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Razones de un «sabinazo»

MEDIOS el 02/12/2009 

Por Diego A. Manrique para El País

Mala onda. Pasan varios días antes de que me atreva a poner Vinagre y rosas, la entrega 2009 de Joaquín Sabina. Una cuestión personal: me repele la portada, con el artista en actitud jocosa, y todas esas sombrías fotografías. Nunca compartí su pasión por los rancios ritmos cabareteros y tampoco entiendo esa atracción por rodearse del atrezzo de alguna obra situada en la posguerra, como si el pasado fuera su país favorito.

 

Cuando aparco los malditos prejuicios, ya se sabe que Vinagre y rosas es un éxito, lo atestiguan discos de platino y multitudes entregadas. Se asegura que vuelve a estar en forma. Al menos, ¡lo intenta! El coautor de las letras es Benjamín Prado, que publica un fascinante relato sobre la experiencia, Romper una canción (Aguilar). Raras veces se ha retratado tan íntimamente una colaboración, que parte de una semana de trabajo en Praga. No queda claro quién es el campeón y quién el sparring: ambos están empeñados en rescribir los versos hasta la extenuación, peleando bajo reglas como "el corralito" y el derecho de veto, materializado en el tajante "no compro". Prado comprueba que Joaquín es el socio más generoso posible, hasta que pretende llevarle la contraria en una solución poética.

 

Más allá de los detalles técnicos, quedan las anécdotas. Los empleados del hotel están convencidos de que los dos grafómanos son una pareja gay; empeñados en desengañarlos, se van al más famoso prostíbulo de Praga en una escandalosa limusina. Más aventuras tragicómicas: el robo del original de las letras durante una juerga en Rota, o el encuentro con la Guardia Civil de Tráfico. Pero el Universo Sabina sigue estando obscurecido por esporádicas temporadas de perros negros, que no se corresponden necesariamente con sus días de resaca.

 

Compruebo que Vinagre y rosas tiene hechuras de buen disco de Joaquín. El espejismo funciona si te niegas a reconocer que todo lo has gozado antes, y en versiones superiores, en otros álbumes suyos. Aquí hay un abuso del oficio y una sequía de verdades: intenten imaginar al ganador y los finalistas del concurso Haga una letra de Sabina. Además, toda la pirotecnia literaria se moja en el segundo paso, cuando hay que encajar los textos en músicas. En ese trance, sus sufridos instrumentistas manejan moldes más o menos nobles: la ranchera castiza, el J. J. Cale de Úbeda, la rumba de Lavapiés, el rockanrolito de verbena, el pop de vuelo corto. No es delito el autoplagio pero deprime que los créditos de casi todas las nuevas coplas lleven cuatro nombres: Sabina-Prado-Varona-García de Diego. También ocurría antes pero, al lado, había prodigiosos tours de force, donde un encendido Joaquín firmaba música y letra: Noches de boda, Barbi Superstar, Dieguitos y Mafaldas...

 

En el libro, Sabina reafirma que su mejor obra es 19 días y 500 noches, pero han pasado diez años y no se ha atrevido a volver a encerrarse con Alejo Stivel o cualquier otro productor exigente. Por comodidad, por eficiencia, por lealtad, prefiere seguir con el reconfortante equipo que también le acompaña en directo. ¿Y quién puede reprochárselo? Tiene el ejemplo de su querido amigo, que lleva décadas planteándose los discos como un inconveniente, a resolver de forma indolora, en vez de arriesgarse a lo desconocido, a la tensión creativa, a la tentación de romper el cielo.

 

Nadie se lo va a reprochar. Y eso que, en el mundo de la música, existe un rencor de orfandad respecto a Sabina. Ha preferido incrustarse en la high society literaria, en ese Club de los Poetas Líricos que —reitera Benjamín— se lo pasa tan guay, donde un agradecido Joaquín ejerce de bufón de su propia corte. Tratándose de un traficante de emociones cantadas, hay algo estéticamente suicida en ese distanciamiento de la música viva. Un pésimo canje: la posible grandeza de las canciones por las seguras risitas de columnista de Interviú.







 
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