Con la muerte de Labordeta se pierde una de las voces esenciales de la canción de autor española, la nacida en los albores de la democracia. Juan Puchades recuerda en este texto de urgencia a Labordeta, el ciudadano José Antonio Labordeta.
Por Juan Puchades para Efe Eme

“Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad”.
“Canto a libertad”
De tanto en tanto, nuestro común amigo Joaquín Carbonell, siempre discreto y respondiendo sólo a mis preguntas, me contaba por mail como iba la cosa. Y la cosa no iba bien. Aunque él, Carbo, era optimista. Hace unas semanas dejé de preguntar, los homenajes y las distinciones contra el reloj eran suficiente respuesta. José Antonio Labordeta parecía estar irremediablemente mal. Anoche, de madrugada, llegaba la noticia. No por esperada, menos desoladora.
Labordeta era un hombre relativamente joven —75 años, que hoy no son nada— y absolutamente lúcido. Una de las mentes más preclaras que hemos tenido la oportunidad de disfrutar en este país en los últimos tiempos. Tiempos de mierda, cabría añadir. Tiempos en los que la ciudadanía permite que nuestros gobiernos —manejados por los espurios traje-corbata— recorten gastos en investigación –en la lucha contra el cáncer, por ejemplo y sin ir muy lejos, que tantas vidas cercena–, mientras salen al rescate de la banca como si tal cosa, como si fuera lo más natural. Mientras, dejan que la hambruna y la pobreza aniquilen vidas y esperanzas. Como si tal cosa, sí. Labordeta, el hombre pegado a una boina, era de los que alzaban la voz, de los que no callaban, y entendió que el Congreso era el lugar donde debía hablar y defender los intereses de su tierra; así que hacía allí que se fue, cambiando de vida, una vez más. Su “a la mierda”, en medio de una réplica al vergonzante Álvarez Cascos —¡que ahora quiere regresar a la política!—, fue algo inédito. Un a la mierda que sonaba a gloria celestial, que podía ser coreado cual gol de tu equipo favorito. Por fin alguien los enviaba, a la cara, al sitio de donde nunca tendrían que haber salido, la misma mierda que inunda sus sumideros cerebrales.
Y los mandaba a la mierda una persona tan culta e ilustrada como absolutamente cercana. Un ciudadano con los pies en el suelo, próximo a la gente, a eso que se conoce como el pueblo; nosotros mismos. Un hombre, intelectual y humanamente inquieto, que antes de llegar a la política se reinventó varias veces: profesor de bachillerato, escritor, cantautor e incluso presentador de televisión en aquella serie documental, dignísima y sumamente entretenida, sobre la España menos fotográfica y que lo convirtió en una persona popularísima, destapándolo como un comunicador distinto, original, alguien absolutamente encantador y, de nuevo, próximo. Pero “Un país en la mochila”, y los pocos libros suyos que he leído, siempre me ha parecido que conformaban un todo con la obra del cantautor José Antonio Labordeta. Toda su creación está engarzada por el aliento del que ama los paisajes y las gentes de su tierra, aspira a un mundo mejor, cree en las personas, en la solidaridad, en la libertad, en el respeto, en el amor… Conceptos que hoy parecen olvidados y que se antojan ideario de una izquierda trasnochada. La izquierda en la que él creía, tan alejada de la que representa el noqueado y posibilista Zapatero –¿si permanecía despierto en sus últimas horas, qué pensó Labordeta del alineamiento de éste junto a Sarkozy en las expulsiones a los gitanos, de nuevo perseguidos, como durante el nazismo?–, una izquierda que, probablemente, se ha extinguido para siempre. Y con él, con Labordeta, se va uno de sus últimos representantes.
Su obra musical –recogida el grueso de ella, convenientemente remasterizada, en el estuche Cantar y no callar (Fonomusic/DRO, 2004)– deberá ser analizada en el futuro, con calma y sin la proximidad del dolor de su muerte —¿te atreves, Carbo, tú que la conoces como pocos?—, y estudiar su evolución musical y poética, siempre con Aragón presente, testimonio de un tiempo y de un país. Reflejo del pensamiento de un creador que fue, esencialmente, un ciudadano ejemplar.
Hasta siempre, José Antonio. Hasta siempre, “abuelo”.
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