Por Josep Maria Espinàs, para El Periódico
Si en mi vida, en cualquier vida humana, hay algún momento de plenitud, de autotransformación interior, de mayor calidad, son esos momentos en que nos sentimos dominados por la ternura.
He generalizado, lo sé. Quizá debo admitir que hay quien no se ha enternecido jamás, que su generosidad, su capacidad de sacrificio por los demás, incluso su amor por alguien, se ha mantenido poderosamente sólido. Pero creo que somos muchos los que, en algunos instantes, hemos sentido que la ternura nos habitaba y que necesitaba manifestarse.
También necesitamos que, en un momento determinado, alguien sea tierno con nosotros. Por varios motivos, Jacques Brel escribió una bonita canción, La tendresse, que en algún momento dice, y traduzco:
«¿Por qué crees, chica,
que los marineros en los puertos
vacían sus bolsas
para regalar tesoros
a unas falsas princesas?
Por un poco de ternura».
«¿Por qué crees, chica,
que envío una canción
hacia tus ojos purísimos
que sobre mi dolor
se detienen con sorpresa?
Por un poco de ternura».
La voz de Martí Llauradó encajaba perfectamente con el pequeño temblor emotivo de la música y de la letra. Y no he olvidado la frase: «Por un poco de ternura, ¿qué no daría yo?». Y es que muchos hombres y mujeres necesitan que alguien les mire, les hable, les escuche, les acompañe con una pequeña chispa de ternura en ese momento difícil, de desánimo o abandono. No se trata de lloriquear. Es que la poca ternura que nos llega en el momento adecuado tiene la fuerza de un músculo que nos refuerza.
¿La ternura y la autoridad son incompatibles? La historia de Stephen: un hombre que quedó paralizado realizando unos ejercicios militares. Una enfermera, Ilona, se enamoró de él. Católicos ambos, decidieron casarse por la Iglesia. Pero se lo denegaron, argumentando que, según el Código Canónico, la impotencia sexual hacía imposible el matrimonio religioso. No sé si el Vaticano, al que apelaron, encontró la forma de respetar la voluntad de la pareja. Espero que hiciera una excepción.
Porque la norma es un desprecio imperdonable por la ternura profunda que compartían, enamorados, Ilona y Stephen. Pobre ternura. Para unos, es ridícula; para otros, un pecado.
«Por un poco de ternura, qué no daría yo...»
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