Reflexiones de un joven musicólogo después del recital de los Quilapayún en Barcelona.
![]() Quilapayún-Carrasco en el Palau de la Música Catalana
© Xavier Pintanel
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El pasado 1 de febrero actuó el grupo chileno Quilapayún-Carrasco en Barcelona dentro del marco del Festival Barnasants, para hacer un concierto tributo a Víctor Jara. Fue un éxito de público, donde los asistentes salieron entusiasmados del Palau de la Música Catalana.
Pero más que un concierto, aquello fue la expresión de una colectividad. Más allá de los patrones románticos de un concierto, donde la liturgia exige un silencio pulcro y respetuoso cuando suena la música, en el Palau de la Música Catalana asistí a una acto festivo donde los asistentes arrancaban aplausos en medio de las canciones, se oían gritos de “¡Viva Chile!” interrumpiendo las presentaciones de los Quilapayún, se escuchaban sonoros suspiros cuando sonaban los primeros versos de Te recuerdo Amanda…
De nuevo había viajado con la máquina del tiempo a los años sesenta-setenta del pasado siglo…
Dos años atrás, en otro escenario pero dentro del Festival Barnasants, descubrí por primera vez los Quilapayún. Los que sonaban en los vinilos de mi madre, aquellos que recordaba mi padre. En su compañía fui a ver la célebre Cantata Santa María de Iquique, y en su compañía me dejé ir por la catarsis colectiva que me procuró un viaje en el tiempo. En aquellos años donde la libertad y la justicia eran perseguidas, y la canción y el clamor popular se erigían como sus más fieles defensores. Una realidad que yo sólo conocía por los libros de historia y las explicaciones de mis profesores de la facultad. Salí del auditorio satisfecho de haber sentido aquello que mis padres vivieron a mi edad.
Y de nuevo venían los Quilapayún.
Esta vez fui a su recital con mi pareja y mis abuelos. Estos últimos, conocedores de diversas realidades latinoamericanas gracias a diversos viajes y a la correspondencia postal de mi abuelo con gente de Argentina, Cuba, Uruguay…y Chile; aunque este en menor mesura, como me explicaban de camino a Barcelona: hablamos de sus vivencias en Latinoamérica pero también de los charangos y las quenas, de la música y la canción de autor en general, etc. Los cuatro salimos contentos del Palau: pero otra conversación ocupó nuestro viaje de vuelta a casa.
Nos preguntamos: “¿Hemos ido a un concierto?”
No. Habíamos asistido a un acto donde la música y la palabra eran el vehículo que transportaba a una colectividad devota a unos años concretos, a unos escenarios concretos. Donde los gritos a favor de la libertad salían espontáneos y motivados por una necesidad de lucha contra una represión política, que se saldaba con muertes y desaparecidos.
Habíamos asistido a un acto fosilizado.
Fosilizado pero exitoso. Quilapayún reunió de nuevo a un devoto público que llenó el Palau de la Música Catalana. Un colectivo que ahora seguramente no tiene la necesidad vital de luchar por una libertad ya ganada. Pero que tiene otras necesidades: de recordar y no olvidar, de homenajear… Y de mostrar a las generaciones que hemos nacido libres la sonora lucha de nuestros padres.
De hacerlo a través del viaje al país donde “El-pueblo-unido-jamás-será-vencido”.
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