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LA REVOLUCIÓN Y LAS ESTRELLAS

AJUSTES Y REAJUSTES

por Eduardo Carrasco 

Los comienzos son siempre períodos de inestabilidad, de avances, de retrocesos, de descubrimientos, de ilusiones, de desengaños, de ajustes y desajustes. Para que un grupo como el nuestro adquiriera una fisonomía más o menos definitiva hubo que pasar por experiencias muy variadas, en las cuales se fueron probando las convicciones de cada uno, se fueron precisando las ideas, se fueron estrechando los lazos de camaradería. En nuestro caso, hubo cambios y transformaciones que muchas veces amenazaron la existencia misma del conjunto. En el primer disco, que fue una hazaña haber terminado, participaron varios integrantes pasajeros, y aún al final, cuando hubo que presentar las canciones en directo, en la televisión o en la radio, los que cantaban no eran los mismos que habían grabado. Como habíamos encarado nuestro estreno en sociedad con criterios que querían ser muy cuidadosos, habíamos contratado los servicios de un fotógrafo profesional para hacer las fotos de presentación a la prensa, y para la impresión de la carátula del disco. A Víctor se le había ocurrido la peregrina idea de que podía ser divertido mostrarnos en un marco de nichos del Cementerio General de Santiago. Cada vez que cambiábamos de integrante, teníamos que volver al campo santo, a posar ante los sepulcros, para incluirlo en las fotos: fuimos tantas veces, que llegamos a conocer de memoria ciertos itinerarios del lúgubre recinto, el cual, finalmente no apareció claramente en ninguna de las fotografías que elegimos. Luis Poirot, el fotógrafo elegido, debe tener una colección de estas imágenes macabras, con nuestras cabezas siempre diferentes sobre un fondo de tumbas y muros derruidos.

Al final fue Víctor quien grabó las partes de tenor y algunas partes de guitarra, y fue nuestra primera experiencia de grabación en conjunto. En algunas de estas primeras canciones se reconoce perfectamente su inconfundible voz, que a duras penas se fundía con las nuestras. Esta solución provisoria no solucionó el problema principal, y durante varios meses, la mutabilidad seguiría siendo una de nuestras principales características.

Patricio Castillo fue el primero que se fue. Más adelante, volvería a entrar y a salir por las mismas razones. La primera vez partió con su novia a Valparaíso, y nos dejó esperándolo para cantar en nuestro primer programa de televisión, la segunda vez partió a Praga, en busca de una checoslovaca, y nos dejó colgados con un concierto, en el Teatro de la Cité Internationale, en París. Por supuesto que en ambas oportunidades lamentamos muchísimo su salida, pero no podíamos hacer de otra manera. Patricio era un solista dentro de un grupo, lo que hacía imposible su integración a nuestra disciplina. Pero como todo tiene su lado positivo, esta primera deserción nos permitió la integración de Carlos Quezada, quien ha sido desde entonces, hablo de los últimos meses de 1966, uno de los puntales principales del conjunto.

Carlos, como todos nosotros, se inició en el canto de manera espontánea, sin haber pisado jamás un conservatorio, y sin saber nada de solfeos, contrapuntos o armonías. Su primer instrumento de acompañamiento fue la mesa del comedor de su casa: como era tiempo de mambos, cuando llegaba del colegio, tomaba su lugar, junto a una vieja radio, y comenzaba a cantar los ritmos de Pérez Prado, golpeteando con sus dedos en el borde de la mesa. Se hizo tan experto en esta ocupación, en la que gastaba tardes enteras, que logró conseguir una compleja paleta de sonoridades, con las cuales componía endiablados ritmos, que no tenían nada que envidiarle al bochinche de las tumbas profesionales. Un día que visitamos su casa, su padre, que había quedado impresionado por este frenesí de golpeteo, nos mostró el lugar habitual de estas jam-sesions. En un extremo de la mesa, pudimos comprobar que el barniz había desaparecido completamente. Y no se rían, porque esta inocente afición desarrolló en él su sentido del ritmo, y según nos cuenta, lo que ha hecho después con tumbas y bongoes, no es tan diferente de lo que hacía por aquella época. Los propios músicos cubanos quedaron sorprendidos cuando Carlos pudo mostrarles lo que había aprendido golpeteando su mesa. El talento individual busca sus propios caminos, cuando la formación musical no es posible. En realidad, todos nosotros fuimos tocadores de armónica, cantantes de ducha y animadores como podíamos de las fiestas del barrio. Rodolfo es otro caso: como era fan de las canciones en inglés, y no conocía el idioma, se inventó una lengua ad hoc, el yoghurt, y sin entender ni jota lo que estaba diciendo, pero reproduciendo como podía las sonoridades del inglés, cantaba las románticas baladas que se tocaban en la radio, acompañándose con un diccionario. Como llegó a alcanzar una gran destreza en su oficio, sus amigos comenzaron a invitarlo a las fiestas, y nuestro artista se paseó por todos los barrios de San Bernardo, alegrando las veladas juveniles con su diccionario musical a cuestas. De lo que se puede concluir el sabio acerto, de que nuestra música popular es, antes que nada, una melodía acompañada de ritmo. Si usted logra eso, y para esto todos los caminos son válidos, ya ha obtenido más de la mitad de lo que busca.

Pero volvamos a Carlos. Después de estos primeros intentos, sus intereses musicales lo llevaron a integrar el coro de la Parroquia de Puente Alto, ciudad cercana a Santiago, de donde él proviene, y después, dentro del coro, otros grupos más pequeños, donde siempre él ocupaba el rol de solista. En estos pequeños grupos aficionados, el repertorio era muy variado, e iba, desde las canciones de ciertos grupos latinos muy populares en aquella época, hasta las de los grupos norteamericanos más conocidos, los Platters y Los Cuatro Ases, entonces reyes de la música melódica, que reinaban sin contrapartida de la canción en español. Pero lo que cambió completamente la dirección del interés musical de Carlos, fue, como para muchos jóvenes chilenos de la época, el descubrimiento de "El Payador Perseguido", de Atahualpa Yupanqui, cosa que llegó con una profundización de su conciencia política, y con un despertar del interés por lo que pasaba en América Latina. Estos elementos, unidos a la afición por la música de Los Fronterizos, grupo argentino de gran calidad, lo llevó a formar un grupo folklórico, que como tantos otros en esa época, tendría muy corta vida. En realidad, en la historia de cada uno de nosotros ha habido estos primeros intentos de consolidación de conjuntos de música nueva, más o menos con las mismas influencias y características; el Quilapayún fue uno de cientos de grupos que se formaron en ese tiempo, en los medios aficionados al folklore: nuestra única diferencia con ellos fue la serie de casualidades afortunadas que nos permitieron continuar y desarrollarnos, y tal vez, una cierta idea más clara de lo que había que hacer para lograrlo. Son innumerables los conjuntos que se quedaron en el camino, algunos de ellos con excelentes intérpretes y con interesantes compositores.

En esto estaba Carlos, cuando lo encontramos. Lo divertido es que para nosotros, más importante que sus condiciones musicales, que entonces no veíamos con claridad, era su apariencia de seriedad. Las locuras amorosas de Castillo nos habían dejado traumatizados, y lo único que queríamos ahora, era formalidad y disciplina. Carlos, con su aire reservado, nos parecía el compañero ideal para salir de nuestras crisis. Víctor, que seguía lamentando la partida de Castillo, no estaba muy convencido de nuestra decisión, pero nosotros nos encargamos de zanjar el asunto. Esto nos costó un bullado encontrón con él, que con razón se sintió sobrepasado, cuando una tarde, encendió la televisión y descubrió en la pantalla a nuestro nuevo integrante, de quien tenía muy poca noticia. El primero en sufrir las consecuencias de esta informalidad fue el propio Carlos, quien fue citado a dar explicaciones. Pero con Víctor no podíamos enojarnos durante mucho tiempo, y finalmente la cosa terminó en torno a una amistosa mesa, en la que celebramos definitivamente nuestro feliz descubrimiento. Pero todo estuvo a punto de venirse abajo algunos días más tarde. Nosotros no habíamos parado de pregonarle a Víctor las conveniencias de nuestra decisión, alabando la responsabilidad de Carlos, su seriedad, etc., etc. Pero ocurrió que al primer ensayo programado, nuestro nuevo amigo faltó. Con toda naturalidad, nos explicó que su suegro le había conseguido entradas para un partido de fútbol que no estaba dispuesto a perderse, y que no entendía para nada nuestro fanatismo quilapayunesco. Víctor escuchaba atónito estas explicaciones, que echaban por tierra todas sus ideas acerca de la disciplina del grupo. Fue tan airada su protesta, que a Carlos no le quedó otra cosa que entrar en la estrecha norma que le ponía Víctor, y postergar por el momento su afición por el fútbol. Desde entonces jamás ha vuelto a faltar a un ensayo.

Carlos ya grabó algunas canciones en nuestro primer disco, aunque como nosotros éramos unos despistados, no reconocimos hasta mucho más tarde sus cualidades vocales. En este primer disco, él hizo voces más bien bajas. Durante mucho tiempo anduvimos buscando un tenor, sin darnos cuenta de que ya lo teníamos hace meses trabajando con nosotros, esforzándose como un condenado para alcanzar los registros de bajo en que lo obligábamos a cantar.

