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LA REVOLUCIÓN Y LAS ESTRELLAS

SIGUE LA COSA

por Eduardo Carrasco 

Pero todavía nos faltaba algo: no sabíamos casi nada de música. Tocábamos la guitarra, como la mayoría de los jóvenes en esa época, sin saber siquiera donde se escribía el do o el re en la pauta musical; para uniformarnos un poco seguíamos las instrucciones de algunos libros de enseñanza de la guitarra folklórica, los cuales muy poco podían servirnos en nuestra empresa. Nuestro repertorio individual, en su mayor parte formado de sambas argentinas y de tonaditas chilenas, se resistía a sociabilizarse: nuestros esfuerzos por introducir armonías o hacer pequeños arreglos no obtenían ningún resultado significativo. A lo más, llegábamos a reproducir en dúo las canciones de Los Beatles, cosa que iba al encuentro de nuestros ambiciosos proyectos de autenticidad cultural. Ninguno de nosotros tocaba verdaderamente un instrumento, y al final, lo único que éramos capaces de hacer, era acompañar con algunos acordes lo que uno u otro se atrevía a cantar... eso, cuando el cantante se sabía la letra hasta el final. A pesar de estas dificultades, tratamos de reproducir algunas canciones de discos, siguiendo atentamente las distintas voces de los arreglos y aprendiéndonos las melodías de memoria. Pero esto tampoco nos satisfacía: ninguna de estas canciones se ajustaba a nuestra tan discutida línea, que era hasta entonces nuestro único hallazgo y, en segundo lugar, porque resultaba terriblemente difícil separar con el oído, lo que con tanto trabajo habían juntado los grupos que tratábamos de imitar. Por esta razón, decidimos rápidamente buscar ayuda, y como en estas cosas no nos gustaban las medias tintas, lo primero que se nos ocurrió fue ir a hablar con Ángel Parra. Ahí mismo, en nuestra sala de ensayos, y sin que él mismo lo supiera, porque no nos conocía, Ángel fue nombrado, por aclamación unánime, primer director artístico del famosísimo conjunto Quilapayún, grupo actualmente en vías de formación, pero del que ya se conocerían todas sus increíbles proezas musicales.

Como para informarle de tan honroso nombramiento era indispensable primero conocerlo, decidimos nombrar a Numhauser para que fuera a verlo. Cómo lo conoció y las argumentaciones que le dio para convencerlo de que trabajar con nosotros era la mejor de las inversiones, son cosas que yo no he sabido nunca. El hecho es que al cabo de algunos días estábamos todos instalados en el salón de la casa de Ángel comenzando a montar "El Pueblo", una canción suya, que fue nuestra primera prueba:

"Al pueblo sólo le falta
la tierra pa' trabajar
El pueblo la está sembrando
y él tiene que cosechar..."

... y con esto nos echamos a andar. No sé si fue allí mismo, o poco tiempo antes o después, que decidimos la distribución de los instrumentos que íbamos a utilizar; la cosa es que de improviso nos encontramos, uno soplando una rebelde flauta indígena, de esas del inagotable repertorio de la casa de Numhauser, la cual se negaba mañosamente a emitir sonido alguno, otro con los dedos enredados en las cuerdas -que parecían infinitas- de un charango altiplánico, y otro, cumpliendo por fin su sueño, pegándole golpetazos a un gigantesco bombo legüero, que estremecía las paredes de la casa, pero del que no salieron verdaderos ritmos musicales hasta mucho tiempo después. Aunque no me crean, tengo que decirles que la repartición de los instrumentos se hizo con absoluta arbitrariedad. Antes de verse con uno en la mano, nadie sabía tocar ni el propio, ni el del compañero.

Nuestro trabajo con Ángel fue muy breve: recuerdo que montamos y revisamos algunas canciones, pero sin llegar nunca a tomar la cosa como una tarea disciplinada. Él mismo tenía problemas para ensayar con nosotros, debido a sus múltiples ocupaciones, y seguramente este grupo de tipos no muy bien dotados que lo venían a molestar cada semana, y que entonces no mostraban progresos muy notorios, no llegó nunca a interesarle verdaderamente. El asunto es que al cabo de algún tiempo volvimos a encontrarnos los de siempre en nuestra recargada sala de ensayos, discutiendo acerca de si la voz que éste o este otro estaba cantando era la que le habíamos asignado, o si se trataba simplemente de desafinación.

El trabajo con Ángel fue breve e inorgánico, pero al menos nos dejó algunas enseñanzas: habíamos experimentado el montaje colectivo de algunas canciones, sabíamos por fin donde poner los dedos para tocar la quena o el charango, y habíamos sido escuchados por alguien exterior al grupo, sin producirle demasiado malestar con nuestro desentono. Nuestro proyecto parecía cada día menos una locura. En definitiva, no sabría decir si él nos tomó o no en serio, pero a nosotros este corto período nos convenció de que, con un poco más de trabajo, seríamos capaces de salir adelante sin destrozarle los oídos a nadie.

Nuestro conjunto parecía haber adquirido por fin una fisonomía más estable. La presencia de Castillo, con su infaltable boina negra y su experiencia como guitarrista, nos permitió formar un cuarteto con un sonido muy diferente al de los grupos que se escuchaban por todos lados. Castillo llegaba a los ensayos arrastrando los pies y con la cara tan pálida, que daba la impresión de que acababa de cumplir una caminata de kilómetros. Desde que tomaba la guitarra, recuperaba sus colores y se animaba de nuevo. Como Quilapayún quiere decir "tres barbas", y no cuatro, él fue dispensado de usarla. Con esta formación trabajamos duro algunas semanas, y con bastante esfuerzo, logramos hacernos de un escuálido repertorio original, el cual fue desplazando en nuestras reuniones a los celebrados números cómicos que a fuerza de repetirse nos fueron aburriendo. De la juerga del principio fue quedando el buen humor, y los propios resultados obtenidos, aunque fueran mínimos, nos fueron entusiasmando para seguir adelante. Pero como nuestros proyectos artísticos eran bastante alejados de lo que gustaba en esa época en los medios tradicionales de difusión, el único público de nuestras creaciones fueron durante algún tiempo nuestros familiares y amigos más próximos, los cuales no veían en todo esto otra cosa que una sana manera de divertirnos divirtiéndolos. El próximo paso tenía que ser salir de este auditorio familiar y probar nuestro sonido en el público anónimo. Esto es lo que comenzó a ocurrir poco después, en ciertos lugares de esparcimiento estudiantil que tenían el nombre común de "peñas" y de las que tendremos que hablar ahora.

A fines de 1965, en los medios universitarios comenzaron a funcionar en Chile varias de estas "peñas". Estos lugares, que pretendían rehabilitar a su manera la experiencia de los Parra en la casa de la calle Carmen, eran iniciativas sostenidas por los centros de estudiantes, y se habían transformado en centros de diversión para los universitarios interesados en el folklore. Las más importantes eran, la Peña de la Universidad Técnica del Estado en Santiago y la Peña de la Universidad de Chile, en Valparaíso. Fue en esta última donde nosotros cantamos por primera vez.

