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Los Necios (II)

El cantautor, voz y conciencia de su tiempo

por Fidel Sepúlveda Llanos (1936-2006) el 03/04/2009 

La canción es una palabra con memoria, con nostalgia activa, efectiva, que rescata el tono, el timbre de la palabra en su origen como conjuro y ensalmo. De palabra siendo en melodía y ritmo, siendo en comunidad como fraseo que en conjunto con el otro, con lo otro y con Lo Otro se siento siendo.

La canción, como el arte, es un “en sí” pero “para el otro”. La canción es en esencia palabra oral. Palabra en el tiempo y en situación. Tiempo complejo este de la palabra oral de la canción. Es el tiempo de la contingencia donde la palabra dicha toca y “desencadena” infinitas constelaciones de armónicos. Por estos, la contingencia descubre sus vínculos con el tiempo histórico próximo y, a veces, con el remoto. Tan remoto que remonta al tiempo primordial, al tiempo mítico, al del origen.

 

Tiempo de la experiencia personal del cantor pero que rescata el tiempo recibido del “roce” con los otros, sus coetáneos. Pero los coetáneos nunca lo son porque en ellos viven los ancestros en infinita diversidad de intensidades, densidades, clarividencias, virtualidades.

 

De este modo cuando el cantautor confidencia su intimidad, esta intimidad es intimidad “contaminada” por las incontables intimidades de las amistades, enemistades, parentescos, sintonías, letanías de los otros. El cantautor trabaja con una palabra personal, de un yo en relación con los otros. Otros que están contaminados, sobre todo en nuestra realidad hispanoamericana, por la realidad del nosotros.

 

Ya no queda comunidad como antes pero queda el atavismo del oler y del oír común: de presentarse siendo comunidad en alguna zona.

 

Con esta palabra “marcada” por esta intuición de ser los otros, con los otros, es con la que hace sus canciones el cantautor.

 

El cantautor parte de la palabra entorno. La palabra entorno es sintonía de contemporaneidades, archivo o floración de simultaneidades. Nunca es solo palabra individual; siempre es colectiva. Acrecentada o adelgazada, pero colectiva. La palabra de la canción con valor poético recoge esta complejidad y densidad de la palabra comunitaria. Ella es un don producto de la experiencia y sapiencia -dolor y goce- de muchos, que vuelve a esos y otros muchos y ahí se diversifica y complejiza.

 

Tal vez la diferencia entre una buena canción y una mala canción radica en que el buen cantautor está en sintonía con su pueblo, con las vertientes vitales de lo que se alimenta su fe y su esperanza. Tal vez la clave del buen cantautor está en esta escucha de esta palabra vital. El secreto puede estar en hacer silencio para escuchar voces internas asistidas por el sentir-comprender de su pueblo y en el hacer silencio para escuchar las voces inaudibles para las que dice su sentir un pueblo acostumbrado a callar, como el es iberoamericano.

 

La responsabilidad primera del cantautor es oír bien. Solo así podrá decir bien y, después, cantar bien. Para ser poeta hay que tener buen oído.

 

Probablemente el cantautor tenga entre sus funciones la de reconstituir los tejidos de la comunidad. Recordarle las palabras de la tribu: operación de memoria. El cantor “desentierra” las palabras de la tribu. Las desentierra y las engasta, las pone en situación para que tengan presencia. Lo del pasado lo pone en presente. Más preciso, hace patente que esas palabras del pasado son también del presente. Pone la palabra en el tiempo. Pero hay tiempo caduco, tiempo chatarra y tiempo perdurable. Este último es el que acompaña al hombre en sus cambios y en su continuidad.

 

La palabra de la canción artística le patentiza y le vitaliza la identidad a la persona y a la comunidad.

 

Al ser palabra por la que respiran las raíces, la canción popular le rescata y le devuelve al pueblo su dimensión de unidad, de familia grande. Perfila la patria grande del mundo iberoparlante. Nos libera del estanco de Estados Nacionales títeres, con gestos espamódicos desencontrados con su esencia. Nos libera también del individualismo jibarizante y angustiado de la contemporaneidad. Nos restituye un sentir, un creer y esperar común. Nos devuelve el común y con él nos devuelve nuestra vocación comunitaria, tan gravitante en esta América morena. Pero junto a eso también nos devuelve nuestra asombrosa diversidad.

