algo que tenía todo el aspecto de pollo, lo cual produjo un gran contento en toda la casa. Ante la expectativa general, se dispuso a prepararlo para el almuerzo: lo dejó sobre la mesa de la cocina y salió un momento a cumplir otros menesteres. En esa época, nosotros ensayábamos en un pequeño taller que yo tenía en el patio trasero de mi casa, y como no había otra manera de salir, cada vez que terminábamos de trabajar, nos veíamos obligados a atravesar la cocina. Ese día, salimos todos, como de costumbre, comentando con entusiasmo las nuevas canciones que habíamos montado; pero en el movimiento hacia la calle, ocurrió un fenómeno insólito: el famoso capón, que a mi señora le había costado tanto trabajo conseguir, se volatilizó. Cuando volvimos a ocuparnos de él, soñando ya con la cazuela que iba a indemnizarnos por todas las penurias hasta entonces sufridas, para nuestra decepción, sólo encontramos algunas plumas sobre la mesa. Aunque hemos hecho serias averiguaciones, y le hemos prometido al facineroso nuestro sincero perdón y la más completa impunidad, nunca hemos logrado saber quién de todos los Quilapayún se robó el pollo.

Estas cosas sucedían a menudo. En estas situaciones difíciles aparecen las más extrañas conductas: recuerdo haber sido testigo de un robo semejante en la casa de Sergio Ortega, cuando sorprendí in fraganti al respetado y conocido doctor Inzunza, robándole la pasta de dientes al dueño de casa. Me miró un poco avergonzado, pero igual se guardó el tubo en el bolsillo de su chaqueta.

Por esta época, tuvimos la oportunidad de conocer a Neruda. La ocasión se presentó, cuando tuvimos la iniciativa de grabar un disco con sus poemas, para el sello Dicap, y fuimos comisionados para encargarnos de su producción. Lo ubicamos en su casa, cercana al cerro San Cristóbal, la misma que más tarde sería saqueada por los militares. Nos recibió amablemente, y accedió sin inconvenientes a nuestra proposición. Había grabado pocos discos, y la idea que llevábamos, le pareció interesante: un disco en el que él se dirigiera a los auditores como un amigo cercano, como un personaje familiar que se introdujera en la tertulia cotidiana, y comenzara a leer y a explicar sus poemas. Esto ayudaría, a acercar, todavía más, su poesía a nuestro pueblo. Neruda, improvisando en un estudio, realizó el proyecto mejor de lo que nosotros lo habíamos imaginado. La grabación fue divertida, y el transporte hasta el estudio también. Como por algún motivo que no recuerdo, no había movilización, no pudimos conseguir otra cosa que mi pequeño Fiat 600. Trabajosamente conseguimos instalar a Neruda y a Matilde en el asiento trasero. Así, encogidos, llegamos por fin al lugar de la grabación, que quedaba en un sombrío subterráneo que parecía la tumba de Tutankamón. Hicimos buenas migas, riéndonos de todas estas situaciones inconfortables, pero al final, quedamos bastante contentos con el resultado. A partir de ese instante, cada vez que me tocó verlo, me reiteró, que, a su juicio, ése había sido su mejor disco.

Más adelante, lo encontramos en la embajada de Chile en Francia, donde nos invitó un día a todos, a almorzar. Se las había arreglado, para hacer llegar a Francia una partida completa de vinos Tarapacá, de rara cosecha, que, según los entendidos, se podía poner al lado de cualquier vino francés sin avergonzarse. Le hicimos los honores, y el encuentro se animó de inmediato. Neruda, cuando estaba en vena, era un hombre divertidísimo, con un humor a toda prueba, y nuestra tertulia, alejada de las formalidades diplomáticas, lo entretenía muchísimo. No se tomaba en absoluto en serio su rol, y se reía de las aburridas e interminables reuniones para discutir y rediscutir las deudas de Chile. Extraña coincidencia: estaba convencido de que el lugar más adecuado para presentamos en París, era la Salle Pleyel. Llamó varias veces a su director, y habló con él, para convencerlo de que contratara al Quilapayún para una actuación allí. Entonces, eso no fue posible. En septiembre de 1973, fue precisamente en ese teatro donde cantamos en el homenaje a su muerte.

Pero las conversaciones más interesantes con él, las tuve en su casa de Isla Negra, donde fui a verlo en varias oportunidades. En una de ellas, me leyó completo su libro por publicar, "Incitación al nixonicidio...". Cada cierto tiempo, detenía su lectura, y me miraba maliciosamente, midiendo el efecto que producían en mí, sus burlerías poéticas. No podía ver a los ultraizquierdistas, y le causaba especial contento, su poema, "Locos y locuelos", en el que amalgamaba la acción de los extremismos de izquierda y de derecha. Su exaltación patriótica no tenía nada de ingenua, provenía de una conciencia política revolucionaria, que lo tenía convencido de que el proceso chileno estaba abriendo una nueva posibilidad de vida en América Latina; desde el "Canto General", su obra no había dejado de contar una historia mítica de nuestro continente, haciéndose portavoz de un futuro esperado, más que de un presente vivido.