La Peña de Valparaíso estaba ubicada en una de las calles céntricas del puerto, la calle Blanco. Allí, en un subterráneo, bajo un restaurante, tenían lugar estas fiestas folklóricas de los viernes, sábados y domingos. El lugar, al que se accedía por una escalera vertical, era bastante amplio, y recordaba las antiguas tabernas de bucaneros con sus arcos de piedra y la rusticidad de su desmañada decoración. Sillas y mesas, ubicadas en torno a un montón de troncos, los cuales, a pesar de su desordenada disposición, indicaban medianamente bien el espacio que servía de escenario: un lugar con piso de baldosas, un poco mejor iluminado que el resto, y que cambiaba de tamaño según las necesidades del espectáculo, alejando más o menos las mesas hacia los extremos. Como el sitio era amplio, algunos grupos de baile folklórico podían actuar sin problemas. Estos eran una de las grandes atracciones de esta peña. Detrás de los troncos y como sello porteño, colgaba una hermosa red de pescador. Por lo general, durante las funciones, el único tipo de iluminación que allí había, eran las velas distribuidas sobre las mesas, y aunque es común la idea de que el fuego de las velas tiene la virtud mágica de disolver el humo, una verdadera neblina inundaba el local, dándole al ambiente una connotación de vaguedad y de sueño. El público, como a menudo ocurre en los lugares públicos de Valparaíso, era curiosamente heterogéneo, aunque los estudiantes formaran mayoría. Todos escuchaban atentamente a los cantores con un buen vaso de vino en una mano, y una empanada en la otra.

El ambiente que reinaba en esta peña de marineros, pescadores, noctámbulos de diversas profesiones, y universitarios amantes del folklore, era especialmente acogedor. Desde que uno entraba, olvidaba inmediatamente el hecho -que podría haber sido inquietante- de estar en una verdadera ratonera, sin otra salida que la escalera del rincón, empinada hacia la noche y por la cual descendían los olores y los ruidos del restaurante de arriba. Había allí algo de muy popular y espontáneo, todos los artistas que formaban parte de la troupe habitual eran conocidos del público y recibidos con gran afecto cuando se instalaban en el pequeño escenario y comenzaban a cantar. Los dos más conocidos eran, el Gitano Rodríguez, y el Payo Grondona. El primero cantaba algunas canciones, entonces desconocidas, de Violeta, y otras de su propia composición, entre las cuales, la preferida de todos era el valsecito "Valparaíso", que después se transformaría en un verdadero símbolo musical del puerto; el segundo ya se había lanzado en sus malrimadas canciones urbanas, que hacían reír a todo el mundo. Pero todo tenía lugar en esa peña, había payadores y cantores populares que venían de los campos vecinos a la ciudad, los cuales a veces se apoderaban de la escena y comenzaban famosos duelos de ingenio y buen humor, comentados después durante varias semanas. El público amaba especialmente estos chispazos de estos versificadores infatigables, y no era raro que estos enfrentamientos poéticos terminaran en la euforia general, después de varias salidas celebradas con infaltables "¡salud!". Pero como todo es perecedero, por obra del vino y de la repetición, las competencias perdían fuerza, y los poetas de nuevo eran reemplazados por los cantantes o por los grupos de baile, los cuales, al cabo de algunas ejecuciones, volvían a encender el entusiasmo de la sala.

A nosotros nos gustaba mucho este ambiente, y cada vez que podíamos, nos arrancábamos a Valparaíso para asistir a estas fiestas. Un día, terminado uno de nuestros bullados ensayos, partimos al puerto premunidos de nuestros instrumentos. Íbamos decididos a dar el gran salto y, aunque no conocíamos a ninguno de los organizadores, estábamos convencidos de que nuestro canto, si en algún lugar podía comenzar a vivir, era en esa cálida covacha de poetas y nostálgicos.

Llegamos al lugar bastante tarde, y como era habitual, ocupamos una mesita muy alejada del escenario. Estábamos terriblemente nerviosos y hasta Numhauser, que por lo general era el más decidido, se mantenía indeciso. Durante todo el transcurso de la función estuvimos discutiendo en voz baja acerca de la conveniencia o no de realizar lo que desde lejos habíamos decidido con tanta facilidad. ¿Y si los organizadores no se interesaban en presentarnos? ¿Estábamos verdaderamente preparados para efectuar una actuación en público? Teníamos sólo tres canciones montadas... ¿Y si nos pedían otra?...

Nuestro cuchicheo llegó a molestar a los espectadores de las mesas vecinas, que no se explicaban qué diablos estaban tramando estos barbudos de sospechosa apariencia. Al final se alargó tanto la discusión que terminó la peña y seguíamos sin ponemos de acuerdo. Ya era muy tarde y más encima llovía, cuando decidimos volvernos a Santiago. Con la cola entre las piernas, sumidos en la tristeza y el desencanto, nos enfundamos en nuestros abrigos y partimos, Todo se alejaba, todo se diluía, todo se postergaba... Fuera de Ángel, que no nos había dado la impresión de estar muy convencido, nadie nos había escuchado. Atravesar esa enorme muralla que existe entre ser público y ser participante, entre observar y estar arriba del escenario, era más difícil de lo que nos habíamos imaginado: había que ganar mayor seguridad, seguir trabajando, seguir esforzándonos, hasta convencernos de que lograríamos cruzar el pavoroso límite.

Con todo, a la semana siguiente, volvimos. De una buena vez, y como si nos hubieran dado cuerda, nos dirigimos de inmediato a los organizadores, y uno de ellos, un tipo afable y abierto a la experiencia, nos aseguró que no había ningún problema, que podíamos probar nuestras canciones, y que si estábamos de acuerdo, podíamos cantar después de... Muertos de miedo, volvimos a sentamos en nuestra discreta mesa, hasta que atónitos escuchamos por primera vez la extrañísima y desconcertante frase: "... y ahora con ustedes: el conjunto Quilapayún".

Dándonos ánimo unos a otros en voz baja, con una extraña mezcla de sentimientos y sensaciones contradictorias, de desnudez, de vergüenza, de alegría y de estupor, buscando como podíamos un escondrijo entre los troncos del escenario; encogidos como caracoles y mirando fijamente el suelo, comenzamos a tocar. ¿Cómo en ese estado logramos ponernos de acuerdo para comenzar todos al mismo tiempo? ¿De dónde sacamos valor para llegar hasta el final, venciendo esa espantosa sensación de ridículo? ¿Qué hicimos exactamente durante esos tres minutos? No lo sé, no podría saberlo. Lo único que puedo recordar, es que esa canción fue muchísimo más larga que todas las cantatas y conciertos que vinieron después. A tientas y seguramente tropezando, aunque sin caídas estrepitosas, doblamos el recodo y nuestra vida y nuestra mirada pasaron a existir del otro lado del espejo, de este lado en que seguimos ahora y del que ya no se puede retornar.

Nuestro éxito fue inmediato. Este público del puerto de Valparaíso, que más adelante nos apoyaría con múltiples muestras de cariño, y ante el cual nos tocó vivir algunas de nuestras más bellas experiencias en el escenario, ese día nos dio algo mucho más valioso que un simple aplauso: por primera vez experimentamos esa especie de embriaguez en la cual se consuma lo que un artista de la escena busca crear, la confirmación de que lo que uno está haciendo, merece continuar, de que nuestro sueño puede también ocupar un lugar en el sueño de los otros. Por eso sería completamente inútil tratar de resumir aquí este cúmulo de sensaciones y de alegrías sentidas después de esta primera e inocente actuación. Ahora sí que volvimos a Santiago con lo que habíamos ido a buscar al puerto, con una puerta abierta hacia el futuro, con la feliz impresión de que un recién nacido viajaba con nosotros: el Quilapayún.