Carlos es un típico músico social, de grupo, que multiplica sus potencialidades expresivas dentro de una unidad más amplia, y que realiza su musicalidad, ensamblando su voz y su instrumento a un organismo total. Con él mismo comentábamos un día, lo triste que es ver ciertos espectáculos, en los cuales un tipo hace todo, mientras otros tipos anónimos detrás lo acompañan: el cantante solista y la orquesta detrás, ésta última formada por buenos músicos, pero que cumplen siempre roles secundarios. Están ahí porque los han contratado, el verdadero negocio es del que canta, los otros son comparsa: los han llamado por teléfono, les han propuesto tocar el bajo o la guitarra y ahí están, sin tener mucho que ver con el contenido general de lo que se está haciendo. Frente a esto, un conjunto es una verdadera experiencia musical para todos sus integrantes, y en la cual, cada uno está implicado en la misma alegría de hacer música. La esencia de ésta es colectiva, no individual, por eso sus grandes expresiones son corales, orquestales, y muy rara vez manifestaciones de un solitario.

Con nuestra nueva formación hicimos varias actuaciones, y en el verano de 1967, una gira en la que tal vez vale la pena detenerse. Se trataba de una famosa tournée por las provincias del sur de Chile, las cuales, según algunos, son las más bellas del país, por la presencia de los volcanes y los lagos, que le dan al paisaje una fisonomía única, sólo comparable a ciertos rincones del Japón, que pasan también por uno de los paisajes más hermosos del planeta. Esta gira, que reunía a varios artistas folklóricos chilenos, estaba organizada por uno de los más dinámicos promotores de la música nacional, el periodista y hombre de radio, René Largo Farías. Este imponente amigo, de generoso carácter, se había conseguido el apoyo de uno de los organismos más progresistas del gobierno de Frei, la CORA (Corporación de Reforma Agraria), a través del cual lograba hilvanar algunas presentaciones en provincias, en un ambicioso proyecto de rehabilitación de nuestra música, que llevaba el festivo título de "Chile Ríe y Canta".

Para los artistas, estas giras eran muy sacrificadas e interminablemente largas: se iba de pueblo en pueblo, cantando en escenarios siempre inapropiados y carentes de todo elemento técnico, entregados casi siempre a la informalidad, a la improvisación y a la impericia de los organizadores regionales, que de música nunca sabían absolutamente nada. Muchas veces había que explicarles la necesidad de que hubiera micrófonos, cosa que les aparecía como un lujo asiático, o una exigencia proveniente del divismo incurable de los artistas. Mucho menos evidente aparecían nuestras mínimas necesidades pecuniarias, las que eran categóricamente olvidadas por nuestros amistosos invitantes.

A pesar de que Chile Ríe y Canta era una iniciativa apoyada por un organismo gubernamental, la presencia de artistas más bien de izquierda, despertaba la desconfianza de algunos dirigentes provinciales, los cuales normalmente deberían haber sido los encargarlos de solucionar nuestros problemas prácticos. La guerra de tendencias, y las divisiones que existían entonces entre los democratacristianos, empeoraba las cosas: mientras algunos eran firmes impulsores de la reforma agraria, otros hacían lo posible para que ésta fracasara. Por este motivo, en esta caravana musical en la que andábamos, muchas veces nos encontrábamos con estadios repletos de fervorosos auditores, en cambio, en otras ocasiones, nos veíamos obligados a anular el espectáculo, o a cantar ante cuatro pelagatos, que nos escuchaban muertos de frío y de aburrimiento. René, que se sentía responsable de estas desventuras, trataba de aminorar nuestras dificultades, y se quejaba amargamente de la incomprensión reinante. En realidad, lo que él se había propuesto era difícil, y en nuestra tierra, las cosas difíciles eran verdaderamente difíciles. Su trabajo era sacrificado, pero no todos los fracasos se debían a la indiferencia de los chilenos, también había un cierto grado de improvisación de parte nuestra, y sobretodo, mucho descuido en el aspecto artístico de las presentaciones, que a veces eran realizadas en condiciones imposibles. La necesaria apertura ante la música nacional, en ocasiones se transformaba en espectáculos anárquicos, en los cuales se presentaban artistas de calidades muy diversas, con los consecuentes altibajos en el interés del público. La heterogeneidad incomodaba y aburría, aunque la finalidad de la iniciativa fuera siempre muy loable. Pero, sea dicho en su honor, todos los grandes artistas del nuevo movimiento de la canción pasaron por el programa de René, e hicieron estas giras; lo que hace la cosa más discutible, es que también todo el que llegó a proponerse subir a un escenario y probar suerte como cantante, solista o conjunto, con talento o sin talento, afinado o no, con mal o buen oído, también pasó por estos escenarios, con los mismos derechos que cualquiera.

Influidos por el trabajo con Víctor, que nos había inculcado el cuidado y la previsión de todos los detalles en una presentación, este tipo de programas nos chocaban, pero como René, en su continua depresión, sentía cualquier crítica como una puñalada en la espalda, preferimos callamos y acomodarnos a la farándula lo mejor que podíamos. Al fin y al cabo, nosotros éramos principiantes, y estábamos allí cantando, por obra de la misma generosidad que le daba cabida a todos los demás artistas.

Las giras eran sacrificadas. Como en esa época no nos considerábamos profesionales, y tomábamos estos viajes casi como vacaciones, andábamos por todos lados con nuestras mujeres, las cuales sufrían con nosotros las inclemencias e incomodidades de estas aventuras. A veces, en plena lluvia, nos trasladábamos de ciudad en ciudad en camiones abiertos, envueltos en ponchos y frazadas, y tiritando de frío. Llegábamos a los camarines de esos desvencijados estadios de provincia en que actuábamos, a secar nuestras ropas, y a recuperar fuerzas alrededor de un brasero, que generosas manos habían dispuesto para nosotros. Muchas veces nos tocaba cantar al aire libre, con amplificaciones detestables, mientras una montonera de chiquillos correteaban por todos lados en el improvisado escenario. Nunca he podido explicarme, qué podía gustarle a ese público que escuchaba atentamente el sonido gangoso que salía de esos altavoces infernales, que, con sus distorsiones, destruían nuestra música. A cada rato, nuestras más inspiradas melodías eran interrumpidas por los pedos y silbidos de los amplificadores, sin que nadie se inmutara mayormente. El caso es que al final nos aplaudían calurosamente, y hasta nosotros éramos capaces de olvidar las carrasperas intrusas de los vetustos aparatos. Todo el mundo quedaba feliz.

No todo era malo. A veces los campesinos nos invitaban a comer, y todo terminaba en una amistosa fiesta. Nosotros aprendíamos a conocer la verdadera realidad en que vivían, sus problemas y sus soluciones, gustando las delicias de la cocina popular chilena, la única que en nuestro país vale la pena conocer. Todo esto, en medio de paisajes inolvidables de la araucanía, o más al sur, en los islotes de Chiloé, donde la desolación hace más denso el cielo, e imposibles los pájaros. Así conocimos el bárbaro Ñachi de nuestros indios, o el verdadero curanto chilote, contemplando los volcanes y la infinidad de nuestros mares y lagos.

En Puerto Varas, mi hermano fue protagonista de una hazaña que es imprescindible consignar en este cuento. Excepcionalmente pudimos por fin contar con tres micrófonos. El entusiasmo fue general. Lo único malo es que uno de ellos tenía el soporte demasiado corto, lo que nos obligaba a ponerlo sobre una silla. Se trajo la silla, se puso el micrófono sobre ella, y todo quedó listo para comenzar la actuación.

Julio, que fue el encargado de ordenar todas estas cosas, mientras se ocupaba de estos preparativos, dejó su charango sobre una mesa cercana. Cuando terminó de ordenar, volvió a buscar su instrumento, nos alineamos todos frente al escenario, y comenzamos nuestra actuación. Estábamos en los primeros compases, cuando súbitamente, el maldito micrófono comenzó a bajar. Al principio fue un movimiento apenas perceptible, pero nosotros, que estábamos al lado, nos dimos cuenta de inmediato que algo extraño estaba pasando: por cada enfático acento que salía de nuestras revolucionarias voces, el aparato reaccionario descendía medio centímetro. La situación se agravaba. Estábamos en estas tribulaciones, cuando surgió la gota que rebasó el vaso: la mesa donde Julio había dejado el charango, estaba llena de pedazos de scotch, que algún aborrecible boicoteador había dejado irresponsablemente allí. Sobre las cuerdas del charango, un repugnante papel amenazaba con dar por el suelo con nuestro espectáculo. Nosotros ya observábamos aterrorizados que en las bocas de algunos espectadores comenzaba a insinuarse un rictus irónico. Julio se desesperaba, tratando de sacarle sonidos al charango, que con sus cuerdas enredadas por el scotch, tosía y tosía medio ahogado. La cosa llegó al borde del desastre, cuando se hizo ya visible para todos, que el condenado micrófono no estaba dispuesto a detener su movimiento descendente. Y de pronto, el valiente -¡en la cancha se ven los gallos!- dio por fin el paso temerario que había estado urdiendo durante esos dramáticos instantes. Sin titubeo alguno, y con una voltereta perfectamente estudiada, se inclinó hasta coger con los dientes el fastidioso papel, mientras con el codo lograba la espectacular hazaña de volver a poner el micrófono a su altura normal. Todo esto, sin dejar de cantar ni de tocar, sin perder el ritmo y sin olvidarse del texto. Que alguien haga la prueba y trate de repetir esta proeza. Con el micrófono restablecido a una altura aceptable, pudimos llegar hasta el final, sin hacer un mal papel. Por supuesto que el bellaco continuó descendiendo, pero ya su poder maléfico estaba exorcizado. El papel quedó todavía algunos momentos en la boca del héroe, hasta que por fin apareció una ansiada y bienvenida "p" en el texto, que le permitió expeler el maldito scotch sin más contratiempos.