 

La palabra de la canción popular es una palabra que dice la experiencia humana sin mediatizaciones, dice la experiencia de la encarnación –encuentro del cuerpo y el alma en cada célula- del individuo y de la comunidad. El cantautor asume con todas sus consecuencias la aventura de la encarnación. Como tal es víctima gloriosa del mestizaje iberoamericano. Su canto asume las diversas temporalidades con que se entreteje la experiencia humana por estas tierras de América Hispana. Su canto recoge la sabiduría entrañada de aztecas, mayas, chibchas, quechuas, aymaras, mapuches, su manera diversa y una de entrar al río de historia y la manera sucesiva y simultánea de ser iberos, fenicios, godos y musulmanes de la principal vertiente europea de nuestro mestizaje.

 

Deliberada e inconcientemente su programa genético dicta el programa creador de la imagen poética. Este surge con las cadencias de las razas que se sienten al borde de la extinción genocida y con los ritmos de las comunidades que revelan en sus venas la rebelión ante un destino injusto, insensato. El cantautor es un artista de su tiempo. Lleva impresas en su cuerpo y en su alma las huellas digitales de su época, sus temores y esperanzas. Respira por su herida.

 

Pero no es un prisionero de su época. Es testimonio de lo que es sabiendo-sintiendo lo que podría y debería ser. Es conciencia ética que denuncia los males que afectan a su pueblo y anuncia lo que debería ser su itinerario liberador.

 

El cantautor es un ser de la frontera que transita la línea incierta de una cotidianeidad asediada por la dependencia material y espiritual. Desde la precariedad canta la esperanza de hallar los aliados que le permitan avanzar en el discernimiento de qué es ser humano, cuáles son los compromisos que esta condición comporta, cuáles las pruebas a superar para acceder a la condición de hombre libre, crítico, creador.

 

Este libro da cuenta de estos singulares especímenes de nuestra época, de sus trayectorias, de sus concesiones, de sus certezas e incertidumbres. El cantautor vive su vida entre una cultura oral sumergida y marginada y una cultura del texto por la que opera el tener, el poder y el valer hegemónico. Entre este centro y aquella periferia el cantautor busca hacerle espacio a su voz.

 

Su meta se concreta y consolida con el acceso a los medios masivos de comunicación. Estos tienen su ética y su estética propias. Se llaman medios de comunicación pero no mediacionan sino que mediatizan. Unidimensionan y unidireccionan el mensaje. Generan una emisión que condiciona a la recepción a ser a-crítica y a-creadora. Los medios masivos de comunicación niegan la comunicación y en esa medida trabajan para la masificación, para la clonación de la audiencia.

 

El destino del cantautor es ingresar a este circuito y superarlo, liberando al individuo de la atomización jibarizante para reintegrarlo a la experiencia solidaria de la comunidad. Devolverle su memoria de persona única, ilimitada y libre, de una parte, pero patentizándole la necesidad de vinculación con el otro. El canto del cantautor está llamado a despertar y desplegar la identidad plural del yo en la comunidad de yoes al interior de la persona y desde aquí instaurar o restaurar el diálogo del yo con el nosotros de la comunidad. Hay un destino heroico en todo real artista que deriva del destino liberador de todo arte auténtico. En este sentido el cantautor desencadena la humanidad de la inmersión masificadora del consumismo, de una parte, pero a la vez, libera al hombre de la tentación autodestructiva del individualismo.

 

En este ámbito, el cantautor se trasciende. En su creación el individuo trasciende el individualismo, recortante de horizontes, y se reivindica como sujeto y la persona trasciende el consumismo regresivo y le revela a la especie humana su voraz vocación de infinito.

 

El reencantamiento del mundo pasa, entre otras cosas, por poner en órbita un canto que nos haga sentir en los otros un nosotros, un canto de son entero que nos traiga sabor de humanidad, sabor de origen y de destino humano, que nos devuelva el sentido del sonido y el sonido del sentido, un canto que nos devuelva los sueños y en los sueños, éste: 

Un día llegará en que canten todos

Y su canto estremezca como un trueno

Cuando al juntar sus manos nuestros pueblos

Estalle entre los hombres el respeto.






 
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