Por supuesto, en la semana siguiente y en la subsiguiente, volvimos a viajar a Valparaíso, y de ese modo, a partir de ese momento, comenzamos a ser nosotros también una de las atracciones estables de la peña de los sábados. Durante mucho tiempo, estas visitas de fin de semana fueron la única forma que tuvimos de dar a conocer nuestro trabajo, que con la expectativa de estas actuaciones, se fue haciendo más serio y riguroso. Algunas semanas después, supimos de la existencia de otra peña universitaria, la de la Universidad Técnica del Estado, y también concurrimos a ella a probar nuestras canciones. Esta era mucho más estudiantil que la de Valparaíso, y entre sus promotores principales, el más entusiasta era Horacio Durán, (fundador del Inti-Illimani) que vendía empanadas y que en ese entonces ni siquiera soñaba con hacer música. También estaba allí nuestro Willy Oddó, que cantaba sambas aguardentosas, tan pegadas a su piel, que a pesar del tiempo pasado, todavía hoy día siguen formando parte de su repertorio íntimo.

El lugar físico donde tenía lugar esta peña también era un subterráneo, aunque mucho más inhóspito que el del puerto. Era un lugar frío y oscuro, al que se llegaba atravesando los patios vacíos de la Escuela de Artes, vieja casona de fines de siglo. En la noche, estos recintos escolares, con sus salas abandonadas y sus pasillos solitarios, tenían algo de desamparado, como si nunca nadie más fuera a habitarlos, edificios entregados ya al olvido. Después de bajar esas desiertas escalas, para llegar por fin a la amplia sala donde tenía lugar la función, uno se sentía aliviado. En el centro, la infaltable base de madera que servía de escenario, sobre la cual se instalaba el infaltable tronco de árbol con la no menos infaltable rueda de carreta. Para qué insistir en la red de pescador del fondo o en las sillas de paja para los cantantes. Como en todas las demás peñas del país, aquí no faltaba ni la luz de las velas, ni el vino, ni las empanadas. Se hubiera dicho que la nueva canción había traído consigo una decoración indispensable, sin la cual era imposible concebir el espectáculo. El anfitrión era el propio presidente del centro de alumnos, quien era el encargado de poner la nota política. De vez en cuando, entre bailes y canciones, de pronto se alternaba un discurso o una arenga llamando a los estudiantes a la concentración próxima o a la solidaridad con tal o cual urgente causa. En ese lugar, con nuestras canciones que ya hablaban del pueblo y de sus luchas, nosotros éramos los artistas mejor recibidos.

Allí cantaban, el ya nombrado Willy; Sapiain, que imitaba desastrosamente a Ángel Parra, y el cual, para tranquilidad de todos los amantes de la música, terminó dedicándose al cine; el dúo de los hermanos Yáñez, que cantaban un repertorio argentino con bastante fuerza; el dúo de Hernán Gómez y de su novia Marcia, que era uno de los números más solicitados; y un argentino, que cantaba bagualas, acompañándose con un bombo, y del cual no se ha sabido nada desde entonces. Una de las estrellas de la peña, artista muy querido por todo el público, era el viejito Ismael Villouta, que recitaba poemas de autores chilenos, y cuya versión de la Cueca Larga de Nicanor Parra era siempre el número más aplaudido de la noche. Era impresionante escuchar a este viejito enfermo, que apenas podía caminar, y que religiosamente llegaba allí todos los sábados con una bolsa de papel enrollada debajo del brazo (nunca pudimos saber lo que ésta contenía) acompañado de su mujer, viejita como él. El recitador se sentaba con ella en un rinconcito, esperando su turno, como si se tratara de un ritual que religiosamente tenía que cumplir hasta que sus fuerzas se extinguieran definitivamente. Cuando le tocaba recitar, todo el público guardaba de improviso un respetuoso silencio, y él, sacando fuerzas quién sabe de dónde, se levantaba de su silla trabajosamente y comenzaba a declamar. Su voz, al principio cascada y apenas audible, se iba elevando a medida que los espectadores iban cayendo en el embrujo de la palabra. De pronto, sin saber cómo, la apariencia de sordidez y miseria que el viejito parecía llevar pegada a la piel, se borraba completamente, y aparecía entonces otro viejo, un venerable profeta, especie de Víctor Hugo, de melena imponente, que con la mirada iluminada y la voz estruendosa, derramaba sobre nosotros las imágenes de la fantasía de Neruda o de Parra, sus poetas preferidos. Toda la peña vibraba de emoción ante este extraño manantial de poesía que surgía de su boca enferma. Este curioso viejito poseía una antigua magia y quería seguir siendo artista hasta el final, gracias al poder sin igual de las palabras. Seguramente había recitado toda su vida, pero solamente allí, en esas reuniones de jóvenes, había encontrado por fin los oídos atentos y abiertos a recibir sus presentes. Cuando terminaba; espontáneamente estallaba el aplauso y el público enfervorizado, que no quería que esto quedara en una mera lectura de poemas, conseguía que Villouta coronara la ceremonia con lo que todos sabían iba a ser el clímax de su intervención, el "Viva Chile Mierda", de Fernando Alegría. Y después de esto, todos comprendíamos que la cosa no podía ir más lejos, y el impetuoso recitador volvía a ser de nuevo un viejito enfermo y miserable, sentado en un oscuro rincón, cuchicheando y refunfuñando con su vieja, y tratando de apagar la tristeza -este pequeño triunfo había llegado demasiado tarde para él- con un vaso de vino.

Los Inti-Illimani no existían, pero poco después aparecieron. Se llamaban Conjunto Folklórico de la Escuela de Técnicos Industriales. Cuando los vimos por primera vez en la escena todos pensamos que se trataba de una broma: eran una multitud que apenas cabía en el escenario. Repartidos de cualquier manera entre los troncos de la decoración, en un extremo se veía a Horacio Durán, quien acababa de abandonar las empanadas para tomar el charango, y en el otro, a un niñito que parecía no tener nada que ver con este ambiente nocturno, Horacio Salinas. Entre ambos, una multitud que parecía haber salido a cantar con lo primero que encontraron a mano, cada cual con un instrumento diferente. Cantaban "ojos azules no llorés, no llorés ni te enamorés", todos juntos y a una sola voz. Cuando terminaron de cantar, todos quedamos atónitos. En ese instante, nadie podría haber imaginado que de ese coro heteróclito y desordenado iba a nacer algunos meses más tarde uno de los grupos musicales más importantes de América Latina.

Nos gustaba el ambiente cariñoso y sincero de esta peña. Allí tuvimos nuestros primeros éxitos verdaderos, y allí también comprendimos que nuestras ideas correspondían a un espíritu generalizado en casi todas las Universidades chilenas. Nuestras canciones comenzaron a fundirse con la lucha estudiantil, y a reflejar de un modo cada vez más acertado las aspiraciones de nuestra generación. Así nos fuimos haciendo rápidamente los intérpretes de un canto íntimamente enlazado al movimiento social chileno.

Pero las peñas y las asambleas estudiantiles no podían satisfacer nuestro ímpetu artístico. Queríamos llegar hasta el gran público, queríamos penetrar en los medios normales de difusión de la canción y hacer valer nuestro trabajo en los medios profesionales. Nunca pensamos en transformarnos en artistas profesionales, pero esto no significaba para nosotros renunciar a ser escuchados con seriedad y contentarnos con el anonimato del artista amateur. Estos primeros contactos con el público nos habían mostrado que en lo que hacíamos había una cierta fuerza, el reconocimiento exterior ya no se limitaba a los elogios de nuestros familiares. Comprendimos que había que dar todavía un paso adelante, y la fortuna, que siempre nos ha protegido, se encargó de poner ante nosotros una posibilidad concreta de ampliar nuestra audiencia.

