Cuando un amigo entrañable se marcha, se lleva todo con él. Salvo cuando ese amigo es músico. Distanciado y ausente, nos deja un legado de su existencia, como pocas referencias pueden acercarnos a él con tanta fidelidad. Es la inmensa suerte de que exista la música.
Labordeta fue muchas cosas y su creatividad se diluye en múltiples burbujas que para mucha gente, solo representan la faceta más visible de este aragonés. Estoy seguro de que la mayoría de españoles le recuerda por aquella salida de pata de banco que fue el "¡A la mierda!", que tantos amigos celebramos y aplaudimos. Otros habrán descendido a la lectura de algunos de sus libros más populares, como el Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados, que dibujó un parlamentario tan humano que parecía un extraño en el paraíso. Otros le añoran por aquella manera de aparecer en televisión, empeñado en frenar todo vestigio de vanidad y tontería. Demostró que se puede hacer televisión sin excesos de maquillajes y sin engolar la voz cuando se habla de quesos…
Y finalmente muchos (pero no tantos) le tenemos presente cada vez que escuchamos su voz tan recia. Si los tópicos fueran ciertos, para elegir un timbre aragonés, habría que fijarse en el de Labordeta. Todas aquellas actividades que le dispensaron una agradable celebridad, redujeron su asombrosa calidad como compositor.
En los numerosos conciertos que hemos ofrecido con mi compañero Eduardo Paz, en ese modesto espectáculo bautizado como Una tarde con Labordeta, me he empeñado en divulgar la enorme calidad que José Antonio logró desarrollar componiendo canciones populares. Es asombroso. Y es imposible superar la sencillez impactante de canciones como La vieja, ¿Dónde se van?, Regresaré a la casa, El poeta, Las arcillas o Aragón, por citar un puñado. Para encontrar un referente he tenido que acudir al magisterio de Atahualpa Yupanqui, que poseía también la fórmula que nadie conoce. O a Pete Seeger, que logró conjuntar en una misma obra, melodías asombrosas con letras al alcance de todos los bolsillos. Nadie en España componía como José Antonio, porque nadie vivía como él.
Especialmente en la primera etapa de su carrera, cuando la inspiración la hallaba en el paisaje y el paisanaje que lo rodeaba, en esas crudas cordilleras de un Teruel desorbitado y manso. Sus retratos de las gentes que bajaban de la sierra con las caballerías cargadas de piñas para las estufas de la gente bien de la capital, en Los leñeros, es un milagro de la creación, imposible de apresar por una mente que no haya sido empapada por tanta desolación silenciosa.
He participado en decenas de conciertos a su lado. En la última etapa de su vida, recorrimos Aragón y algo del extranjero, con un espectáculo que repasaba lo mejor de nuestros repertorios. Eduardo, él y yo, fuimos muy felices en el escenario, especialmente él que ya enfermo de cáncer, logró agarrarse a la vida de la mano de melodías que todo el mundo repetía. Nuestros conciertos contenían una parte nuestra donde cantábamos en solitario. Labordeta siempre abría el espectáculo. Solo con su guitarra. A menudo delante de auditorios de 3.000 personas. Yo, en vez de descansar en el camerino a esperar mi parte, siempre, cada día, me plantaba para verle y escucharle. Y cada tarde me asombraba al certificar cómo lograba apresar la atención de todos los espectadores.
Un tío solo con una guitarra. Era emocionante. Era milagroso. Era único. Porque se dijo que no sabía cantar, no sabía tocar y no sabía componer. Pero nunca he visto a nadie que lograse semejante milagro. Sin trucos.
Después de cuatro años sigo tratando de encontrar la fórmula. Por fortuna no existe. Cada gran maestro posee la suya y nunca la comparte. Labordeta tuvo magia, fue ceñido con una gracia que solo se destina a los elegidos. Y nunca se lo creyó. Confesó que nunca quiso hacer todas las cosas que hizo, nunca lo pretendió. Quizás por eso fue tan grande. Un día un periodista le hizo una pregunta aparentemente obvia: "¿Es usted feliz?" Su respuesta estuvo a la altura del personaje: "Todo lo feliz que puede ser un aragonés".
Después de 50 años, sale a la luz la grabación de la actuación de Mercedes Sosa en el Town Hall de Manhattan, un testimonio único de su arte y compromiso y de la fuerza artística y política de La Negra. El disco aparece solo unas semanas después del lanzamiento de otro disco póstumo e imprescindible: En Vivo en el Gran Rex 2006.
Nano Stern y Luis Emilio Briceño presentan en Europa, En septiembre canta el gallo —ganador del festival In-Edit Chile—, un documental sobre la Nueva Canción Chilena, desde sus inicios hasta el golpe de estado de Pinochet; todo ello narrado a través de las voces de sus protagonistas y de imágenes, algunas de ellas inéditas hasta la fecha. Esto será hoy 2 de noviembre en el marco del festival In-Edit de Barcelona.
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