Alfredo


Cada día recuerdo mi primer encuentro con aquello inevitable: la muerte!
No una muerte natural, cualquiera! La muerte desgraciada de Alfredo.

No hay día que piense en Alfredo, especialmente, tomando el café en la terraza del Bar Minero. No hay día que el relámpago interno, de este recuerdo me rompa en mil pedazos, que se disuelven en cada sorbido del café, que perdura eternamente.

Alfredo un niño rico, protegido, y de familia rica, era pálido blando, gordito, sudoroso, y jadeoso; exhibía uñas mordisqueadas, manos rechonchas y flequillo de sacristán. Sin ninguna duda invitaba a la gente a desarrollar un ciclo vicioso de abuso y pena.

Aquel era el intruso entre amigos y grupos, el repelente sabelotodo, arruinador de veranos mágicos y momentos amorosos. El vecino marginado, desastroso en su manera de vestir, y siempre desconocidopara todos nosotros. En efecto nunca fue aceptado, siempre fue mal recogido, un desperdigado.

Aquella mañana decidimos visitar la gruta de la playa sin Alfredo. No queríamos problemas. Pero el insistió, chilló desesperadamente. Normal Lucrecia su amor imposible estaba en el grupo y quería demostrar su valía; ¡al menos intentarlo! Que mal juicio tuvimos al dejar Alfredo venir con nosotros.

Ya casi cruzábamos el puente de piedra construido a base de golpes de olas durante siglos y siglos; que la marea subió bruscamente y el mar se endemonió. Siendo el último, Alfredo patosamente resbaló y cayó al agua.

Sus estremecedores gritos fueron acallados por el estruendo rompedor de las olas del infierno. Contra aquella furia natural nadie pudo ayudar a Alfredo. Su cuerpo de despedazaba contra las rocas, por las sacudidas del agua hasta que desapareció sin la bendición del santo.

La sombra negruzca de aquella gruta me ha perseguido todas mis mañanas. Desde la muerte de Alfredo la playa donde yace la gruta siempre esta desolada, silenciosa, y parece que el viento se haya exiliado. Solo el sonido de la olas se oye, los pájaros evitan la gruta, solo la miran, ni si quiera el aire danza en aquel nicho natural…


Autor(es): Xavier Panadès