Un día apareció en el diario El Mercurio un gran anuncio que ocupaba más de media página. Parecía algo importante. Comenzaba el Primer Festival Nacional de Folklore y se explicaban las bases y condiciones de participación. Se trataba de una iniciativa abierta a quienes no hubieran cumplido actuaciones profesionales. Entre los premios había uno especial para conjuntos, la Guitarra de Oro. El asunto tendría lugar en el balneario de Viña del Mar, y poseería el carácter de Festival de Invierno, un poco con la idea de crear una actividad turística que le diera continuidad al famoso festival estival que tenía lugar todos los años. Como invitados se aseguraba la participación de las más grandes figuras del folklore chileno.

Inmediatamente nos entusiasmamos y nuestro impulsor oficial, que entonces no era otro que Numhauser, inscribió sin tardanza al conjunto para participar en el concurso. Para cumplir nuestro propósito, tuvimos que pasar por una selección a la que llegaron artistas de todo el país. Las salas del Casino de la ciudad, donde tenían lugar las presentaciones, estaban atestadas de conjuntos y cantantes de todos los estilos, desde los tradicionales huasos con arpa y guitarra, hasta los intachables neofolkloristas con sus bomborombón. Todos cantábamos al mismo tiempo, esperando el turno, y en esos enormes espacios, normalmente ocupados por las salas de juego, sonaba una sinfonía que no se logrará reproducir.

Pasamos la selección sin problemas y fuimos citados para comenzar a cantar todas las noches, durante una semana, ante un jurado y el público asistente. Observando a nuestros contrincantes, que revelaban tener mucha más experiencia que nosotros en este tipo de lances, nos dimos cuenta de que nuestra presentación en el escenario dejaba mucho que desear. Nos dispusimos a mejorar nuestra apariencia. La solución era usar un uniforme, pero nada de lo que entonces se usaba, se acomodaba a nuestros propósitos. Después de mucho darle vueltas al asunto, llegamos a la conclusión de que el color negro era el más adecuado: era sobrio y elegante, y además, no podía adscribirse a ninguna región determinada de Chile o América Latina. Enseguida, si lográbamos encontrar ponchos de ese color, proyectaríamos una imagen popular sin caer en la falsificación de los disfraces folklóricos, los cuales buscaban la apariencia campesina o indígena. Nosotros no éramos nada de eso, ni podíamos pretender serlo. Elegimos, por lo tanto, el poncho negro, la camisa, y el pantalón negros, que desde entonces han sido siempre nuestra forma tradicional de aparecer ante el público. Como a Numhauser le encantaban los ponchos de Castilla, gruesas mantas de lana que los arrieros chilenos usan para atravesar la cordillera, los primeros ponchos que tuvimos - por supuesto, nuestro presupuesto no nos permitió comprarnos los verdaderos y tuvimos que contentemos con unos hechos por nosotros mismos con géneros de frazada a los que les abrimos un agujero al medio - pesaban cerca de dos kilos cada uno, y eran tan abrigados, que nos obligaron a cantar a temperaturas que nadie ha alcanzado después de nosotros. Por razón de nuestras siempre reducidas finanzas, estos ponchos nos acompañaron durante años, haciendo de nuestras actuaciones de verano, crueles suplicios que constituyen todavía la prueba más palpable de nuestro amor por este oficio.

Algunos curiosos han querido conocer las razones más profundas que tuvimos para elegir esta vestimenta, que muchos han saludado como un gran acierto escénico. Hasta se ha pensado que es una suerte de luto que hemos decidido llevar por la trágica historia de nuestro continente. Nada de eso es cierto. Buscando en mis arrabales psicoanalíticos, tal vez se pudiera decir lo siguiente: cuando estudiaba psicología en la Universidad Católica de Santiago, conocí a un personaje que durante mucho tiempo influyó en la apariencia y en la conducta de los estudiantes de mi generación. Era para todos nosotros una especie de maestro de vida, y como he podido constatar a través de los años, dejó un imborrable recuerdo en todos sus alumnos. Se llamaba Hernán Larraín, era jesuita, y tenía una apariencia imposible de olvidar: vestía siempre una raída sotana, que lo hacía aparecer más alto de lo que era en realidad, pelo negro, tez muy pálida y unos ojos de mirada tan penetrante, que pocos eran capaces de ponérsele al frente. Su erudición era admirable, y su profundidad intelectual lo puso durante muchos años a la cabeza del Centro Bellarmino, que era entonces el centro de irradiación intelectual de los jesuitas chilenos. Vivía su religiosidad honestamente, con el desgarro de los que buscan el otro mundo, tratando de mantenerse fieles a éste. Por eso, seguramente su vida se desintegró rápidamente y acabó con él. Sus clases eran tan brillantes, que terminaban con aplausos espontáneos de discípulos y detractores. Su negra silueta de Fausto religioso, caminando solitario por las arcadas universitarias, quedó en nuestra memoria, impregnada de un halo romántico, que seguramente salió a la luz cuando tuvimos que imaginarnos un vestuario. Extraño homenaje este que le hago, pero creo sinceramente que alguna luz nos dejó su sombría vestimenta, y no se equivocan los que, como Fidel la primera vez que nos vio, descubren en nosotros, las sotanas de curas.

Los detalles de nuestra participación en este primer Festival no son muy importantes, de modo que no gastaré mucho tiempo en ellos. Se nos ocurrió que la mejor manera de aparecer ante el público con nuestra nueva vestimenta, era comenzando a tocar desde detrás de las bambalinas, y como no teníamos mucho sentido del ridículo, eso es precisamente lo que hicimos durante toda la semana. Para acompañar este desfile, o procesión, compusimos nuestras primeras canciones, el "Canto de la Cuculí"' y "La Paloma", que fueron nuestros mayores éxitos durante mucho tiempo.

Durante este período, conocimos a algunos personajes de los medios folklorísticos nacionales, entre otros, a Payo Grondona y a Sofanor Tobar. Este último se había hecho famoso como compositor de canciones nortinas. Como no teníamos mayores escrúpulos cuando se trataba de ganar un premio, y ambos eran miembros del jurado, les ofrecimos que si ganábamos, cantaríamos sus canciones. Creo que en ellos más influyó una verdadera simpatía por lo que hacíamos, pero lo cierto es que llegado el momento de la adjudicación de premios, ambos discutieron acaloradamente con el resto del jurado que se resistía a reconocer nuestros méritos, y al final, lograron imponernos como el mejor conjunto del Festival. Fue así como ganamos nuestro primer galardón, y una noche de gala fuimos condecorados con la "Guitarra de Oro", famosísimo premio, que estaba destinado a transformarse en una honrosa tradición nacional, pero del que los organizadores se olvidaron al día siguiente, sin que nunca más se haya sabido nada de él, Ya entonces, produjo un cierto malestar nuestra clara dirección política, y parte del premio prometido se quedó guardado en los cajones de la administración viñamarina. Pero nosotros, que nunca habíamos pensado seriamente que podíamos llegar a ganar este festival, quedamos felices como unas pascuas, y tanto nos entusiasmamos con el champagne con que celebramos el galardón recién obtenido, que por invitar a unas damas de formas generosas a participar en la jarana, perdimos la dirección del vehículo en que andábamos, y chocamos estrepitosamente con un árbol, que inoportunamente se cruzó en nuestro camino. Lo que habíamos ganado fue consumido inmediatamente por la fiesta y por las reparaciones.

Uno de los resultados más importantes de este premio fue el de comenzar a ser reconocidos por los medios un poco más profesionales, cosa que nos permitió cumplir otro de nuestros anhelados sueños, el de cantar por fin en la Peña de los Parra.

