Diciembre de 2011
«Els Setze Jutges» cuando todavía eran nueve. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Guillermina Motta, Josep Maria Espinàs, Remei Margarit, Delfí Abella, Xavier Elies, Enric Barbat, Francesc Pi de la Serra, Miquel Porter y Maria del Carme Girau.
© Oriol Maspons
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El catalán es una lengua románica (como el francés, el castellano, el italiano, etc.) que comienza a utilizarse como lengua escrita y de cultura en el siglo X, y es el idioma propio de Cataluña (incluyendo las comarcas del norte de los Pirineos, que pertenecen al Estado francés desde 1659), las tres cuartas partes del País Valenciano, las Islas Baleares, la franja oriental de Aragón, Andorra y la ciudad sarda de Alguer (reminiscencia del dominio catalán medieval en el Mediterráneo). A lo largo de los últimos siglos, el expansionismo de Castilla y su obsesión por convertir España en un estado-nación uniforme han hecho que, entre guerras, represión y prohibiciones de todo tipo, el catalán viva en un estado de peligro constante y deba su supervivencia a la voluntad férrea de unos millones de hablantes que consideran la lengua y la cultura propias como la columna vertebral de una realidad nacional que –en una tierra de paso y de mezclas constantes— nunca se ha basado en consideraciones étnicas.
El franquismo fue, a partir del final de la Guerra Civil Española, un avatar especialmente virulento de esta España uniformista e intolerante. Entre 1939 y 1945, el intento de genocidio lingüístico fue total, y el catalán quedó violentamente postergado de toda esfera pública, reducido a la esfera familiar, las actividades clandestinas y las iniciativas realizadas desde el exilio. Con la victoria aliada en la 2ª Guerra Mundial, sin embargo, las cosas empiezan a cambiar: las potencias internacionales no provocan la caída de un régimen identificado con el nazismo alemán y el fascismo italiano, porque con la Guerra Fría en el horizonte, les resulta útil mantener un bastión ferozmente anticomunista en un lugar estratégico de Europa. Franco, a cambio, difumina los aspectos más claramente fascistas de su régimen y da algunos signos más que tibios de permisividad hacia el catalán: autorización para publicar algún libro (con ortografía prenormativa), o para la representación de alguna obra teatral inofensiva… todo, eso sí, bajo el férreo control de la censura.
Los catalanes aprovechan la apertura de pequeñas rendijas y las amplían progresivamente jugando con todas las argucias legales posibles. A finales de los cincuenta, por ejemplo, comienza a cuajar la idea de la necesidad de una Canción contemporánea en lengua catalana, y aparecen un par de discos con adaptaciones al catalán de éxitos comerciales internacionales. En 1959, Lluís Serrahima publica en la revista Germinàbit el artículo “Ens calen cançons d’ara” (Necesitamos canciones de ahora), un texto considerado como programático y fundacional, y es entonces cuando algunos intelectuales, admiradores de la edad de oro que está viviendo desde hace unos años una Canción francesa poética y de calidad, que ha nacido en los pequeños cabarets de la rive gauche parisina y que se está expandiendo por Europa gracias a artistas como Brassens, Brel, Barbara, Léo Ferré, Guy Béart, etc., deciden fundar un colectivo destinado a la creación de una Nova Cançó (Nueva Canción) en catalán.
Joan Manuel Serrat, Josep Maria Espinàs y Francesc Pi de la Serra en el entoldado de la Plaça del Sol en Gràcia en el año 1965.
© Josep Puvill
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El colectivo, que se presenta públicamente en 1961, se llamará “Els Setze Jutges” (“Los dieciséis jueces”), nombre extraído de un trabalenguas muy difícil de pronunciar para los no catalanes. El nombre implica, pues, voluntad de normalización lingüística, pero también el deseo de opinar y de juzgar la realidad circundante (dentro de las posibilidades que ofrece la situación dictatorial), y el número dieciséis deja la puerta abierta a la entrada de miembros más jóvenes que puedan acabar viviendo de la Cançó. Porque los primeros “jutges” no son músicos ni cantantes profesionales: se trata de un novelista y periodista (Josep Maria Espinàs), un crítico de cine (Miquel Porter Moix) y una ama de casa (Remei Margarit, esposa de Lluís Serrahima), a los cuales se une pronto el psiquiatra Delfí Abella. Las canciones de los primeros “jutges” son crónicas irónicas de la realidad, y están muy bien escritas, pero aún no llegan a un público masivo. También adaptan temas de cantantes franceses y alientan, al margen del colectivo, la aparición de grupos y cantantes que normalicen la expresión catalana cantada en todos los ámbitos (de la canción ligera al rock).
Pronto se incorporan cantantes jóvenes al grupo: Pi de la Serra (que se convertirá en uno de los artistas catalanes más imaginativos y virulentamente satíricos), la valenciana Maria del Carme Girau, la jovencísima Maria Amèlia Pedrerol, el mallorquín Joan Ramon Bonet, el excelente letrista Enric Barbat, Xavier Elies, Martí Llauradó (que musicará los poemas de Joan Salvat-Papasseit), Guillermina Motta (que sabrá darle a la Cançó un tono algo más frívolo y sensual y que interpretará muchas versiones de Brel, Barbara i Anne Sylvestre)… Se crea una discográfica (Edigsa) que pronto conocerá la sana competencia de otra compañía (Concèntric) y las actuaciones públicas son cada vez más frecuentes.