A veces la desorganización de la gira era extrema. Llegábamos a una ciudad, y como los responsables eran unos irresponsables, y resultaba que no habían previsto nada, nosotros mismos teníamos que comenzar a averiguar si había alguna sala libre para el día siguiente; y si llegábamos a encontrarla, teníamos que hacer los afiches manuscritos, repartirlos en los negocios, o pegarlos en las calles principales del pueblo, visitar los diarios y las radios de la región, y finalmente, cuando venía el concierto, salir a cantar. Después de estas jornadas quedábamos rendidos, pero no teníamos otra alternativa, habíamos elegido una vía difícil: o hacíamos esto, o entrábamos de lleno en la música comercial, lo que entonces significaba abandonar definitivamente cualquier independencia ideológica. Por este motivo, todos los artistas del nuevo movimiento musical chileno se vieron obligados a pasar las mismas penurias: a esta misma gira que contamos, tendría que haber ido Violeta Parra. A último momento declinó su decisión. Algunos días después, y cuando nos encontrábamos atravesando los canales del archipiélago de Chiloé, por la radio del barco nos llegó la trágica noticia de su muerte. Nos quedamos todos muy tristes, observando los surcos que dejaba el movimiento de la embarcación en el agua. Nadie comprendió lo que había pasado. Lo que estábamos viviendo, tampoco la habría sacado de su desilusión. O tal vez sí, los crepúsculos en los canales de Chiloé pueden devolver el hombre a la vida, cuando no lo sacan definitivamente de ella. Quizás esa ausencia habría sido menos dolorosa.

Por esa época comenzamos a tener alguna confianza en lo que hacíamos. En estos espectáculos maratónicos, en que participaban muchos artistas aficionados (en los dos sentidos de la palabra), de pronto la gente comenzaba a mostrar signos de aburrimiento, los chiquillos correteaban y gritaban más que nunca, una sensación de frustración y de malestar se apoderaba del ambiente. Desde detrás de las cortinas, veíamos al público raleándose, inquieto, conversando en voz alta, sin importarle mucho lo que sucedía en el escenario. Un poco acongojados, pero sin perder las esperanzas, aguardábamos hasta que nos tocaba el turno. Y ocurría el milagro: desde que salíamos a cantar, las cosas cambiaban por completo. Algo pasaba. Desde el escenario veíamos que poco a poco la gente volvía a acercarse, todo el mundo se concentraba y comenzaba a seguir con interés lo que decíamos. La atención iba en aumento, y nosotros entrábamos en el juego embriagador de la seducción desde la escena. Al final, todos encontrábamos esa especie de rara felicidad, que consiste en el juego de magnetismos mutuos que van desde el público hacia la escena y viceversa. Nadie quería que saliéramos del escenario. ¡Otra!, ¡otra!, nos gritaban, y nosotros nos hacíamos de rogar, a sabiendas de que esa misma espera formaba parte importante de la ceremonia. En estos momentos éramos muy felices recogiendo, con toda naturalidad, esa gratificación por el costo de nuestros esfuerzos gastados. Esos aplausos, en los rincones más apartados y ante los auditorios más difíciles, son siempre la más palpable prueba de que en la escena funcionan misteriosos poderes, que cuando se echan a andar, reconfirman ampliamente el trabajo de un artista.

Para René, la defensa del folklore era una verdadera cruzada, a él no le importaba mucho si lo que presentaba era bueno o malo, él se jugaba porque la canción chilena existiera, y en esto ponía todo su coraje. A veces era emocionante verlo, con su inmensa humanidad, tratando de explicarse por qué la gente no apoyaba más decididamente su trabajo, por qué los teatros no se llenaban, por qué el público no parecía entusiasmado con el espectáculo. Nosotros teníamos una respuesta, pero la callábamos: para imponer el folklore, o la Nueva Canción, era necesario elevarlas al rango de un arte elaborado. Esto exigía ser consecuentes con el rol de espectáculo que estas presentaciones debían tener. La gente quiere soñar, ver y escuchar cosas hermosas y entretenidas, y desde este punto de vista, no vale lo mismo cualquier artista. Todos los artes son por esencia antidemocráticos, buscan establecer jerarquías, y a nuestro continente le cuesta mucho aceptar este tipo de hechos. Hay cantantes más afinados que otros, hay canciones más o menos vivas, hay escenarios más o menos apropiados, etc., etc. En nuestros países, todavía es difícil comprender que el arte es cuestión de valores, que para desarrollar una cultura hay que desarrollar una jerarquía, escalas de valores, niveles, etc. Por eso, muchas de las iniciativas de defensa de la cultura popular sólo se quedan en la agitación del problema, sin alcanzar el punto donde las cosas se deciden en un sentido creativo de construcción de lo nuevo y lo propio.

Aunque éramos ardientes defensores de las jerarquías y de las calidades, formábamos parte del elenco estable de Chile Ríe y Canta, e incluso llegamos hasta a ganar un gran Festival organizado por René, a fines de 1966, que llevaba el pomposo titulo de Festival de Festivales. Como por esa época el movimiento de la Canción chilena estaba en franca expansión, en todas las provincias se estaban realizando festivales de este tipo de música. El Festival de René pretendía reunir a todos los ganadores de festivales del año. Como nosotros acabábamos de ganar el Festival de Viña del Mar, tuvimos derecho a la participación por derecho propio. Este nuevo triunfo podría haber significado una importante consagración en los medios artísticos nacionales, pero no nos reportó casi nada, pues su difusión fue boicoteada, y al final, de los resultados no se supo gran cosa. A nosotros, este evento nos permitió conocer al gringo Gilbert, el "afuerino", amigo de Violeta, que tocaba la quena maravillosamente, y a Cavour, el mago boliviano del charango, que ya entonces hacia proezas inigualadas con su instrumento, tocando difíciles trozos solistas, indistintamente con la mano izquierda o derecha, y transformando los huaynos y las morenadas bolivianas en asombrosas demostraciones de acrobacia musical. Su grupo, los Jairas, fue durante varios años el centro de un movimiento de renovación de la música boliviana, impulsando nuevos valores a través de su Peña en La Paz, la cual, según tengo entendido, todavía existe.

El primero en felicitamos por el premio recibido en el teatro Caupolicán de Santiago, fue el Tarzán peruano, luchador de catch, que casi nos trituró con un abrazo. Él y una tropa de formidables atletas, se entrenaban todas las tardes en los camarines del teatro, sobre unas colchonetas repartidas por el suelo. Durante años, cada vez que teníamos que actuar en ese teatro, los encontrábamos ejercitándose para su función semanal. Los luchadores, muchos de ellos conocidos nuestros, por ser huéspedes de la casa de Numhauser, manifestaron siempre una consternante indiferencia frente al mundo. Mientras Allende o Corvalán, desde la tribuna de ese mismo teatro, hacían vibrar las galerías con inflamados discursos, estos obstinados tarzanes, completamente escépticos, no pararon nunca de ensayar sus diabólicas llaves. Nada los conmovía, y por supuesto, menos que nada la política. Su sabiduría debiera habernos hecho reflexionar más profundamente en las relatividades de toda lucha, pero para nosotros, hasta el primer premio en un Festival de la canción era en ese entonces un avance hacia la revolución mundial.

Para celebrar nuestro triunfo nos fuimos con el propio René a la Boite El Mundo, que quedaba justo al frente del teatro, y como estábamos cerca de las fiestas de navidad no paramos de tomar cola de mono.

Pero volvamos todavía a nuestra gira. Ya hemos dicho que la reforma agraria, iniciada por Frei, había sido más que suficiente para levantar las iras de los terratenientes chilenos, cuyo poder absoluto sobre las tierras, nunca antes había sido puesto en cuestión por ningún gobierno. Los derechistas odiaban todo lo que pudiera oler a Reforma Agraria, y como nuestro espectáculo era financiado por la CORA, cada vez que llegábamos a una zona conservadora, nuestras dificultades se duplicaban. En Chiloé, las cosas se pusieron color de hormiga.

En Ancud, después de una exitosa presentación en el palacio de deportes de la ciudad, algunos momios recalcitrantes, que no podían tolerar nuestra presencia en la isla, montaron una cobarde provocación. Era de noche, y acabábamos de comer, cuando a la salida de un restaurante, René fue agredido. Varios tipos, con pintas de matones, se bajaron de unas resplandecientes camionetas Ford, y rodeándolo, comenzaron a insultarlo y a darle golpes. Nosotros, que veníamos también saliendo del local, al ser testigos de esta odiosa escena, enfurecidos, por defender a René, comenzamos a responder los insultos y los golpes. Como para proteger su garganta del frío sureño, René andaba con una enorme bufanda, uno de los tipos la cogió por un extremo con la intención de quitársela. Por defenderlo, uno de nosotros cogió el otro extremo y comenzó a tirar en sentido opuesto. Nuestro amable difusor del folklore chileno, entre las dos fuerzas contrarias, ninguna muy dispuesta a ceder, quedó al borde del ahorcamiento. Felizmente, la batahola que se creó de inmediato fue demasiado grande como para que este equilibrio inestable se sostuviera, y nuestro periodista pudo salvarse, abandonando su bufanda en manos del cruel agresor. Comenzaron a arreciar los puñetazos, las patadas y las pedradas, por ambos lados, y la gresca alcanzó las proporciones de una batalla campal, en la cual toda nuestra troupe de folkloristas daba y recibía por todos lados.