Esta peña había sido la primera en su género, y durante muchos años se mantuvo como un importante centro de la canción folklórica chilena, llegando a ser considerada como uno de los puntos de visita inevitables en el itinerario turístico santiaguino. Hasta 1973 fue un símbolo de la música popular nacional y uno de los centros artísticos más atractivos de la ciudad.

En esta misma casa de la calle Carmen 340, tan típicamente santiaguina, con su pequeño patio de luz, en torno al cual se distribuyen las habitaciones, con su parrón en el fondo y sus grandes ventanas que dan a la calle, con su mampara y su estrecho vestíbulo, antes de que los Parra volvieran a Chile desde París, vivió el pintor y folklorista Juan Capra. Este artista delgado y de romántica apariencia, siempre con su bastón en la mano y con su melena algo revuelta, era un foco de atracción de gentes de muy diversa procedencia. Siempre estaba rodeado de amigos y de admiradores, algunos de los cuales vivían con él en esa casa, donde nunca faltaban los pintores, escultores, poetas o escritores, que se reunían allí en animadas tertulias. Algo de las antiguas tradiciones de la vida santiaguina se había adherido a los muros de esa casa, donde se bebía vino, se leían en conjunto, cuentos y poemas, y, a veces, hasta se hacían sesiones de espiritismo. Juan, con su atrayente personalidad, era el centro espiritual de todas estas actividades, las cuales también tenían algo de bohemia, pues nunca faltaban las parejas en busca de un lecho para pasar la noche, o los amigos en tren de fiesta, los cuales no tardaban en comunicar su entusiasmo al resto de la concurrencia. Por esta casa pasaron, Santos Chávez, el grabador; Sergio Castillo, el escultor; Gómez Rogers; Jonás, el poeta, y hasta Regis Debray, quien se alojó allí con su mujer venezolana en su primera visita a Chile. Cada noche había discusiones políticas, o estéticas, que continuaban hasta que en el punto culminante de la reunión, Juan tomaba la guitarra y comenzaba a cantar. Por esa época, él cantaba en el conjunto Millaray, y se decía ya discípulo de Violeta Parra. Cantaba como un canario, levantando la cabeza, y adelantando su mentón, para que saliera nítida su potente y hermosa voz de tenor, que vivificaba hasta el polvo de las habitaciones. Todas sus canciones eran campesinas, viejos romances aprendidos de Violeta, tonadas, cuecas divertidas, canto a lo humano y a lo divino. Cuando terminaba de cantar, todo se diluía, los discutidores volvían a formar sus grupos, los enamorados se dispersaban en los cuartos, las conversaciones se hacían pesadas e intrascendentes, y la guitarra volvía a desaparecer en algún rincón olvidado de la casa.

Algunas veces llegaban artistas de afuera. Entre las más cotizadas había unas cantoras de Melipilla, las cuales cantaban a dúo, antiquísimas canciones de tono picaresco. Entonces la fiesta era en grande; se compraban dobles raciones de vino, y al final, todos los asistentes quedaban "constituidos", como se acostumbraba a decir en aquella época.

Cuando los Parra volvieron de Europa, era natural que ellos se integraran a la farándula, y por eso se fueron directamente a vivir a la famosa casa. Por esa misma época, Juan había ganado una beca para estudiar pintura en París, y como Ángel se revelaba el único capaz de mantener la casa, a él le fue encomendada esta honorable misión, poco antes de que Juan tomara el avión hacia Europa. Lamentablemente, con la ida de Juan la cosa se transformó por completo: comenzaron a llegar al lugar una abyecta fauna de hippies y de frescos, cuya única pretensión era la de comer, tomar y vivir gratis. Como la estaban dando, se instalaron por todos lados, y se llenó la casa de allegados y suballegados, todos ellos sub, sub, subarrendatarios, que no pagaron jamás un veinte, y que cambiaron completamente el espíritu de las culturales reuniones nocturnas. La ingenuidad y la naturalidad de las primeras fiestas se fue para no volver, y con los snobs atraídos por la fama que había adquirido el lugar, llegaron las borracheras fútiles, el libertinaje y los escándalos. Por supuesto, también los piojos y la hediondez. Los vecinos comenzaron a quejarse. Ángel, indignado, cortó por lo sano: echó a todo el mundo a la calle, barrió, reparó, limpió e instaló su peña.

Muchos de los que vivieron la primera época, le reprocharon esta medida, pensando tal vez que las amables tertulias de intelectuales podían volver a comenzar. Yo creo que Ángel hizo lo justo: lo que Juan había iniciado, no tenía nada que ver con lo que venia sucediendo, y sin su presencia, era imposible recuperarlo. Por lo demás, el importantísimo rol que jugó la peña en los años siguientes, como centro impulsor de la canción chilena, excusa a los Parra frente a estos pequeños alegatos de aquellos que con razón sentían la nostalgia de aquellas primerizas veladas culturales.

La Peña de los Parra se inauguró en junio de 1965 y participaron en su fundación, Ángel, el Negro Medel, Rolando Alarcón e Isabel Parra. A partir de entonces, una verdadera tradición se introdujo en las costumbres de los chilenos, modo de presentación de la canción, que pronto se generalizó hacia todo el país. El asistir a estos pequeños locales, donde se podía escuchar la nueva canción en boca de sus creadores, en un ambiente de intimidad y casi de amistad, vino a ser una de las típicas formas de diversión de nuestro pueblo. Lo curioso es que el origen de las peñas, aunque su autenticidad queda fuera de discusión, no tiene nada de criollo, pues los Parra trajeron esta idea de Europa. Esto prueba que nuestra nacionalidad no termina todavía de forjarse, y que esta incorporación de elementos exteriores forma parte de nuestro propio proceso de crecimiento. Lo que hoy día nos parece más apegado a nuestras tradiciones, fue alguna vez también extraño. Lo importante es no perder la posibilidad de seguir en este movimiento constante de apropiación, que aunque aparezca paradójico, es lo único capaz de engendrar las fuerzas de la identidad nacional.

Pero lo cierto es que los artistas de nuevo tipo, que pululaban por todos lados sin encontrar donde presentar sus creaciones, necesitaban de estos nuevos lugares. Los centros donde se acostumbraba presentar el folklore más oficial, eran locales donde no se iba a escuchar música, sino a comer, a tomar o a bailar. En ellos, el ambiente era de una festividad banal, especiales para una "despedida de soltero", o una borrachera ramplona, pero imposibles para la presentación de un artista cuyo propósito no fuera hacer relinchar al público. "¡Arriba las palmas!" gritaban en estos lugares los huasos de pacotilla, sonriendo desde sus escenarios repletos de banderolas y escarapelas "patrióticas".

El público, para salir del aburrimiento, batía las palmas, siguiendo con la mirada el movimiento de las torpes parejas tratando de bailar cueca y escuchando los versos supuestamente "picantes" de las letras. Estas fiestas forzadas terminaban a menudo en bulliciosas parrandas que poco tenían que ver con la música. Era imposible intentar cantar allí.