En un viaje a Valencia, los “jutges” conocen a un joven estudiante, Ramón Pelegero (el futuro Raimon) que les sorprende con sus primeras canciones, diferentes de cuánto habían escuchado antes: su voz es un grito; los temas, entre metafísicos y socialmente comprometidos. Invitado a Barcelona, Raimon (que nunca se incorporará como miembro a los “jutges”) triunfa en público y su primer disco es el primer gran éxito de ventas de la Canción catalana. En 1963, su victoria en el Festival de la Canción del Mediterráneo con la canción Se’n va anar (de Josep Maria Andreu y Lleó Borrell) obliga a Televisión Española a emitir una canción en catalán —el régimen comienza a ser consciente de que la Cançó no es cosa de cuatro gatos sino que se está convirtiendo en un fenómeno masivo y peligroso— y se presenta con gran éxito en el Olympia de París en 1966.
Raimon es el primer cantante que convoca un público multitudinario, pero se trata de un público formado sobre todo por intelectuales, obreros y gente con inquietudes políticas de izquierda. Faltaba un cantante mayoritario que llegara a la “mayoría apolítica” y cuyas canciones pudieran ser cantadas “mientras se hiciera la colada”. Esta función recae en Joan Manuel Serrat, que entra en los “jutges” en 1965, y el tercer EP del cual (que incluye Cançó de matinada) es número 1 de ventas en toda España… y en catalán: otro motivo de preocupación para el régimen. Hay que decir, haciendo un paréntesis, que Serrat sabrá deshacerse de la etiqueta de “cantante sentimental para público femenino” y que su producción adquirirá pronto la complejidad y riqueza que todos conocemos.
El fenómeno “Setze Jutges” produce réplicas: siguiendo su ejemplo, se crean colectivos de cantantes en Cataluña (el Grup Estrop de Badalona, el grupo Guillem de Cabestany en la Cataluña del Norte, Can-64 en Lleida) y fuera de ella, como Ez dok Amairu (en Euskadi), Voces Ceibes (en Galicia), etc.
Primer recital de Lluís Llach, el 22 de marzo de 1967 en Terrassa, cantando con Martí Llauradó, Miquel Porter, Maria Amèlia Pedrerol y Delfí Abella.
© Francino
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Y entre 1967 y 1968, los “jutges” llegan a ser precisamente dieciséis: las últimas incorporaciones serán la mallorquina Maria del Mar Bonet, aún hoy una de las mejores voces del Mediterráneo, el excelente músico Rafael Subirachs (que musicará de manera exquisita poemas de Papasseit, Ferrater, Martí i Pol y otros autores) y, last but not least, el ampurdanés Lluís Llach, que se convertirá, con Raimon, en el cantante monolingüe catalán con más proyección internacional, y muchas de las canciones del cual entrarán en el patrimonio colectivo (la versión polaca de L’estaca se convertirá incluso en el himno del sindicato Solidarnosc). Pero en 1968, el colectivo “Els Setze Jutges” se disuelve. Por varios motivos:
La decisión de Joan Manuel Serrat de cantar también en castellano abre una brecha —que tardará años en cerrarse— entre cantantes monolingües (Raimon, Llach, Pi de la Serra, Ovidi Montllor…) y bilingües (Guillermina Motta, Núria Feliu, Salvador Escamilla…).
El público ya tiene a “sus” cantantes. No va a ver un “recital de Cançó” sino un concierto de Serrat, de Raimon, de Llach, de… Han aparecido managers, y nuevas discográficas se interesan por la Cançó, que accede cada vez más a los medios de comunicación (sorteando a fuerza de ingenio y tozudez las prohibiciones y las arbitrariedades de la censura).
En fin, la “Nova Cançó” se ha convertido en “Cançó” a secas y ha llegado al inicio de su madurez. Las estéticas son cada vez más variadas, y el mismo 1968 aparece el efímero pero influyente Grup de Folk, que le da la espalda a la Canción “a la europea” de los “Jutges”, que busca un contacto más directo con el público, promoviendo el feed-back, y que se deja seducir por el folk y el rock anglosajones, así como por la canción de raíz tradicional. Nombres como Sisa, Pau Riba, Xesco Boix, Jaume Arnella, Falsterbo 3 y Oriol Tramvia, por ejemplo, surgen del Grup de Folk.
De manera independiente, aparecen también artistas como Ovidi Montllor, Guillem d’Efak, La Trinca, Pere Tàpias, Dolors Laffitte… Los pioneros han cumplido con su papel y se retiran dejando a la Cançó encarrilada para unos años setenta en los que se convertirá en un auténtico fenómeno social y artístico.
El cantautor murciano Muerdo ha publicado su nuevo disco Sinvergüenza, una producción que refleja su evolución artística y su capacidad para abordar temáticas contemporáneas con un enfoque honesto y directo.
Cecilia Todd, una de las voces más emblemáticas de la música venezolana, ha lanzado su más reciente producción discográfica titulada El Alma de mi país un nuevo disco, compuesto por nueve canciones que explora temas relacionados con la identidad, el arraigo y la conexión profunda con la cultura y las tradiciones de Venezuela.
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