De pronto, en medio del fragor del combate, una poderosa voz se hizo escuchar, llamando a la calma. Los gritos a la conciliación eran tan potentes, que todo el mundo contuvo su beligerancia por unos instantes. Silencio. Era el cura Ugarte, uno de nuestros cantantes, sacerdote progresista, que cantaba canciones evangélicas, el cual, por fin veía la ocasión de pasar de la simple prédica del amor, al acto. A voz en cuello, comenzó una locuaz apelación a la pacificación de todos los hombres, recordándonos que todos éramos hermanos, que nuestros anhelos de justicia no tenían por qué ser satisfechos allí mismo, y de inmediato, que este altercado podía arreglarse dialogando, que la violencia no arreglaría nada, etc. etc. Por aquella época, la palabra "diálogo" sonaba con una especial tonalidad política. Un cura jesuita de apellido Veckemans había traído a Chile la singular teoría, según la cual la lucha de clases podía y debía solucionarse con el amor y la comprensión de las partes en conflicto, doctrina que a estos momios del sur les producía urticaria de sólo escucharla, y a nosotros, que estábamos en la trinchera opuesta, nos despertaba serias dudas. Al escuchar estos llamados al diálogo con tintes de iglesia renovada, los agresores se sintieron ideológicamente ofendidos, y el pobre cura, que no paraba de hablar como un profeta, recibió un puñetazo en plena cara, propinado por un mastodonte de dos metros de altura, que estaba seguro de preferir la lucha de clases en su favor, que el diálogo en beneficio del adversario. El cura quedó inmediatamente fuera de combate, tirado en plena calle, y probablemente soñando con ángeles portadores de mensajes de paz y concordia. Entre paréntesis, les puedo decir que las consecuencias de un puñetazo son imprevisibles, porque al cabo de algunos meses, nuestro sacerdote cantor, desilusionado, colgó la sotana para siempre y terrenalizó definitivamente sus esperanzas.

La pelea siguió más encarnizada que antes, volvieron los puñetazos y los insultos. De pronto llegaron los carabineros, cuatro o cinco atemorizados uniformados, que al principio intentaron inútilmente llamarnos al orden. Como eran de la región, nuestros agresores, que más de algún vinito se había tomado con ellos en alguna ocasión, los convencieron fácilmente que los agredidos eran ellos. Aprovechando la pausa, uno de los nuestros, de excelsa candidez, comenzó a tratar de proponer una cierta legalidad en la lucha: ¡Por favor, tengan cuidado con las guitarras! ¡Son nuestros instrumentos de trabajo! ¡Las guitarras no! Los contrincantes no estuvieron de acuerdo con esta moción, porque uno de ellos cogió una guitarra, y blandiéndola como un mazo, la incrustó en la cabeza de nuestro convencional. Como por los azares de la lucha, la mayoría de nuestros instrumentos había quedado del lado de nuestros adversarios, fuimos espantados testigos del más cruel espectáculo que jamás ojos de músico vieran: los sádicos, aprovechándose de su ventaja, comentaron a saltar encima de nuestras guitarras, hasta hacerlas mil pedazos. ¡Esto era demasiada afrenta! Arremetimos con tal furia, que la paliza que les dimos quedó inscrita ad eternum en los anales bélicos de la región. Ni los carabineros se salvaron. Dos de los agresores fueron internados en un hospital, con graves lesiones. Mi hermano y uno de los bailarines del conjunto Cuncumén, gloria del folklore chileno, fueron los que más se destacaron en esta lucha; hicieron crujir varias mandíbulas, hasta echar por tierra la prepotencia de los derechistas. Entre combos que esquivaba y combos que pegaba, en un instante de la pelea, pude ver a Julio sentado sobre el pecho de uno de los matones, pegándole puñetazos en la cara. ¿Cómo lo derribó? ¿Cómo llegó a instalarse arriba de él? El caso es que quedó fuera de combate, y quedó así demostrado que en la isla de Chiloé algo había cambiado desde que se comenzó a aplicar la Reforma Agraria. Al final de la pelea, cuando los momios y los carabineros atemorizados se refugiaron en una casa cercana, de la que no pudimos sacarlos más, nos fuimos a la casa de unos parientes de Patricio Manns, quien también era de la partida. En la batalla, nuestro amigo había dejado un famoso reloj de familia, y parte de su conciencia, porque nos guiaba dando tumbos. Así, tropezando y trastabillando, en una hilera de contusos y aturdidos, llegamos por fin a un lugar donde pudimos descansar. Estábamos rendidos, pero satisfechos de haberle podido dar una lección a los momios. Después de unas horas, partimos de nuevo rumbo a Puerto Montt, donde al final del día nos esperaba otro concierto.

Así eran estas giras, que no le recomiendo ni le deseo a nadie, pero que a nosotros, al final, nos dejaron un cúmulo de experiencias inolvidables, permitiéndonos acercar nuestras canciones al verdadero país que se llama Chile, el cual, de otra manera, difícilmente habríamos podido conocer.

Después de Castillo, fue Numhauser el que se fue. En realidad, alcanzó a durar muy poco en nuestro grupo, y la prueba de ello, es que en el primer disco participó en muy pocas canciones. A pesar de que él había sido uno de los principales impulsores del grupo, muy pronto se reveló una contradicción entre la idea que nosotros teníamos y los proyectos que él se hacía con la música. Esto no podía durar así mucho tiempo, y por eso, de común acuerdo, decidimos separarnos. Él ha seguido formando grupos hasta ahora, y haciendo canciones con un cierto éxito, pues una de ellas ganó el Festival de Viña del Mar. En todo caso, como en otras ocasiones, la separación fue una buena medida para nosotros, pues nos trajo a otro de nuestros pivotes en la escena, Willy Oddó, que desde entonces le ha puesto a nuestro grupo la dosis de simpatía necesaria para que nuestra imagen no se fije cínicamente en los ponchos negros y las canciones dramáticas.

El problema que tuvimos para aceptarlo fue espinudo: según mi hermano, que lo conocía mejor que nosotros, Willy se "picaba" cuando jugaba al fútbol. Esto nos dejó preocupados. Julio lo había visto protagonizar un incidente, en el cual, Willy había estado a punto de irse a las manos con un compañero de curso por causa de un faul, que por lo de demás, había sido muy bien cobrado. Esta historia nos molestaba. ¿Un futbolista que hacia faules y no lo reconocía, podía llegar a formar parte de un buen conjunto folklórico? En este dilema nos quedamos todavía algunas semanas. Pero cada vez que lo veíamos cantar sus sambas, en la peña de la universidad, nos venía la tentación de pasar por alto estas consideraciones deportivas y ofrecerle trabajar con nosotros.

Él ya había formado parte de varios grupos estudiantiles, de esos que imitaban a los conjuntos argentinos. Uno de ellos, llegó hasta ganar un festival universitario, a fines de 1963. Se llamaba Los Quimbeños, y en él cantaba también Hernán Gómez, quien entraría más adelante a nuestro grupo. Por aquella época, Hernán todavía dudaba entre el folklore y la música rock, y a veces se lo veía en las reuniones sabatinas cantando con su guitarra: "sus piernas son como un par de carricitos, y cuando a la fiesta la llevo a bailar, sus piernas flacas se parecen quebrar. Popotito no es un primor, pero baila que da pavor, a mi Popotito yo le di mi amor..."

Willy había sido uno de los impulsores de la Peña de la Universidad Técnica y en ella cantaba las canciones de Cafrune, de Atahualpa y alguna canción de la Violeta. Su mayor éxito era la "Sambita pa' Don Rosendo": "Han comenzado las cosechas, los changos a las viñas van, y en un carro allá va Rosendo, meta chicote pa' su mulá" -y ahí seguía cantando en falsete- "y en un carro... etc." Con una sonrisa inconfundible, que mostraba a las claras, que los cantores de la Peña tenían derecho a más de un vaso de vino. La canción después hablaba de las uvas, que eran como miel, y de otras sugerencias que completaban la idea.

Willy ya entonces tenía un repertorio personal, y era muy popular entre los estudiantes que frecuentaban el lugar. Una historia curiosa es que cuando nosotros llegamos por primera vez a la peña, solicitando que nos dejaran cantar, fue el propio Willy el encargado de escuchamos para decidir si éramos o no admitidos. Nos condujo hasta un gimnasio, cercano al edificio, y allí, entre caballetes, trampolines, potros y anillos para hacer gimnasia, escuchó dos o tres canciones que le cantamos. "Sí, dijo, pueden cantar, aquí no hay nadie que haga esto que hacen ustedes". Terminamos haciendo buenas migas con él, y al final decidimos hacer la vista gorda con el faul que nos molestaba, y lo integramos al conjunto.

