Fue en París.
Bajo un cielo gris,
dos corazones se unían y, a su alrededor, la multitud
que indiferente
arrastraba el viento
hacia una meta tan importante como olvidada.
Con una mano,
la atrajo a él.
Ella, con los ojos cerrados, aceptó el beso,
y una breve salpicadura
nació en medio
no sé si de unos labios o de un lago,
mientras alguien, con un clic-clac,
congelaba el Tiempo y sus pisadas.
Soy el beso
que un tal Doisneau
cazó al vuelo tiempo ha.
Justo iniciado,
nunca acabado,
siempre me veréis en la cuna.
Los dos amantes
son gente de otro tiempo:
su amor se fue difuminando,
y un día
agonizó,
ya que todo se va, todo se rompe, todo cansa.
Pero su ayer
se palpa hoy,
cuando es el verbo amar quien abre el baile,
por mil razones,
por mil rincones,
en el libro bien editado,
en el viejo papel arrugado
o en la sala de exposiciones.
Latido de sangre
en blanco y negro,
dentro de mi tengo todos los colores de la vida.
No existe papel
que pueda ejercer
de continente de todo mi impulso.
Si te salto a los ojos,
tú que me acoges
te darás cuenta de que te voy a medida,
que en ti he hallado
la Eternidad,
de que en tu deseo, cuando alguien
se entrega a ti tiernamente,
vuelvo a nacer, como un niño maravillado.
Me han acusado
de falsedad,
dicen que el azar no juntó aquellos cuerpos,
que ella y él
siguieron un viejo
proceso de venta del alma a pedazos.
Pero me es igual:
yo soy real,
mucho más que algunos seres de carne y huesos.
Ya está todo dicho:
permaneceré húmedo
hasta en un futuro desolado,
cuando habréis olvidado
las melodías que nacen en el lecho,
cuando vuestros herederos mutantes
ya no se cojan de las manos
y a París lo engulla la noche.
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