Una melodía
desgarbada
y un texto infecto:
así era efectivamente
el último tema
que, demasiado deprisa,
llevé al papel
para el CD
que estaba grabando
y me cojeaba.
Pero al mejor
programador
de una FM
le gustó la canción
y la convirtió en la estrella
de la parrilla.
Y, mira por dónde,
fue tan tenaz
que aquella porquería
se convirtió
muy pronto
en el más sonado
de mis pocos hits:
fue Austerlitz.
Con el producto
de aquel eructo
me decidí a
autoproducirme
asumiendo el riesgo
de hacer un gran disco,
y, a lo largo de un año,
encerrado bajo llave,
viví sumergido
en el corazón de un verso
hasta olvidarme
de comer y dormir.
Con excelentes
arreglos
y grandes solistas
llevé a las pistas
y a la palestra
una obra maestra
tan personal
y original
que no la quiso
comprar
casi nadie:
fue Waterloo.
¿Quién sacará de Santa Elena
a una pobre alma en pena
que ha hecho el camino más duro,
que ha recorrido el camino que lleva
de Austerlitz a Waterloo?
En el fondo de un bar
del puerto,
bebiendo Cointreau
en un rincón,
había un cuerpo
falto de esposo
de aquellos que los miras
y no te lo crees.
No dudé en movilizar
mis efectivos,
del “¿Cómo te llamas?”
al “Tienes el aura
propia de Tauro”,
y paso a paso
se fundió el hielo.
Mi encanto
la atrajo al apartamento
que tengo preparado
para el dulce combate,
y dormí con sus pechos
como cojín:
fue Austerlitz.
Pero por la mañana
mi mano halló el vacío
a mi lado en el lecho,
y en un momento
me di cuenta
de que mi Miró,
el ordenador
y un fajo de billetes
no los volvería a ver.
En pleno choc,
una hoja de bloc:
“Estúpido mío,
siento decirlo
pero en la cama no vales
ni un céntimo.
Sé que no te molestará
que mi consuelo
sea llevarme tu bazar.
Camino de casa,
si veo un asno
pensaré en ti.”
Fue Waterloo.
Harto ya
de ser perseguido
por los comandos
antitabaco,
me era una espina
la nicotina
y decidí luchar para
olvidar el humo,
ver la luz
y volver a ser
un hombre de bien.
Nadie sabrá
por lo que pasé...
Me alzaba y caía,
todos se reían.
Veía un estanco
y un golpe de sangre
me noqueaba.
Hasta el gran día
en que dejé de añorar
a los muy malditos.
Fue Austerlitz.
Cuando me vi
lejos de la neura,
celebré
el éxito del plan
con una fiesta
superlativa
e interactiva
donde tal vez
nos pasamos con la bebida.
Y, como premio,
yo que era abstemio
comencé
a frecuentar
demasiado el alcohol.
Con luna o sol,
ahora la botella
me hace de madre.
Me han echado de casa
a punta de espada
y no hay médico
que me salve el hígado.
Estoy maduro
para Waterloo.
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