Como ha ocurrido varias veces en esta historia, el último en ser informado de nuestra decisión, fue el propio interesado. Con este objeto, una mañana nos dirigimos a su casa. Estaba todavía durmiendo, y hubo que despertarlo. Entramos en la pieza oscura, abrimos de par en par las ventanas, y por fin pudimos ver a Willy, sentado en su cama, refregándose los ojos, sin distinguir claramente quien invadía tan insolentemente su territorio. No entendía nada de lo que estaba pasando. Seguramente seguía con la cabeza llena de telarañas, porque sus respuestas no eran del todo coherentes. Tomamos una guitarra, que encontramos por ahí, y comenzamos a pedirle que nos cantara algunas notas para probar su registro. De su garganta salieron algunos sonidos guturales, pero que correspondían más o menos a la altura que le estábamos pidiendo. Quedamos conformes, podía cantar como segundo tenor. Cerramos las ventanas, lo volvimos a acostar y nos fuimos. Al salir, dejamos un papelito sobre la mesa del teléfono, citándolo a nuestro próximo ensayo. Estábamos ya en la calle, cuando escuchamos su voz que nos llamaba desde una ventana. Parecía más despierto, pero daba muestras de una gran indecisión, todo era vago, nos hablaba de una beca para irse a estudiar ingeniería a Alemania, creímos comprender que tenía todavía que escribir para saber los resultados definitivos, que la escuela, que la peña, que los conjuntos, que mañana... que si no podíamos... Nosotros lo felicitamos, lo volvimos a citar para el ensayo, y nos fuimos. Ha pasado el tiempo, y Willy todavía nos sigue dando explicaciones. Entre explicación y explicación, se integró perfectamente a nuestro grupo, y se transformó en una de las caras infaltables del Quilapayún en el escenario: su contacto fácil con el público, su simpatía y sus ingeniosas salidas, han sido siempre uno de los atractivos más eficaces del conjunto. Nadie ha dejado de reírse con el Willy; ni los mongoles, ni los japoneses, ni los suecos, ni los ingleses, han sido indiferentes a su comicidad. Desde su entrada, la cosa ha sido más alegre, y en todos estos años, después de cada concierto, nunca ha faltado algún chileno, noruego o argelino, que llegue a preguntarnos por su compadre Willy. Estos amigos deberían formar una asociación internacional, tendrían miembros suficientes como para emprender cualquier cruzada, y además, se morirían de la risa con su presidente. Su primera actuación ya nos sorprendió en este sentido: se trataba de un homenaje a Nicolás Guillén, que por aquella época andaba de paso por Chile. Después de escuchar atentamente nuestras canciones, el poeta cubano, emocionadísimo, se acercó a nosotros para saludarnos. Abrazó calurosamente a Willy, que un poco turbado, trataba de explicarle que él recién comenzaba a cantar, y que era a los otros que había que felicitar. Guillén lo seguía abrazando, sin reparar demasiado en lo que Willy decía y repetía sin cesar: "sí, sí, muy simpático, muy simpático, usted debería hacer comedia, debería hacer comedia..."

Las salidas del Willy, a veces nos han sacado de apuros. Por ejemplo, esa vez en el teatro Marconi de Santiago. Estábamos en mitad de un concierto, cuando de pronto, nos dimos cuenta de que se nos había olvidado en los camarines un palito que usábamos para tocar el güiro, un instrumento caribeño. Willy estaba ya anunciando la canción en la que él mismo tenía que tocarlo. Comenzó a titubear: "el huiro es un instrumento... eh, afrocubano... eh, de percusión... ehhh, que acompaña los ritmos caribeños... ehhh, y que se toca con la peineta de mi mamá. Mamá -dijo dirigiéndose a la sala- ¿me puede pasar la peineta?" La señora, que estaba sentada en la primera fila, sacó una peineta de la cartera, y se la hizo llegar. El problema quedó solucionado.

La primera cosa importante que hicimos con nuestro nuevo integrante, fue nuestra primera gira a Europa, que fue al mismo tiempo nuestra primera salida al extranjero. Un día, René, el mismo de las giras, nos llamó urgentemente a su casa, para discutir con nosotros una proposición que acababan de hacerle: una compañía de viajes había organizado un gran tour europeo, que debía culminar con la participación de los viajantes en las festividades del cincuentenario de la revolución de octubre. Rápidamente todas las plazas se habían vendido, pero como por la misma época había estallado el primer conflicto bélico árabe israelí, algunos turistas judíos habían anulado sus reservas como protesta en contra del gobierno soviético, que aparecía apoyando a los egipcios. Esto dejaba puestos libres en los aviones y en los hoteles, los cuales ya no podían ser tomados por nuevos interesados. Como por contrato, las personas que se habían retirado, perdían sus dineros, los lugares libres estaban, además, pagados. El organizador del tour, un hábil comerciante, pensó de inmediato en ocupar esos puestos con una troupe de artistas, con el objeto de vender el espectáculo en los distintos países que se visitarían. A René se le había propuesto que él mismo hiciera la selección, y él nos proponía ahora formar parte de la gira. Había que decidirse ahí mismo, porque se partiría la semana siguiente. Nosotros, que soñábamos con viajar y conocer el mundo, estuvimos inmediatamente de acuerdo.

El primer problema que se tuvo para formar la troupe, es que muy pocos artistas pudieron liberarse de sus compromisos. Como se quería hacer un espectáculo de canto y baile, hubo que improvisar un cuerpo especial de baile, con los mismos integrantes de los conjuntos de canto. Patricio Manns y mi hermano, fueron elegidos como bailarines de folklore chilote, y comenzaron a ser adiestrados inmediatamente por Héctor Pávez, que también formaba parte de la troupe. Entre carreras de una oficina fiscal a la otra, sacándonos fotos, llenando solicitudes y formularios, pegando estampillas, haciendo antesalas, y aburriéndonos de tanta tramitación burocrática para salir del país, improvisamos algunos ensayos de baile, que nos dejaron preocupados por sus dudosos resultados.

El día de la partida, todavía con una sensación de incredulidad por lo que estábamos viviendo, nos subimos a un avión atestado de gentes, que más parecía un carro de tercera de un tren de provincia, que un crucero aéreo en vías de atravesar el Atlántico. Los viajeros eran particularmente ruidosos, y habían cargado consigo paquetes, canastos, "guaguas", y lo que es incomprensible, tratándose de un tour que pasaría por España, Italia y Francia, un importante arsenal de botellas y garrafas de vino. La ideología del chileno medio es intransigente con respecto a nuestra bebida nacional, reputada en nuestras tierras como "la mejor del mundo".

El avión despegó, y los efectos del vino también, pues desde el primer movimiento, nuestros compatriotas comenzaron a correr botellas y vasos a diestra y siniestra. En Buenos Aires, primera parada, ya la mitad del avión iba cantando. Cuando por fin partimos rumbo a Dakar, el ambiente comenzó a agitarse en extremo: los niños corrían como podían por los estrechos pasillos, algunos se pusieron a cantar a voz en cuello, en otras partes se formaron grupos de discusión. Las azafatas, desconcertadas, trataban de cumplir su trabajo sin mucho éxito, e iban de un lado para otro, sin saber qué hacer. Pasaba el tiempo, y el barullo seguía aumentando. El piloto debe haberse desesperado, tratando de estabilizar un avión en el cual la distribución del peso cambiaba en cada minuto. Pero los movimientos de los pasajeros no cesaban. En medio de esta crítica situación, comenzó una tormenta, y el aparato empezó a tambalearse y a subir y bajar bruscamente, tratando de salvar las turbulencias. Por las ventanillas se observaban los centelleos de los rayos entre las negras nubes, la naturaleza furiosa parecía haber desencadenado todas sus potencias en contra de nuestro avión; pero nuestros compatriotas seguían gozando del paseo, como si estuvieran en la plaza de Talagante. Las azafatas, asustadas, comenzaron a pedir insistentemente que la gente se sentara. De asiento en asiento, iban enseñándole nerviosamente a los más dóciles -que eran los menos- a ajustarse los cinturones de seguridad. Ni siquiera cuando, a través de los parlantes, se escuchó la voz airada del piloto, exigiendo calma, los entusiastas dejaron de pasearse. Más todavía, como el tipo hablaba con acento alemán, los más chistosos se pusieron a imitarlo, haciendo mofa de sus erres. Hasta que de pronto sucedió lo que nadie se imaginó que podía suceder. En uno de los bamboleos del avión, se produjo un descenso brusco, y todas las estructuras comenzaron a crujir como si fueran a explotar. Algunos pasajeros comenzaron a gritar aterrorizados, mientras el avión continuaba su danza macabra, perdiendo cada vez más altura. Todo parecía darse vueltas, los motores rugían, tratando de luchar contra la gravedad, paquetes y canastos volaban por todos lados, quebrándose los vasos y botellas en un estrépito infernal, las mujeres llorando de angustia, y los hombres que no gritaban, pálidos y medio muertos de terror. El avión se estaba cayendo en medio del Atlántico. Después de tres o cuatro intentos de reestabilizar el aparato, a pesar de que los motores funcionaban a su potencia máxima, comenzamos de nuevo a perder altura vertiginosamente, todas las bandejas llenas de comida, dispuestas para ser servidas durante el vuelo, se desparramaron por los pasillos, y comenzaron a esparcir su contenido por todos lados, el ruido era ensordecedor. Todos pensamos que hasta ahí llegaba nuestra "vida indina", pero como sucede en los filmes de aventuras, cuando ya todo parecía perdido, el avión comenzó lentamente a normalizar su vuelo. Todos quedamos en silencio durante varios minutos, hasta que, poco a poco, comenzamos de nuevo a recuperar el habla: la terrible experiencia nos había enseñado a mantenernos tranquilos, pero lamentablemente nos dejó a todos un miedo incurable a los aviones. Así, tranquilitos, amarraditos a nuestros asientos, con los cinturones perfectamente ajustados, y en un silencio casi monacal, llegamos por fin a Zurich, que fue nuestra primera escala en nuestro viaje por las tierras europeas.

