Desde ayer y hasta mañana sábado se celebra en Barcelona la decimonovena edición del Sónar, uno de los festivales de música más importantes de Europa, y que se define como "Festival Internacional de Música Avanzada y Arte Multimedia".
Las palabras —aunque las cargue el diablo— no dejan de ser convenciones entre interlocutores. Por ejemplo, si en tiempos pasados se hubiera decidido definir «silla» como «mamífero de la familia de los bóvidos con cuernos y grandes mamas» y «vaca» como «mueble que sirve de asiento, generalmente de cuatro patas y sin respaldo»; ahora estaríamos bebiendo leche de silla y sentándonos en una vaca.
La perversión del lenguaje —que no es otra cosa que menospreciar la tradición y el importante historial etimológico de las palabras— no es una cosa nueva. Franco y Pinochet llamaron «sediciosos» a los que apoyaban al gobierno legítimamente establecido. En los Estados Unidos cualquier muerto causado por su ejército son «daños colaterales» y los causados por el enemigo «acciones terroristas». Zapatero, el anterior presidente del gobierno español, llamó «recesión económica» a la crisis y Rajoy, el actual, llamó «hilillos de plastilina» a la enorme marea negra del Prestige y ahora llama «crédito bancario» al rescate que está sufriendo España.
Ayer dio inicio en Barcelona la decimonovena edición del Festival Sónar, uno de los festivales más prestigiosos de Europa y un excelente escaparate de las últimas tendencias en música electrónica.
El Sónar se presenta como el «Festival Internacional de Música Avanzada» y, más allá del valor que tiene la frase como importante reclamo de marketing que personalmente comprendo, respeto y acepto; me gustaría reflexionar sobre ese concepto.
Diccionario en mano, podríamos definir la «música avanzada» como aquella que se distingue por su audacia o novedad y que se adelanta a su tiempo. Qué duda cabe que en el Sónar —que trae un excelente cartel— habrá una buena dosis de «música avanzada». Pero no será ni mayor, ni menor que en cualquier otro festival de prestigio de cualquier otro género.
La perversión del concepto —que honra a los responsables de marketing del Sónar— es haber establecido y enraizado en nuestra mente una relación directa entre música electrónica y música avanzada, dando a entender que cualquier música elaborada a partir de sintetizadores, samplers y secuenciadores es por naturaleza más audaz, novedosa y adelantada a su tiempo que otra hecha, por ejemplo, con una simple guitarra analógica.
A veces he visto más innovación en alguien tocando un trombón, un bombo o un serrucho que en algunos grupos presuntamente avanzados cuya gran audacia es saber combinar, con mayor o menor soltura, unas bases rítmicas con la repetición de unos patrones melódicos. Y con suerte algunas palabras. En inglés, por supuesto, que es más moderno y avanzado que cantar en la lengua de tus padres.
Al fin y al cabo afortunadamente el término «música avanzada» es, a diferencia de otros conceptos, objetivable y precisamente su prueba del nueve es dejar pasar el tiempo y ver con perspectiva si esa música estaba tan adelantada como creímos en su día.
Una canción que después de 20, 30 o 40 años suena como si se hubiera escrito ayer, realmente eso es —o fue en su día— «música avanzada». Veremos cuánta música de la que escucharemos estos días en el Sónar aguantará cinco años.
El Sónar es un buen festival. Fomenta el turismo —fuente de riqueza en tiempos duros— y además nos ofrece buena música difícil de encontrar en los canales comerciales habituales.
Pero por favor, no le demos el patrimonio absoluto de la modernidad. Música avanzada es muchas cosas más. No aceptemos la perversión del lenguaje. No vaya a ser que terminemos bebiendo leche de silla sentados en una vaca.
El cantautor y poeta extremeño Pablo Guerrero, autor de A cántaros, murió a los 78 años en Madrid tras una larga enfermedad; su obra unió canción, poesía y compromiso político durante más de medio siglo.
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