Otra vez, hablamos largamente de la época del fascismo alemán. Yo andaba leyendo un libro sobre el proceso de Nuremberg, recién aparecido en Chile, y que él no conocía. Durante la conversación, no dejaba de mirar hacia la mesita donde yo había dejado mi libro: lo tomaba, lo volvía a poner en su lugar. Lo vi tan ansioso, que me vi obligado a decirle que se lo regalaba. Se puso tan contento como un niño con su regalo de cumpleaños, lo tomó, y se quedó hasta el final con él en las manos. Nuestra conversación cayó pronto en el tema de la cultura alemana, en la época anterior al fascismo: me mostró su aversión hacia cierta poesía, que él llamaba despectivamente, "alemana", y que veía como un anuncio de los excesos derechistas, el misticismo, la irracionalidad, el eurocentrismo, etc. Yo no estuve de acuerdo con su teorización, y defendí a Rilke y a otros poetas, que, por supuesto, caían para él dentro de esa denominación. Tuvimos que darle varias vueltas al asunto, para llegar a un acuerdo: le gustaba el intercambio de ideas, y no era demasiado tozudo en sus opiniones, aunque es verdad, que, en esta discusión, una parte suya abogaba en mi favor, como si quisiera que yo tuviera razón. Al final, resolvía todo con una frase ingeniosa, su humor era su argumento imbatible.

Pero la conversación más significativa para mí, la tuvimos una vez que lo encontré enfermo. Me recibió en cama, en su elevado dormitorio, desde el cual, a través de una ventana que ocupaba prácticamente todo el muro, podía verse la playa de Isla Negra: la ola, tantas veces descrita en sus poemas, estaba allí, a pocos metros, sobre los arrecifes y su cabellera de güiros. Se notaba bastante apesadumbrado, y con mucho menos entusiasmo que de costumbre. Yo no sabía nada de la gravedad de su enfermedad, que él, por un extraño pudor ante la muerte, quiso mantener secreta hasta el final. El no tenía nada que ver con el dolor, su vocación era la luz y la alegría.

Conversamos largamente sobre la situación política. Yo veía las cosas desde un punto de vista no común para él, que siempre estaba rodeado por la dirigencia de los partidos, y ahora, obligado al encierro, con pocos lazos con el mundo exterior. De pronto, con su voz pausada, que siempre daba la impresión de que estaba cansado de hablar, comenzó a hacerme una especie de recuento de su itinerario político. La guerra de España y la experiencia trágica del fascismo, que lo había empujado a la militancia comunista, la cual, desde un principio, había asumido con estricta consecuencia, la vuelta a Chile, sus viajes al norte y al sur, en calidad de candidato a senador de su partido, la huida -¿por qué me contaba estas cosas?- el exilio, los viajes por un mundo en el que todo parecía dirigirse claramente hacia un único sentido, como si la historia humana fuera un constante caminar hacia el progreso, el conocimiento esperanzado de las democracias populares, etc., etc. Y entonces, súbitamente, cuando todo parecía ya ganado definitivamente, como un chaparrón en un día de sol, habían comenzado a surgir los horrores, en el propio campo socialista. Apesadumbrado, me hablaba de Hungría, de Checoslovaquia, de la represión estalinista, de las persecuciones sufridas por algunos de sus propios amigos literatos de la Unión Soviética. Su voz se había hecho más grave, buscando trabajosamente una ecuanimidad que no venía, asaltado por las dudas y las tribulaciones, acerca del porvenir de las buenas causas. Me daba la impresión de que estaba hablándome desde una sabiduría otoñal, que yo, todavía metido en el militantismo acrítico, podía difícilmente compartir con él. Yo había venido a visitarlo, precisamente para pedirle un texto para un acto de celebración de las Juventudes Comunistas, y me encontraba con estas cavilaciones, que ponían en duda lo que para mí era la base de mi confianza en el futuro. No es que él estuviera renegando de sus ideas, no es que hubiera dejado de sentirse un comunista íntegro, las cosas eran mucho más complejas: la época comenzaba a hacerle vivir su militancia como un desgarro, no era hombre para comulgar con ruedas de carreta, quería explicarme la dificultad que ahora tenía, para hacer la síntesis, entre su lucha por el socialismo y su amor por la libertad. Pero yo no estaba preparado en ese momento, para seguirlo por esos tortuosos caminos. Como todos mis compañeros de esa época, necesitaba estar seguro, y lo único que pude hacer, fue argumentarle desde mi petulancia juvenil, que no había nada que temer, que el estalinismo estaba liquidado, que ahora venía otra época, que las razones que él me daba eran peligrosas, porque debilitaban nuestra posición, y que había que seguir adelante... etc. Él me miraba distraídamente, sin reparar mucho en lo que yo le decía: conocía mis argumentos, no era eso lo que él buscaba. Con un cierto escepticismo, miraba hacia el mar lejano, sin gran interés por seguir la conversación. Lo que me quería decir, lo comprendo ahora, y me arrepiento de haber perdido esa oportunidad única de haberlo escuchado hasta el final. Me queda, sí, grabado en lo más profundo de mi alma, el brillo de sus ojos mirando las olas, y sus sabios silencios. No creo que en su alma hubiera sólo decepción, ni creo que su intención fuera renegar de nada: se habla alejado ya lo suficientemente de los hombres, como para saber, que las más bellas ilusiones, tienen que renunciar a la pureza, para hacerse reales. Al final del desastre, sólo los poetas son capaces de levantar todavía una estrella: ya entonces, mientras se estaba construyendo, su lucha era otra, más cercana a los antiguos sueños del hombre, que a los entusiasmos más recientes, en los que a menudo anida la locura. Su decepción no me tocaba, él no tenía derecho a hacerme dudar de mis certezas, no lo seguí escuchando. Felizmente, no me perdí ni el más mínimo gesto, cuando, para terminar la conversación, comenzó de nuevo a hablarme del mar. Después de esto, nunca más lo vi. Me queda este mensaje en clave, que, desde entonces, sigo interminablemente tratando de descifrar, lenguaje del mar en las auroras.






 
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