Esto no es un libro de viajes, y alargaríamos demasiado nuestro relato si comenzáramos a contarles los detalles de nuestro primer encuentro con Europa. Desde 1961, fecha en la que me tocó viajar por primera vez al viejo continente, yo tenía claros mis lazos con Europa. Sabía, por ejemplo, que aunque reivindicáramos nuestra propia identidad latinoamericana, en la base de ésta misma, había una pertenencia básica a la cultura europea, que no era contradictoria con nuestros anhelos de autenticidad. Recorriendo estos paisajes, reencontrábamos de alguna manera nuestro propio pasado, nuestros propios orígenes, cuyo espectáculo nos proporcionaba emocionantes descubrimientos.

Por lo general, estas relaciones entre Latinoamérica y Europa se han planteado equivocadamente. O bien se establece como único punto de referencia lo europeo, tratando de importar en nuestros países lo que allí se hace, o bien se asume lo propio de modo un poco neurótico, negándose a toda posible influencia, y buscando lo autóctono, únicamente en la pureza de las culturas indígenas del pasado. Entre ambos excesos, nos hemos tratado de ubicar nosotros: los latinoamericanos no somos, ni europeos ni indígenas puros, sino la confluencia de ambas fuentes, y algunas otras más, asimiladas a un tronco común, cuya raíz es, en definitiva, la misma que la de las actuales culturas europeas. Conformamos con Europa una unidad, que habría que llamar, cultura europeo-occidental, o mejor todavía, cultura euroamericana, cuya síntesis está todavía lejos de aparecer con claridad, y frente a la cual, todo "folklorismo" estrecho, todo "criollismo", y todo nacionalismo vacío, resultan ser meros expedientes, que embrollan todavía mas, el espinudo problema de nuestras claves.

En Venecia, al Negro Pávez, director de nuestro cuerpo de baile, se le quebró una pierna. Esto le ocurrió, cuando intentaba suicidarse, lanzándose desde el cuarto piso del hotel en que estábamos alojados. La razón era comprensible: el italiano, mozo del restaurante del hotel, con el que se encontraba tomando, no quería empinar una última vez la garrafa antes de irse. Él alegaba que ya era muy tarde, y que tenía que volver a retomar su trabajo. Pero estos argumentos no convencían al Negro, que además de ser testarudo por naturaleza, estaba borracho como una cuba. "Si no te tomas el último trago, le dijo, me tiro por la ventana". El italiano, que pensó que estaba bromeando, sin hacerle gran caso abrió la puerta. El Negro, sin pensarlo dos veces, saltó por la ventana. Felizmente, entre la ventana y la calle todavía quedaba una terraza, sobre la cual se habían instalado unos anuncios de neón, y en ella fue a dar la humanidad de nuestro pobre amigo, que felizmente no se mató, pero se quebró una pierna. Allá abajo quedó el Negro, quejándose amargamente de la vida, que tan mal lo trataba, entre cables eléctricos que chisporroteaban, y tubos de colores a medio encender, desparramados por el suelo. Hubo que modificar el espectáculo, porque con la pierna enyesada, él ya no pudo bailar.

Con respecto al baile, el problema más grande que teníamos hasta ese momento, era el de convencer a Patricio Manns, de que lo que él creía estar bailando no era "trastrasera chilota", aunque según su opinión, pudiera parecerse mucho, y que por favor, no siguiera dando saltos como loco, porque en una de esas iba a caer sobre el pie de otro bailarín, y corríamos el riesgo de tener que lamentar a dos lesionados. Él respondía que él era de Chiloé, y que sabía muy bien lo que estaba bailando. Se le respondía amablemente, que el ser chilote no lo facultaba para agitarse de esa manera, y que tenía que fijarse mejor dónde caía el tiempo fuerte y dónde el débil, porque era en el primero y no en el segundo, donde tenía que pegar la patada con la pierna derecha. Él se resistía a aceptar estas razones, y continuaba dando patadas para todos lados, como si estuviera matando bicharracos en el suelo...

Patricio Manns era ya un amigo viejo. Él era ya uno de los grandes de la canción chilena. Algunas de sus canciones se habían hecho famosas en todo el país, alcanzando un grado de difusión que nunca alcanzaron otros intérpretes del movimiento. Patricio, con su melena rubia y sus ojos claros, que hacían chillar a sus admiradoras cada vez que aparecía en el escenario, cantando, contaba historias de arrieros y pescadores, y evocaba mundos novelescos, que nunca antes habían aparecido en la temática de nuestras canciones. Era un hombre taciturno, de poco hablar, que parecía provenir de un más allá secreto, poblado de personajes legendarios, de paisajes románticos, de vidas novelescas. Escribía mucho, y no sólo canciones, una novela suya había ganado un premio nacional, ubicándolo ya como uno de los valores literarios más promisorios de su generación. Era locuaz cuando se le preguntaba por el sur, por las montañas, por la vida de los correcaminos, o por las costumbres de su tierra. Se interesaba en la historia y en América Latina, y gran parte de sus canciones tenían que ver con estos temas. Una obra suya, injustamente desconocida en aquel tiempo, fue uno de los primeros intentos de empujar la canción hacia formas más desarrolladas. Se llamaba, "El Sueño Americano", y trataba de realizar en el dominio de la canción popular, el mismo ambicioso proyecto del "Canto General" de Neruda. Hoy día Manns sigue siendo uno de los más importantes creadores del Movimiento de la Nueva Canción en América Latina.

En Roma, estuvimos de nuevo con Juan Capra, de quien ya hemos hablado, y que en todo este tiempo había aprovechado muy bien su viaje a Europa. En vez de estudiar pintura, como había sido su propósito inicial, se había puesto a cantar profesionalmente, transformándose en una de esas figuras típicas de estos años sesenta, en las que se juntaba el espíritu folk, de búsqueda de las raíces populares, con el hippismo y la contestación. Cantaba todas las noches en una especie de peña italiana, que se había creado no hacía mucho, y a la que llegaban artistas italianos que trataban de rescatar las tradiciones musicales de su país. Juan había grabado ya algunos discos con canciones de Violeta Parra y otras de recopilación folklórica, y era bastante conocido en estos medios italianos y franceses. Fue él quien nos llevó al Folkstudio en Roma, y nos presentó algunos grupos italianos, de cuyo repertorio, después, extraeríamos algunas canciones como "Bela Ciao", "Mama mia dame cento lire" y otras. Cantando en ese pequeño teatro en el Trastevere, pudimos comprobar que nuestras preocupaciones culturales y políticas no eran solamente latinoamericanas; allí llegaban artistas de muy distintos puntos del mundo, suecos, escoceses, irlandeses, australianos, y todos ellos manifestaban los mismos intereses. Hacían un trabajo de investigación, difundiendo antiguas canciones de sus países, muchas de ellas vinculadas con el movimiento social. Conocimos también allí a Mari Franco Lao, la autora del libro "Basta", recopilación de canciones revolucionarias latinoamericanas, del que sacaríamos más tarde la idea de nuestro disco homónimo, en el que cantamos algunas de ellas. En esos primeros encuentros con un público que no conocía nuestro idioma, pudimos damos cuenta de que había algo de universal en nuestra música, pues lográbamos hacernos entender, a pesar de todas las diferencias.

En Madrid, el chofer del bus que nos transportaba nos enseñó algunas canciones de la guerra civil y algunas otras más actuales. Las que más nos gustaron, las metimos después en nuestros discos, y llegaron a ser bastante conocidas en Chile. Gracias a ellas, todos los años éramos invitados a la reunión anual de los exiliados españoles, que llegaron a nuestro país en el Winnipeg, barco especialmente dispuesto por Neruda, para trasladar españoles que huían de las cárceles franquistas. Ellos fueron nuestro primer contacto con las esperanzas de los demócratas españoles, con quienes viviríamos más adelante, en la propia tierra de sus sueños, algunas de nuestras más hermosas experiencias artísticas.