La Peña era otra cosa: la canción era su centro, y en esto residía su carácter nacionalista. Pero no cabe duda de que la idea de un espectáculo de esta naturaleza tiene que haber surgido en la cabeza de los Parra cuando ellos se encontraban en París, en el barrio latino, cantando en los locales de L'Escale o de la Candelaria, en el Carrefour de L'Odeon. El ambiente era parecido, aunque a diferencia de estos lugares, en los que no siempre se escuchaba a los cantores, en la peña el objetivo principal era la poesía. Por esta característica, las peñas contribuyeron a elevar la valoración que se hacía hasta entonces de la canción, cosa hasta entonces inédita en nuestro medio, en el cual esta manifestación de arte popular no había alcanzado todavía un gran reconocimiento nacional. Esto explica también, por qué todos los que cantábamos entonces, aspirábamos a sumarnos en algún momento a los cuatro o cinco artistas que habían sostenido desde un principio esta iniciativa cultural. Por eso, un día, con gran alegría nosotros también escribimos nuestras firmas en los muros de la peña, y cantamos felices junto a nuestros compañeros de ruta.

Pero la Peña de los Parra no fue una simple reproducción mecánica de algo ajeno, insertada en el cuadro de nuestra vida santiaguina. De alguna manera, este tipo de lugar, por su decoración y por su ambientación, sacaba a la luz antiguas tradiciones de la vida de nuestros campesinos; objetos rústicos colgaban de los muros, algunas pinturas decoraban las habitaciones, todas las murallas estaban pintadas con blanco de cal, las sillas eran de paja y las mesas rústicas, la iluminación temblorosa e inconstante de las velas, dejaba todo en un incierto claroscuro, los cantantes dialogaban afablemente con el público, mientras iban presentando sus canciones, accediendo a los pedidos de los que ya conocían el repertorio; se hacían chistes por uno y otro lado, y finalmente se tomaba vino y empanadas, costumbre que adoptaron inmediatamente todas las demás peñas de Chile. La canción de texto por fin tenía un lugar donde existir. Algo lejano, proveniente seguramente de las cuevas gitanas de Andalucía, de los antiguos "tablaos" que en Chile deben haber existido en el pasado, volvía a habitar esos lugares, lo que explica la facilidad con la que nuestro pueblo los adoptó de inmediato.

Para que todo este movimiento de interés por la canción de autor y por la música folklórica fuera posible en América Latina, había sido necesario hacer un largo camino de creación. Esto era lo que habían ya realizado algunos artistas, entonces de mucho renombre, y que deben ser considerados como los precursores de todo este renacimiento. Hay que decir, en primer lugar, que en Chile esta renovación de los impulsores de la música popular, que basaba su creatividad en las fuentes campesinas o indígenas, venía del otro lado de los Andes, y si interrogamos a los diferentes cultores de la nueva música chilena acerca de las raíces de su inspiración, constataremos fácilmente, que la gran mayoría de ellos se formó a partir de la interpretación de los géneros folklóricos argentinos, los cuales estaban en plena expansión desde el período de Perón, entre fines del 46 hasta 1955. Este gobierno había impuesto una ley, favoreciendo la difusión de la música nacional, lo cual tuvo como resultado casi inmediato, que todas las canciones traídas a Buenos Aires por los "cabecitas negras" (provincianos apelados así por sus connacionales de origen europeo) de las zonas rurales, comenzaron a tener amplia difusión a través de la radiotelefonía, entonces en espectacular desarrollo. En 1950, tucumanos y salteños ya habían impuesto su música en todo el país con una fuerza inigualada, y Atahualpa Yupanqui, y conjuntos, como los Chalchaleros y Los Fronterizos, los cuales tendrían una enorme audiencia en Chile, ya comenzaban a tener sus primeros grandes éxitos. Entre el cincuenta y el sesenta este movimiento de música argentina alcanzó un punto de gran creatividad con la aparición de importantísimos artistas como Horacio Guaraní, Mercedes Sosa, Jaime Dávalos, Jorge Cafrune, Falú, y una larguísima lista de renovadores de la música folklórica. Toda esta verdadera explosión de música argentina llegó a Chile, como si la Cordillera no existiera, lo que es una buena demostración de que ella efectivamente no existe cuando se trata de cosas que verdaderamente importan a nuestros pueblos. A estas influencias se unió el trabajo de los propios pioneros de nuestra música, los cuales habían comenzado a redescubrir la riqueza escondida en las tradiciones de nuestro pueblo.

Estos eran los antecedentes que nosotros, todos los que después participamos en la renovación de la canción chilena, encontramos en nuestro camino. Casi todos comenzamos a cantar, interpretando bien o mal las canciones de estos precursores, argentinos o chilenos. Entre los tipos de canción que más éxito tenían en la época, hay que anotar las sambas argentinas y las chacareras, que en todas las peñas tenían excelentes intérpretes. Demostración de estas preferencias, es el hecho de que muchos de estos ritmos entraron como formas predilectas en nuestras propias composiciones. Pero quedémonos un momento en algunos de estos precursores, que a nosotros, en cuanto grupo naciente, nos dejaron una huella indeleble.

En primer lugar, tendríamos que nombrar a Atahualpa Yupanqui. Él, más que ninguno, fue cantado en esta primera etapa, en la que nuestras torpes guitarras a duras penas podían seguir nuestro canto. Unos a otros nos enseñábamos las "posturas" de sus canciones, tratando de sacar los punteos de introducción o los ritmos de los rasgueos de acompañamiento. Atahualpa fue el artista más interpretado por todo este movimiento de jóvenes amateurs, que cantaba en fiestas, excursiones, casinos universitarios o simplemente en la intimidad, como procedimiento infalible para conquistar alguna bella que se resistiera.

Pero él no sólo era su música. Poeta antes que nada, sus palabras hablaban desde una perspectiva completamente inédita, que coincidía exactamente con la sensibilidad revolucionaria del momento. Su música era una síntesis formidable entre la recuperación de la identidad perdida y el espíritu de renovación y de justicia social. Atahualpa poseía una fuerza extraordinaria de expresión, en la cual siempre ha residido su poder de penetración; le hablaba a la conciencia de nuestros pueblos, tomando el punto de vista del indígena, del trabajador de la tierra, del campesino labrando, sin quedarse en el mero "mensaje", atravesando con sus imágenes la dureza del presente, para ubicarse en un terreno metafísico. La soledad del caminante, la tenacidad del aromo, creciendo entre las piedras del monte, el indio nostálgico de su tierra lejana, el canto a la noche, a la luna, al amor, le daban respuestas profundas a nuestra sensibilidad, que buscaba encontrar la dimensión del arte mayor en las expresiones populares. La canción no tenía por qué ser un género despreciable, bastardo, únicamente atento a las exigencias del mercado; lo popular no era tampoco lo imperfecto, lo menor, podía entrar valientemente en la denuncia, sin renunciar a la altura propia de toda poesía verdadera. Canciones como "El arriero", "Camino del indio", "Tú que puedes, vuélvete", "El aromo", "Las preguntitas sobre Dios", "Luna tucumana" y tantas otras, fueron para nosotros compañeras de todos esos días primaverales. Cantándolas, comprendimos muchas cosas que nadie nos dijo en otra parte, pero que siempre nos alumbrarían el camino que escogimos.

Entonces estábamos lejos de soñar que con Atahualpa haríamos un programa de TV, laureado en un certamen internacional, y que él, durante varios años, nos distinguiría transformándonos en los únicos artistas con los cuales compartía el escenario. Recuerdo que una noche, conversando una botella de vino, después de una actuación, nos reveló su definición del Quilapayún, hasta entonces mantenida en secreto: "en música -nos dijo sonriendo- ustedes son lo que más se parece a un batallón de peronistas arriba de un camión..." A él, los peronistas no le gustaban nada, pero creo que esta definición estaba hecha con cariño. Además, si tenemos en cuenta lo que ha sido siempre la marca de nuestro estilo, no es mala. No les cuento las definiciones que nos daba de otra gente, de las cuales inferirían de inmediato la gentileza que tenía hacia nosotros.

