![]() Joan Isaac
© Juan Miguel Morales
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Noche de frío paramuno, en Quito. De esos que nos hacen caminar apesadumbrados, como pidiendo perdón por haber nacido. Y el aguacero torrencial, como anunciando el fin del mundo.
Y adentro, en el Auditorio de las Cámaras, la voz cálida de Joan Isaac, con su especial acento, acompañado de la guitarra serena y cómplice de Josep Traver. Éramos un público no catalán parlante, en su mayoría. Pero la común memoria genética de las lenguas, y la traducción previa de cada canción, nos llevaron por un mundo en el que ni el frío ni la lluvia tuvieron cabida en la memoria. Se había justificado abandonar el calor de la chimenea hogareña, cruzar la ciudad, y llegar tiritando, como náufragos, para darnos el gran gusto y reconciliarnos con la música y con la vida. Y para verle de frente, también, la cara al dolor. Porque las canciones de Joan Isaac no se pueden escuchar impunemente. Y si no, que lo diga quien haya sido testigo de La Tieta, en un homenaje a Serrat, o cuando nos contó de Margalida, o Manfred. En la penumbra del teatro, más de “una furtiva lágrima”. Mía también, claro.
Afuera, amainaba el aguacero. Adentro, una burbuja reverencial y cálida, agradecida, al escuchar cómo se desgranaban notas, emociones y palabras. Y siempre el aplauso fervoroso después de cada canción.
Un regalo para el espíritu. Un regalo para este Quito de paisajes imposibles. Para la bella música, tan huérfana, tantas veces. Un homenaje a la inteligencia, al arte hecho canción. A la canción que hechiza y que no nos abandona, y que seguimos tarareando por horas y por días. Un regalo llamado Joan Isaac, con su poesía y su voz sobre el pentagrama. Un regalo. Gracias, por siempre. Y que se repita. Porque, con Joan Isaac, no es cierto lo que dijo El Quijote.
Con su canción, segundas partes, siempre serán buenas.
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