Aunque el conjunto había pasado a ser bastante heterogéneo políticamente, mi hermano y yo seguíamos con nuestras firmes convicciones ultraizquierdistas. Éstas deben haber provenido probablemente de nuestra educación religiosa, que seguramente nosotros no habíamos tomado en serio. Aunque Dios ya hacía tiempo que había desaparecido de nuestras cabezas, quedaba en nosotros; ese impulso espontáneo a la piedad, a la solidaridad y al espíritu de sacrificio, que no podía ser otra cosa que un cristianismo trasmutado en anhelos de justicia. Había en nosotros, como en toda nuestra generación, un deseo real de cambios sociales, pero éstos se confundían con un cierto romanticismo, muy idealista, expresado en nosotros por una urgencia de dar la vida por una causa. Si tuviéramos que escenificarlo, nuestro sueño más secreto de aquella época era algo así como caer heridos, envueltos en los jirones de las banderas revolucionarias, delante de una tribuna de espectadores, en la que no faltara ninguna de las personas cuya opinión nos interesaba, nuestros seres más queridos, nuestros amigos, y por supuesto, nuestras novias o esposas. Sacrificar la vida, era alzarse por encima de todo, dejar en el mundo una sensación de duelo irreparable, como si nuestra ausencia tuviera que ser más poderosa e importante que nuestra propia vida. Este afán desesperado de heroicidad es, tal vez, en el fondo, lo que anida en el corazón de todo buen ultraizquierdista, los cuales, si insisten tanto en la lucha armada, seguramente sea más por una necesidad romántico-ideológica, que por una verdadera táctica o estrategia política. La entrega y el sacrificio, concebidas in extremis, apuntan a una necesidad de salvación, a una redención por la sangre y el dolor, inculcada en nuestras cabezas por siglos de esperanzas religiosas. Muchas veces, quienes creen estar a kilómetros de distancia de las creencias y de las mitologías del pasado, son precisamente los que las sustentan en sus actuales transmutaciones inconscientes. Y que se sepa, que todo lo que estoy diciendo, no está dictado por un militantismo anticura o una profesión de fe antireligiosa, a la manera de los radicales o los liberales del siglo pasado, ateos por positivismo. Quiero simplemente mostrar esta relación entre ultraizquierdismo y religión, porque me parece que por no estar ella suficientemente dilucidada en nuestro mundo latinoamericano, hemos sido y seguimos siendo víctimas de incontrolables equivocaciones históricas, cuyas consecuencias no han parado de ser catastróficas. Creo que el ultraizquierdismo es una forma del cristianismo militante, que en vez de adoptar las formas convencionales y tradicionales de la religiosidad, se viste con los ropajes del "marxismo-leninismo", o de la revolución social, para volver a mostrar su entusiasmo por la muerte. Las fuerzas históricas esenciales no aparecen en todas las épocas con las mismas vestiduras ideológicas o políticas, cada nueva situación las va adaptando a nuevas transmutaciones, cuyos lazos con fuerzas del pasado, por lo general, pasan desapercibidas. En este caso, es importante mostrar estas relaciones, porque la afición por el extremismo heroico, que seguramente nos viene de la España Católica, ha sido siempre en nuestra historia una fuerza regresiva, aunque aparezca bajo los aspectos más revolucionarios. Si frente a esto, fuéramos capaces de aprender a hacer siempre prevalecer los argumentos del amor por la vida, nos ahorraríamos muchos excesos y fanatismos, que han ensangrentado inútilmente nuestra historia. El ultraizquierdismo es una forma que adopta este cristianismo antiguo, cuando por diversas razones, el moralismo tiene que disfrazarse de política, el ultraizquierdismo no es más que una desesperada "imitación de Cristo", de aquellos que ya no pueden creer, pero que tampoco pueden abandonar definitivamente la moral católica. De allí, el maniqueísmo propio de estas posiciones, que quieren ver el mundo escindido en una lucha entre buenos y malos, más que tratar de comprenderlo con conceptos políticos o científicos. El esquematismo y la exaltada verborrea, que condena a unos y glorifica a otros, son la manifestación más evidente de estos excesos ideológicos. En el fondo, desde un punto de vista político, el ultraizquierdismo no es más que una moralina anacrónica, disfrazada de doctrina revolucionaria, que no ha hecho otra cosa que absolutizar sus propias necesidades de redención personal.

Y eso más o menos era lo que éramos nosotros, y eso es lo que explica por qué andábamos siempre buscando cómo realizar nuestros sueños guerrilleros. Cuando llegamos por primera vez a Moscú, en una exaltación de esta euforia revolucionaria, motivada por el conocimiento de algunos verdaderos guerrilleros venezolanos, nos pusimos en contacto con la embajada cubana, y solicitamos una reunión formal con uno de los secretarios. A este señor, que nos escuchó atónito durante toda nuestra visita, le propusimos lisa y llanamente que queríamos partir inmediatamente donde ellos dispusieran, que queríamos participar en alguna de las guerrillas latinoamericanas, y que solicitábamos, por su intermedio, que el gobierno cubano se hiciera cargo de nosotros, nos diera instrucción militar, y nos entregara armamento. No se rían, nuestra decisión era seria, y demuestra que aunque estábamos equivocados en las soluciones que buscábamos, éramos ultraizquierdistas honestos, dispuestos a llevar nuestras posiciones hasta el final. Por supuesto, ni en ese momento, ni después, recibimos respuesta alguna acerca de nuestra generosa proposición, la cual, seguramente quedó archivada junto a muchísimas otras por el estilo, en la clasificación de "cosas raras".

Días después, mientras nos preparábamos para cantar en un gran teatro de Moscú, alguien trajo una trágica noticia, que nos dejó a todos en la más profunda tristeza: el Che Guevara había sido asesinado en Bolivia por militares gobiernistas. El Che era para nosotros el prototipo del héroe que hubiéramos querido imitar, el valiente aventurero que se lanza a la búsqueda de su ideal, y que encarnaba de nuevo el espíritu patriótico latinoamericano. Su proyecto, como el de Fidel, sólo podía compararse con el de nuestros libertadores de comienzos del siglo pasado, que habían luchado por la primera independencia de nuestro continente; en sus escritos y en sus hazañas, nos reconocíamos completamente, con ellos, imaginábamos un enorme país latino, que pudiera ser la contrapartida del gigante del norte, cuyo poder tantas humillaciones nos estaba costando. El Che era casi de nuestra generación, y estaba imbuido de los mismos sueños que a nosotros nos impulsaban a cantar la revolución. Cuando supimos de su muerte, no podíamos darnos cuenta de todo lo que moría con él; ese voluntarismo justiciero, que se expandió en nuestras tierras como una ráfaga, sin llegar a realizar su fantasía liberadora, iría poco a poco mostrando sus limitaciones. Las ideas, seguramente toman formas utópicas en el momento de su primera aparición, y sólo el tiempo, el sabio tiempo, va acomodándolas a la realidad positiva. Hoy día estamos lejos de esos sueños, en los que veíamos formidables posibilidades abiertas ante nosotros, al alcance de nuestras manos, como si bastara para realizarlas, una buena cuota de heroísmo y de audacia. La consecuencia revolucionaria nos exigía ponemos a actuar de inmediato, el presente apremiaba, derrotar al poder imperialista era posible con algunas armas y un puñado de valientes, nuestra libertad estaba a la vuelta de la esquina. Hoy día, todo esto nos parece ingenuo, pero no porque hayamos cambiado de ideales, nuestra utopía latinoamericanista sigue en pie. Lo que ha cambiado es nuestro saber sobre el mundo, ahora sabemos que todo es más difícil y más largo de lo que pudimos pensar en aquella época, la historia es la voluntad realizada, no simplemente soñada, aunque estos heroicos luchadores, anunciadores del futuro, tengan que cumplir su rol eminente de extremar nuestros sueños a costa de sus vidas.

Al Che siempre le cantamos, el mismo día en que supimos de su muerte le hicimos una canción sin palabras, y más adelante, Juan Capra nos enseñó otra, hecha a partir de un cable llegado a Francia, que daba cuenta de las persecuciones en la selva boliviana. Víctor le hizo una canción con esta misma idea, "El Aparecido". Juntos, cantamos otros momentos de estos sucesos bolivianos, que no siempre veíamos por su lado dramático, como se muestra en la canción dedicada a los hermanos Peredo, "A Cochabamba me voy".

Nuestro espectáculo en Moscú nos permitió presentar por fin lo que habíamos venido preparando durante todo el viaje: abríamos el espectáculo nosotros, con nuestras quenas y charangos, después venía Patricio Manns, y para cerrar la primera parte, cantábamos algunas canciones juntos. En la segunda parte, venía la danza: se abría el telón, y aparecía el Negro Pávez, arrastrando su pata de yeso por todo el escenario. Después de interminables problemas para instalarlo frente a su micrófono, trabado de movimientos como estaba, lograba por fin acomodarse en una silla de paja, y comenzaba a cantar "el pavo con la pava..." Aparecía entonces un cuarteto de danza, vestido con trajes chilotes: mi hermano, Patricio, y dos niñas del conjunto de Pávez. La danza consistía en desordenadas maromas, tan fuera de ritmo, que daban la impresión de un ballet moderno, zapatazos incoherentes hacia todos lados, vueltas a destiempo, miradas que hubieran tenido que ser pícaras, pero que en realidad salían bobas, movimientos de brazos y cuellos con la coquetería de un elefante enamorado, vueltas y piruetas en las que uno no llegaba a comprender bien si estaban bailando, o buscando algo perdido en el suelo. Los soviéticos, acostumbrados a sus ballets Berioska, no comprendían qué pasaba. Después de algunos números como éste, salíamos todos a hacer la parte preferida de nuestro director de escena: el final de fiesta. Cada cual cogía su pareja, y se instalaba en algún punto del escenario disponiéndose a bailar las estruendosas cuecas, que Pávez, con su voz destemplada, nos arrojaba a la figura desde su silla: su propósito era que no se le fuera ni una sílaba, ni a la última fila de la galería. El desorden alcanzaba aquí el punto de no retorno: chocábamos unos con otros, se nos cambiaban las parejas, nos resbalábamos, y hasta más de alguno se caía. Un desastre, un desparramo total. Terminábamos tan muertos de vergüenza, que cuando llegaba el momento de saludar al público, todos tratábamos de escondernos unos detrás de otros, para no tener que darle la cara al público.

Un día, el bochorno se trasladó a la primera parte del espectáculo. Como es costumbre en la URSS, al final de todos los espectáculos que realizábamos, recibíamos un ramo de flores. Mientras estábamos saludando al público, llegaban unas hermosas y sonrientes muchachas, con ramilletes o canastillos, subían al escenario, y con besos y abrazos de felicitación, nos hacían entrega de sus floridos presentes. Por supuesto que esto no es otra cosa que una simpática formalidad, y ningún espectáculo se termina sin pasar por este momento de convencional emotividad. Hasta tal punto es así, que durante toda nuestra gira, nosotros mismos trasladábamos en nuestro autobús las flores que al final del espectáculo nos serían entregadas. Junto con las guitarras y maletas, había que bajar y subir los canastillos y maceteros, con flores cultivadas en el frío otoño ruso.