Otro gran precursor de nuestro canto latinoamericano es el cubano Carlos Puebla. Hay que decir que el rostro musical de la revolución cubana durante sus primeros años fue, antes que nada, el conjunto de canciones que este gran artista le dedicó a Fidel y a la gran gesta caribeña. Él supo integrar en sus canciones el espíritu revolucionario de su pueblo y la corriente más tradicional de la canción popular cubana. Esta línea de creaciones era conocida en toda América Latina desde los tiempos de los grandes creadores, de lo que se ha llamado la Trova Sonera, y cuyos representantes más destacados fueron, en los inicios, Ignacio Piñeiro y el compositor e intérprete, Miguel Matamoros, quien con su famoso Trío Matamoros, fue el protagonista de la primera gran avanzada de la música cubana en el continente. Carlos Puebla, con su propio trío acompañante, Los Tradicionales, popularizaron un sinnúmero de canciones, que a la manera de crónicas cantadas, fueron relatando los más importantes sucesos del proceso histórico cubano. En ellas veíamos nosotros realizado el proyecto de unir la canción popular con el acontecer histórico, haciendo del artista popular un factor de conciencia y de agitación de ideas progresistas. La obra de Puebla, considerada en su aspecto político, era una importante demostración de logro popular, que no perdía de vista el agitado período en que vivíamos, cosa que estaba ausente en nuestro propio ambiente musical hasta ese momento.

Es verdad que ya por entonces algunos de los compositores chilenos habían comenzado a escribir de esas canciones que más adelante se llamarán "de protesta" o "comprometidas". El caso más notable es el de Violeta Parra, que ya había escrito "La carta", "Por qué los pobres no tienen", "Qué dirá el Santo Padre" y otras, pero todas esas obras no habían tenido hasta entonces ninguna difusión, y seguían siendo conocidas únicamente por un pequeño círculo de admiradores. En cambio Puebla, gracias a la difusión de todo lo que venía de Cuba, era bastante conocido, si bien, por razones obvias, no alcanzaba altos niveles de popularidad. El caso es que en sus canciones nosotros veíamos el prestigio de la revolución, y una línea de trabajo en la cual la poesía popular se hacía crónica histórica o denuncia de las injusticias del mundo, sin perder su arraigo a las tradiciones de la música cubana.

La obra de Puebla, por estar enredada en el acontecer político, muchas veces ha sido injustamente apreciada, sin ver en ella otra cosa que una expresión de la propaganda ideológica comunista. Este trato es incorrecto, pues si bien muchas de sus canciones no pretenden ser otra cosa, algunas son verdadera poesía y fruto de una sensibilidad popular poco común: la famosa guajira dedicada al Che Guevara es un buen ejemplo de estas últimas, pero entre las menos conocidas, hay muchísimas que también son hermosas síntesis del alma popular cubana. Ejemplos: "Soy del pueblo", "Emiliana", "Canto a Camilo", "Y en eso llegó Fidel"... En las mejores se muestra su talento de versificador de gran ingenio, ironía y humor, que no pierde de vista lo profundo o lo emotivo, cuando esto es necesario. Al mismo tiempo, su canto militante responde en forma inmediata al proceso social cubano: siguiendo el hilo de sus canciones podemos hacer la historia de todo este período, en ellas ha quedado cada una de las peripecias de esta construcción revolucionaria, e inclusive muchos de los acontecimientos importantes que han conmovido a América Latina y al mundo.

Estas observaciones muestran hasta qué punto lo que estaba naciendo en Chile, y en especial lo que nosotros nos estábamos proponiendo hacer, estaba en el aire en todo el continente desde hacía bastante tiempo. Si bien la obra de cada artista es un hecho individual, y explicable únicamente a partir de su originalidad como creador, no es menos cierto que la creación siempre se anuda con la historia. Cuando nosotros nos proponíamos hacer un arte político, estábamos respondiendo a una verdadera tradición de música latinoamericana, de la cual poco a poco fuimos tomando conciencia, haciendo de nuestro canto una pequeña vertiente en un caudaloso río. Siempre hemos estado felices de ser partícipes de un movimiento más amplio que nuestras propias iniciativas creadoras, el vernos así forma parte de nuestra propia conciencia en formación, que se busca en todas las latitudes donde pueda encontrarse. La música y la poesía han sido para nosotros, importantes maneras de descubrir hasta qué punto éramos argentinos, venezolanos o cubanos, hasta qué punto nuestros límites no correspondían a los límites geográficos de lo que se nos había enseñado como "nuestro país", y hasta qué punto en estos mismos descubrimientos se hallaba una clave de identidad futura, en la cual irremisiblemente había que buscarse. Eso explica que desde un principio nuestro repertorio no se moldeara según las ideas de nacionalidad vigentes en nuestros países, y buscáramos nuestra música en toda la extensión de nuestro continente.

Más adelante también haríamos buenas migas con Carlos Puebla, quien en una de sus tantas visitas a Chile vino un día a nuestro taller y escribió en uno de sus muros:

"Quilapayún, corre y dile al pueblo que tanto quiero

que me muero,

que me muero de tanto querer a Chile.

Dile a Chile que perfile las luces de sus razones

que encienda los corazones

en la luz liberadora

por si le llega la hora

de cumplir sus ilusiones."

Esta hora no ha llegado todavía, como se sabe, pero estas frases de amistad nos acompañaron durante mucho tiempo, aunque de sus creaciones, la que mejor se adaptaba al espíritu nuestro de aquella época, eran las simples pero hermosas palabras del estribillo de esa arte poética suya que es el son, "Soy del pueblo":

"Soy del pueblo, pueblo soy
y adónde me lleva El Pueblo
voy."

Eso resumía entonces nuestro propio proyecto, y por eso, cuando más tarde, por estos mismos inolvidables artistas, Carlos Puebla y sus Tradicionales, en alguna sala del Habana Libre, recibimos lecciones de son y de guajira, lo cantamos y lo incluimos durante mucho tiempo en nuestro repertorio habitual.

Pero indudablemente que para nosotros el antecedente más importante es la obra de Violeta Parra. A pesar de que cuando nosotros comenzamos a cantar, sus canciones eran todavía muy desconocidas, y a pesar de que en esa época nosotros la veíamos más como una compañera de ruta, que como una precursora, lo que ella había creado, ya era una realización perfectamente lograda de todo lo que nosotros mismos nos habíamos propuesto como proyecto. Hemos dicho ya hasta qué punto el impulso que nos guiaba era colectivo; en realidad, casi todos los que en esos años tratábamos de dignificar los géneros populares, coincidíamos en la definición de nuestros planes, pero Violeta ya estaba en esto desde los años cincuenta, es decir, desde mucho antes de que a nosotros se nos pasara por la cabeza la remota idea de cantar.

Violeta había entrado en este oficio de extraña manera. Después de haber cantado flamenco en boites de tercera categoría, y de haber formado parte de diferentes troupes de circo, se había puesto a animar fondas y fiestas populares, interpretando el más nutrido repertorio de valses peruanos, corridos mexicanos, boleros y otros. Cansada de todo esto, su vida por fin se decidió, llevándola hasta las fuentes mismas de lo popular, en años de investigación y aprendizaje, que hicieron de ella una profunda conocedora de nuestro folklore campesino. Es verdad que ya en su niñez y juventud, el contacto vivo con las costumbres campesinas la impregnó de una autenticidad expresiva que nadie había tenido en la música chilena antes que ella. Formada en la versificación popular, e imbuida de la temática de los verdaderos poetas y cantores folklóricos, su obra llegó a asimilar de manera tan profunda el espíritu de la tierra, que sus propios poemas han superado la esencialidad telúrica de los modelos que tomó, haciendo de sus palabras, las forjadoras privilegiadas de la nueva conciencia nacional. Si es verdad que los poetas crean el mundo en que vivimos, sacando a la luz la fuerza vernacular contenida en él, en Violeta Parra este acerto está probado al extremo.

