Por sugerencia de Fernando González Lucini, director del proyecto titulado El canto emigrado de América Latina, he buscado por todos los rincones de mi casa una serie de cintas grabadas, que guardaba, como recuerdo melódico, de los treinta años que duró la apasionante aventura de la sala Toldería.
No eran cintas de colección, ni grabaciones realizadas con la intención de que sirvieran para la posteridad. Eran simplemente cintas que habíamos utilizado para ensayos, para ver cómo sonaba un nuevo equipo de sonido, por encargo de algún amigo, o para probar algún reproductor de casetes que nos habíamos comprado.
Nunca me habría imaginado que pudieran servir como testimonio posterior de toda una época. En aquellos tiempos, ni por asomo, podíamos pensar que algún día, gracias a las nuevas tecnologías, se pudieran masterizar y recuperar con tanta calidad unas grabaciones tan caseras.
Pero aquí está el milagro; son testimonios recuperados de lo que creíamos imposible, ¡y qué testimonios!
Guillermo Basterrechea cantando Te recuerdo Amanda, en 1974.
Luis Barros, trasgresor como el que más, que, sin necesidad de grandes palabras contestatarias, removía las tripas y las conciencias de quienes le escuchábamos.
Jorge Cardoso, que, con su guitarra, siempre supo convertir en clásica toda nuestra música.
Manuel Picón y Olga Manzano, en una de sus primeras canciones: El tambor de Gutiérrez; y Manuel, en solitario, que acudía a Toldería, cuando Olga estaba embarazada, para ofrecernos su repertorio con una sobriedad conmovedora.
El grupo Huerque Mapu –integrado por Heran Hebe Rossel, Ricardo Munich, Alejandro Rivera, Lucio Navarro y Tacún Lazarte–, con quien vivimos, en 1975, la emoción y la tensión de representar en directo y en Toldería –junto con Indio Juan– la cantata de Santa María de Iquique.
Omar Berruti, el más auténtico representante del folclore argentino en Madrid.
Rafael Amor, emocionándonos siempre con sus canciones que le brotaban del alma y de la vida.
Nicolás Caballero, considerado, hoy por hoy, como el mejor arpista vivo. ¡Cuánto pudimos disfrutar de su genialidad en los años setenta!
Claudina y Alberto Gambino, interpretando inolvidables versiones de grandes temas clásicos, como Ansiedad o Malena; e impresionándonos con sus adaptaciones al castellano de las canciones de Brassens.
Roberto Darvin, que nos dio a conocer a Pablo Milanés y su inmortal Yo pisaré las calles nuevamente.
Mónica Pelay, acercándonos, con su belleza integral, a las voces y a los sentimientos de Víctor Jara o de Patricio Mans, en canciones tan hermosas como Plegaria a un labrador o Arriba la cordillera.
Víctor Luque, con su guitarra jazzística y folclórica, ofreciéndonos con su estilo personal e inconfundible Las hojas muertas.
Silvia Pacheco, a la que llamábamos cariñosamente “garganta profunda”.
Alfonso Ortuño –autor del cartel de la sala Toldería–, cantándonos sus “chascarrillos” y sus coplas –¡tan especiales!– que tanto nos hicieron reír.
Y el grupo Toldería –integrado por Pedro Lozano, Teddy Tudela, Óscar Maldonado y por mí mismo–, interpretando temas como Coquibacoa –un canto en defensa de la naturaleza– o Nacimiento del hijo, compuesto por Rafael Amor y Mikis Teodorakis.
Todos los que están aquí –y todos los que faltan, por no haber encontrado grabaciones de aquella época–, son el testimonio vivo de un tiempo creativo, emocionante y esperanzador, que guardaba en mi memoria y que por fortuna puedo compartir ahora con todos vosotros.
Seguiré buscando y, si consigo más joyas como éstas, haremos lo imposible para que puedan escucharse.
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