Una noche, nuestro amigo Patricio Manns, estrella principal de nuestro espectáculo, fue convencido de que la hospitalidad soviética se prueba bebiendo vodka, y como sus argumentos en favor de la enofobia no convencieron a sus insistentes huéspedes, se vio obligado a beber por lo menos medio litro más de lo que su cuerpo podía asimilar sin efectos maléficos. La hospitalidad soviética quedó probada exuberantemente, y nuestro amigo terminó por los suelos, tratando de recomponer el universo que súbitamente se había duplicado. Como no se podía suprimir el espectáculo, nos vimos obligados a salir a cantar con él en ese estado. Costó bastante trabajo pararlo derecho frente a los micrófonos, sin que se hiciera evidente su mareo. Cuando nuestro amigo comenzó a golpearse el pecho, y a vociferar en una lengua que a nosotros nos sonó cercana al ruso -nadie pudo entenderla, porque en realidad, como después supimos, era simplemente la lengua de Cervantes, después de una botella y media de vodka- al público no le cupo la menor duda de que nuestro artista estaba en un extraño estado. En nuestra desazón, nosotros tratamos todavía de disimular las verdaderas causas del desperfecto, cantando lo mejor posible, tal como lo habíamos hecho tantas veces; pero Patricio, con una sonrisa bobalicona en los labios, estaba en otra cosa. Para él, este era un momento de aguda inspiración, y daba rienda suelta a su espontaneidad musical, sorprendiéndonos en cada compás. La situación en que estábamos era tan absurda, que el público para premiar nuestra buena voluntad, comenzó a aplaudir ardorosamente. Patricio creyó comprender entonces que todos sus sueños se estaban cumpliendo. Sin la menor conciencia de lo que realmente nos estaba pasando, comenzó un maravilloso delirio, y reafirmó su exuberancia creativa. El público, al escuchar y ver lo que no tenía que escuchar y ver, comenzó a comprender que lo que sucedía ya no era una sarta de simples equivocaciones de un artista susceptible y nervioso, sino los efectos de algo que ellos conocían bastante bien. Por simpatizar con el entusiasmo de nuestro artista, comenzaron a aplaudir cada vez más ruidosamente, rompiendo definitivamente la solemnidad y la seriedad con la que habíamos comenzado el concierto. Patricio, al escuchar estas muestras de simpatía, confirmó lo que ya era más que una simple sospecha en el fondo de su cabeza: estaba viviendo su apoteosis de intérprete de la canción chilena. Gustoso habría seguido cantando toda la noche, si no es por nosotros, que vimos el peligro que se nos venía encima, y rápidamente intentamos terminar la cosa. Él no entendía nuestra premura por salir del escenario, y porfiaba por seguir cantando. Nuestra discusión y forcejeo delante del público hizo que la asistencia llegara al paroxismo: comenzaron a vociferar de alegría, pidiendo que volviéramos al escenario. Para tratar de terminar de una vez con esta situación, los organizadores del concierto, prevenidos por nuestros compañeros, que observaban la escena desde las bambalinas, decidieron enviar a las jóvenes encargadas de entregarnos las flores. Tres de ellas se aproximaron a nosotros, con un gigantesco canasto que apenas podían tener de tan grande que era. Con sus sonrisas, ahora un poco más pronunciadas que de costumbre, entre besos y abrazos, nos hicieron entrega de las flores. Nosotros, lo más rápido que pudimos, salimos del escenario. Patricio, en cambio, no podía más de felicidad: ¡Por fin se comprendían cabalmente sus canciones! ¡Por fin él era ubicado en el lugar que se merecía! ¡Por fin el respaldo tan ansiado de un público internacional! ¡Esto era el éxito! ¡Vengan las flores! Con su inocente sonrisa en los labios, mirando hacia todos lados, como diciéndole al mundo, "miren, vean lo que he sido capaz de hacer en Moscú", más borracho de su sensación de apoteosis, que del vodka que había bebido, saludaba a su público con innumerables reverencias No cabía en sí de felicidad y agradecimiento. Como si fuera la cosa más natural de mundo, se inclinó para tomar el enorme macetero con las flores. No pudo levantarlo. Era demasiado pesado. Después de dos o tres tentativas frustradas, se abrazó a él y haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió elevarlo del suelo. Con la cara congestionada por el esfuerzo, aunque sin que se borrara ni por un instante de su cara su mueca de felicidad, salió trastabillando y dando tumbos, por efecto del peso y del mareo. Detrás del escenario, todos lo esperábamos consternados. Patricio pasó delante sin mirarnos, y se fue dignamente a su camarín, donde rodeado de sus flores, siguió viviendo su apoteosis hasta que se quedó dormido.

En París volvimos a encontrar a Juan Capra, que entretanto, de nuevo se había cambiado de país. Vivía en uno de los lugares más pintorescos de la ciudad, en la calle Visconti, cerca de Bellas Artes, en la misma casa donde hacía casi trescientos años, Jean Racine había vivido los últimos años de su vida. Como había espacio, nos trasladamos allí con nuestras guitarras, y nos instalamos por unos días. Esta casa era entonces el centro de actividades de algunos jóvenes intelectuales y artistas franceses, casi todos universitarios, que se juntaban todas las noches a discutir sobre las formas más apropiadas para hacer la revolución en París. Los acontecimientos de mayo del 68 se preparaban, aunque en toda esa turbulencia ideológica, nosotros no nos encontrábamos. Por las dificultades del idioma, que entonces no conocíamos, no podíamos participar en las discusiones, por eso rápidamente tomábamos nuestras guitarras y comenzábamos a cantar. Al cabo de algunos minutos, la tertulia se transformaba en concierto. El folklore latinoamericano era ya bastante conocido en los medios estudiantiles franceses, grupos como los Incas o los Calchakís se habían encargado de difundir algunas canciones peruanas, bolivianas o venezolanas. Además, Violeta y sus hijos, habían pasado años cantando nuestro folklore, no lejos de allí, en pleno barrio latino, en L'Escale y en La Candelaria. Por este motivo, nuestra síntesis de quena y revolución tuvo bastante éxito entre estos amigos franceses, que compartían con nosotros muchas de nuestras inquietudes políticas, usaban barba, admiraban la revolución cubana, y complotaban como podían en contra del capitalismo internacional.

Este interés de los jóvenes franceses en nuestra música no pasó desapercibido en las casas grabadoras. Rápidamente tuvimos una oferta, para grabar un disco con Juan Capra, en el sello Barclay. Lo grabamos en un día, y salió a la venta con el nombre de "Juan Capra y Los Chilenos". Como teníamos contrato exclusivo con nuestra casa de discos chilena, para no tener problemas, tuvimos que esconder nuestra identidad. Hasta hace muy poco, todavía se encontraba este disco en los negocios parisinos.

Por tener muy poco tiempo, tuvimos que dedicarnos casi exclusivamente a la realización de este proyecto, y París se quedó en nuestra memoria como una sucesión de hermosos boulevares, que veíamos por la ventanilla de los taxis, cuando viajábamos desde la rue Visconti hasta el estudio de grabaciones de la Barclay. En las noches, como no teníamos dinero, vagabundeábamos sin rumbo fijo, hasta que había que volver a nuestra histórica cocina, donde, comiendo queso y tomando vino, intercambiábamos experiencias con los otros visitantes de la casa.

Estos nos parecían completamente idealistas, y sus reivindicaciones, el colmo de lo quimérico, mezcla extraña para nosotros de ecologismo, revolución y otras vainas. Un día sometieron a nuestra consideración un documento para llamar a reorganizar las comunas de París. Durante toda la semana, habían estado repartiéndolo a la salida del metro, y estaban descorazonados por la débil acogida que tenían. Según este documento, la revolución no podía concebirse como un puro cambio cuantitativo en la forma de vida de los ciudadanos, y tenía que considerar también reivindicaciones de orden cualitativo. Esta idea nos parecía acertada, pero lo malo es que cuando se ponían a enumerar estas demandas cualitativas, perdían completamente la cabeza. Estas eran la destrucción del Panteón y de la iglesia del Sacre Coeur, en Montmartre (ambos monumentos debían ser dinamitados, por ser encarnaciones del espíritu burgués y reaccionario), la eliminación completa e inmediata de todos los medios de transporte motorizado de las calles de París, éstos serían reemplazados por bicicletas, que la municipalidad de cada sector debía poner a disposición del público en forma gratuita. De las calles se extraería el pavimento para plantar árboles y jardines. Todos los palacios de las instituciones públicas debían ser inmediatamente entregados a las familias sin casa y etc., etc. A nosotros, esta revolución con flores y bicicletas nos parecía una idealización sin consecuencias; frente a ella, nuestras luchas latinoamericanas, con todo su romanticismo, eran verdaderos movimientos, asentados en la realidad, que estaban ya cambiando nuestro mundo. Algunas semanas más tarde, estando ya en Chile, cuando supimos de la famosa revolución del 68, no podíamos creer, que grupos con ideas como éstas, hubieran llegado a poner en jaque al gobierno de uno de los países más poderosos de la Europa Occidental. Razón de más para insistir en nuestra propia lucha, que a nuestros ojos, era infinitamente más necesaria, más justa y más realista.

Antes de volver a Chile, en un café de la rue Bonaparte, tuvimos un encuentro con Elizabeth Burgos, que estaba desesperada por la suerte de su marido, Regis Debray, en Bolivia. Nos entregó algunos documentos para difundir en nuestro país, y recados para activar la campaña que entonces comenzaba en toda América Latina.

Volvimos de nuestra gira con la cabeza bastante revuelta. Ahora sabíamos que existía el mundo, que Chile era un extremo, allá lejos, detrás de las montañas, donde muchas cosas tenían que pasar, pero donde lamentablemente, no pasaba todo.






 
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