Muy pocos artistas han logrado en nuestro país transformarse en detentores de lo específicamente nacional: Violeta llegó a descubrir una difícil clave, que le abrió las sendas más secretas del alma popular chilena. Ella aprendió a hacer de la tradición un material de trabajo para desplegar más tradición, para tejer futuro e historia, país y conciencia, sentimiento y esencialidad. En esto su obra no tiene igual, y por eso, todos los que hemos venido después que ella, sólo podemos aspirar a extender lo que ella a su manera ya había comenzado.

Cuando nosotros la conocimos debo decir francamente que no le caímos en gracia. En esa época, ella vivía muy problemáticamente los albores de la adolescencia de su hija Carmen Luisa. Unos aturdidos y deslucidos amores de nuestro inefable Numhauser con esta última, bastaron para que Violeta nos comenzara a mirar con gran desconfianza, llegando hasta el extremo de negarse a participar en giras donde nosotros fuéramos incluidos en el programa. Más de una vez las cosas se hicieron insoportables, pero el colmo llegó cuando Carmen Luisa se fue a Valparaíso detrás de su galán, sin siquiera pedirle permiso a su madre. Estábamos cantando en la peña del puerto, cuando de pronto apareció Violeta transformada en una furia. El estrépito de puertas, de gritos y de recriminaciones fue tal, que se acabó la función, y todos nos quedamos esperando el desenlace del temporal que se nos venia encima. Felizmente salimos ilesos, pero la pobre Carmen Luisa tuvo que soportar estoicamente la paliza.

Felizmente los amores tormentosos duran siempre menos de lo prometido: con la indiferencia llegó la calma, y con ella pudimos volver a intentar acercamos a Violeta, que pasional como era, olvidó con extrema facilidad lo que había sido causa de tantos males, y comenzó a mirarnos con ojos más benevolentes. Esta amistad fue corta y dolorida, porque vino al final de su vida. Lamentablemente, ese amor mal escogido nos privó de una relación más profunda, que habría sido preciosa para nuestro andar futuro. El afecto que no pudimos realizar con ella se transfirió tal vez a su otra hija, Isabel, la cual siempre ha sido, entre todos nuestros compañeros de aventuras, nuestra más cercana y fiel amiga.

De esta amistad con Violeta queda una vieja fotografía, y un recuerdo imborrable del día en que fue sacada. Era a fines del invierno, llovía todavía, cuando llegamos a la Carpa de la Reina, que Violeta hace poco había inaugurado. En el programa se anunciaba a Los Jairas, ese famoso grupo que dirigía el suizo Gilbert Favre, uno de los grandes amores de Violeta; después venía un grupo de música araucana, cuyo nombre no recuerdo, tocaban trutruca y bailaban la danza de la cabeza; después venía el Quilapayún, y finalmente Violeta, que cerraba el espectáculo. Se ofrecía mistela, "sangre de toro" (vino caliente con naranjas) y empanadas. Después de algunos vinachos, nos sentamos todos alrededor del brasero a esperar la hora de comenzar la función. Dos horas después seguíamos esperando que por fin llegara algún amante del folklore. El público no asistió a la cita. Nadie llegó. En Santiago no había nadie que quisiera escuchamos. Y entonces, en una mezcla de desilusión, de tristeza y de despecho, sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo, iniciamos un extraño rito: comenzamos a actuar para nosotros mismos. Cuando el turno le tocó a Violeta, hacía tiempo que ya habíamos recuperado nuestra alegría habitual. Todos cantamos en la carpa vacía, como si multitudes nos hubieran estado escuchando. Esa fue la última vez que vimos a Violeta. Seguramente esa ingratitud que nosotros, recién llegados, podíamos fácilmente olvidar, a ella ya le había hecho una herida insoportable. Me pregunto que pasaría hoy día si pudiéramos de nuevo anunciar ese mismo programa en algún lugar de Chile.

Violeta había nacido en San Carlos, provincia de Chillán, en pleno corazón de nuestro país, y en el mismo año de la revolución de octubre. Su venida al mundo, como todos los nacimientos verdaderos, no fue anunciada ni esperada, no hubo trompetas ni reyes magos con regalos, fue un hecho silencioso, en alguna casona de adobe de esas tierras campesinas. Pero su definitivo nacimiento fue después, cuando en sus manos cayó una guitarra de alguna cantora de la región, la cual seguramente vio en esta niña de trenzas una posible seguidora de viejas sabidurías. Primero serían antiguas canciones españolas, o tal vez tonadillas sin importancia, que se habían quedado rezagadas, resistiendo la muerte en remotas ceremonias campestres, después vendrían los romances, los versos a lo divino y a lo humano, todas músicas y palabras que se confunden con la greda y el arado, con la cosecha y la vendimia, con el cielo y el monte. Eso fundió su vida con la tierra, enamorándola de la memoria y del recuerdo, de las fuerzas ancestrales que eternamente buscan un lenguaje, para volver a entregarle un sentido al mundo.

En esa época había que caminar y caminar para encontrar estos hallazgos. Violeta, como se sabía intérprete de algo poderoso, se volcó completamente a su actividad maternal de recuperar el pasado, y prohijó un jardín todavía desconocido. Durante años recorrió los campos de Chile, buscando las claves de nuestra historia, hasta que terminó por encontrarse de pronto con su propio canto, y con el canto de todos, que según ella misma decía, también era propio.

La cosa se complicó cuando al final de este largo camino hacia los orígenes, ella, que había inventado una nueva forma de autenticidad artística, fue recibida en su propia tierra como huésped inoportuno. Eran otros los que se habían instalado provisoriamente en su lugar, eran como siempre, los mercaderes del templo los que organizaban la ceremonia. Violeta no servía para dar guerras tan largas, y de vuelta de Francia, después de haber expuesto sus tapices en el Museo de Artes Decorativas en el Louvre, y dejando tras de sí un cierto reconocimiento por su labor de folklorista (algunos discos grabados y editados), lo único que supo hacer fue lanzar al viento este volador de sueños que fue su Carpa de La Reina, donde durante algunos meses trató de acercar su mensaje a los chilenos.

El espectáculo fue un fracaso: se quedó sola sentada en su silla de paja, y como nadie se preocupó, o nadie pudo agitar su fuego, la guitarra y el corazón se helaron, y Violeta, mientras sus ojos se cerraban, se perdió para siempre en la neblina santiaguina. Su muerte será lenta, como la de la tierra, durará tanto como su pueblo: hoy día languidece, mañana será un sol en el cielo puro. Jamás desaparecerá completamente.

¿Corderillo disfrazado de lobo? Tal vez... Nicanor la conoció mejor que nadie. Yo sólo la conozco en lo profundo por lo que me han contado. ¿Pero qué sería de los cuentos, si el que los escucha no los inventa? ¿Y no inventa cada uno a su manera su propio cuento? El canto mismo es un cuento para el que cuenta el cuento, y para el que reinventa el cuento que le cuentan.

Vuela Violeta
Viola violada
Violín del vuelo
Valiente.






 
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