Florentino y el Diablo (recitado)


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Esto pasó hace mucho tiempo,
cuando se hallaban copleros buenos, de verdad,
por ahí, por esos llanos venezolanos.

El coplero Florentino,
por el ancho terraplén,
camino del desamparo,
desanda golpe de seis.
Puntero en la soledad
que enluta llamas de ayer.
Macolla de tierra errante
le nace bajo el corcel.
Ojo ciego en lagunazos,
sin garza, junco ni grey,
dura cuenca encabronado
donde el casco da traspié.
Los escuálidos espinos
desnudan su amarillez,
las chicharras atolondran
el cenizo anochecer.
Parece que para al mundo
la palma, sin un vaivén.
El coplero solitario
vive su grave altivez
de ir caminando leviado,
como quien pisa vergel.
En el río de las ánimas
se para muerto de sed,
en las patas del castaño
ve lo claro del jagüey.
El cacho de beber, tira
en agua, lo oye caer;
cuando lo va levantando
se le salpican los pies,
pero del cuerno vacío
ni gota pudo beber.
Vuelve a tirarlo y salpica
el agua clara otra vez,
mas solo arena sus ojos
en el turbio fondo ven.

Soplo de quena el suspiro;
paso llano el palafrén,
mirada y rumbo el coplero
pone para su caney,
cuando con trote sombrío
oye un jinete tras él.
Negra se le ve la manta,
negro el caballo también;
bajo el negro pelo ’e guama
la cara no se le ve.
Pasa cantando una copla
sin la mirada volver:

«Amigo, por si se atreve,
por si se atreve,
y aguárdeme un tanto ahí,
que yo lo voy a buscar,
óigalo bien, para cantar con usté».

Mala sombra del espanto
cruza por el terraplén.
Vaqueros de lejanía
la acompañan en tropel;
la encobijan y la borran
fajas del anochecer.

Florentino, taciturno,
toma el banco de través.
Puntero en la soledad
que enluta llamas de ayer.

Parece que va soñando
con la sabana en la sien.
En un verso largo y hondo
se le estira el tono fiel:

«Sabana, sabana, tierra
que hace sudar y querer,
arada con tanto rumbo,
con agua y muerta de sed.
Una con mi alma en las olas,
una con Dios en la fe;
sobre tu pecho desnudo
yo me paro a responder.
Sepa el cantador sombrío
que yo cumplo con mi ley
y como canté con todos
tengo que cantar con él».

Noche de fiero chubasco
por la enlutada llanura,
y de encendidas chipolas
que el rancho del peón alumbran.
Adentro suena el capacho,
afuera bate la lluvia;
vena en corazón de cedro
el bordón mala ternura;
no lejos asoma el río
pecho de sabana sucia.
Más allá coros errantes,
ventarrón de negra furia,
y mientras teje el joropo
bandoleras amarguras,
el rayo a la palma sola
le tira señeras puntas.

Súbito, un hombre en la puerta:
indio de grave postura,
ojos negros, pelo negro,
frente de cálida arruga,
pelo de guama luciente
que con el candil relumbra.
Un golpe de viento guapo
le pone a volar la blusa,
y se le ve geme y medio
de puñal en la cintura.

Entra callado y se apuesta
para el lado de la música.
«Oiga, vale, ese es el Diablo»
–la voz por la sala cruza.
Mírenlo cómo llegó
con tanto barrial y lluvia,
planchada y seca la ropa,
sin cobija y sin montura.
Dicen que pasó temprano,
como quien viene de Nutrias,
con un oscuro bonguero
por el paso de las brujas.

Florentino está silbando sones
de añeja bravura
y su diestra echa a volar
ansias que pisa la zurda,
cuando el indio Pico de Oro
con su canto lo saluda.

Nos fuimos todos alrededor de los cantadores,
las maracas sonaban desesperadamente entre las manos del indio
que dejó correr los compases y empezó el contrapunteo:


Autor(es): Alberto Arvelo Torrealba

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