Los antiguos faraones egipcios creían que aquello que no tenía nombre no podía perdurar en el tiempo. Quizás se equivocaban.
Todos tenemos nuestros vicios ocultos. Uno de los míos, que a pesar de ser de los más confesables siempre guardo bajo una cierta discreción por pudor y por sentido común, es tocar el charango.
Puede parecer extraño pero este pequeño instrumento no es del todo desconocido por estas latitudes. Ya en los sesenta un grupo mallorquín llamado "Los Valldemosa" y otro de pop llamado "Los Diablos" lo habían usado. Más tarde, en los setenta, algunos trovadores lo utilizaron de una manera más o menos estable en sus formaciones: Maria del Mar Bonet de la mano del chileno Lautaro Rosas y Ovidi Montllor de la mano del argentino Carlos Boldori. Incluso Lluís Llach lo incorporó de forma esporádica en alguno de sus discos.
El charango llegó a mi vida por donde llegaron tantas cosas — cosas que luego se fueron por el mismo lugar—: el Quilapayún. Yo, de mayor, quería ser Quilapayún. Luego, la vida —sabia por vieja, por diabla y por cabrona— me hizo ver que lo mejor es ser uno mismo y que no es oro todo lo que reluce. Pero estoy marchando del tema.
En aquellos tiempos jurásicos donde no existía ni Internet ni la globalización —ni para lo bueno, ni para lo malo— la única forma de aprender a tocar charango era la observación, la imitación y algún que otro método del maestro Ernesto Cavour que llegaba a estas latitudes no se sabe muy bien de qué manera. Asistía a cuanto concierto me era posible y tomaba nota mental de las posiciones y de las técnicas que luego repetía machaconamente en mi casa, no siempre ni con buena fortuna ni con el plácet de mis vecinos.
Fue en el 1977 que apareció por Barcelona una efímera banda formada por estudiantes que se presentó como "Agrupación Boliviana Inti" y que llegaron a grabar un LP con el nombre "Inti de Bolivia". Fue un curioso concierto donde un Joan Isaac de pelo largo ejerció de anfitrión y protagonizó la primera parte dejando en la segunda todo el protagonismo a la banda andina.
Ahí escuché por primera vez un bailecito que tras repetirlo una y mil veces, me ha acompañado toda la vida porque es un tema que reúne todos los ingredientes necesarios para un estudiante sin talento como yo: es relativamente sencillo pero impresionaba a las niñas que luego —como siempre ha dicho Serrat— se dejaban tocar el culo que era lo único que pretendíamos.
Jamás supe como se llamaba esa pieza, contradiciendo a los viejos faraones que creían que lo que no tenía nombre acaba desapareciendo. Quizás porque siempre me ha acompañado, no necesitaba saberlo. Era simplemente "el bailecito" y eso me bastaba.
Todavía lo toco. Ahora ya no me dedico a tocarle el culo a las niñas, pero me resulta perfecto para calentar las manos —ahora que no puedo dedicarle tanta fidelidad— puesto que obliga a la izquierda a ser muy precisa y a la derecha a voletear como un colibrí.
No hace mucho, nuestro amigo y hermano Hannes Salo me pasó una de sus innumerables perlas que no por abundantes dejan de ser menos preciosas. Se trataba de un LP de 1966 de "Los Jairas", este mítico grupo boliviano formado por Edgar "Yayo" Jofré, Ernesto Cavour, Gilbert Favre "El Gringo" y Julio Godoy. Y en ese disco ¡ah, hermanos! apareció mi innominado bailecito.
Pues parece ser que se llama "Huayno de Yupanqui" —curioso nombre para un bailecito— y ya hace más de cuarenta años el maestro Cavour lo ejecutaba mejor de lo que yo lo haré en mi vida.
Mi canción, mi compañera, ahora que ya tiene nombre y después de haberme acompañado tanto tiempo, me ha recordado que la vida, a pesar de todo y todavía, es un constante aprendizaje.
Y que no hemos perdido la capacidad de sorpresa que, al fin y al cabo, es la sensación de seguir con vida.
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