God Bless You! (VII. God Bless You!)


La crueldad, una de las manifestaciones más aleccionadoras sobre la dificultad
de la vida humana, se acompaña a menudo, cuando uno menos se lo espera, con un
cúmulo de auténtica ternura. El aspecto bondadoso, temporalmente parcial, de la
circunstancia o de las circunstancias de la terrible crueldad - del “ofico de vivir”,
como escribía Cesare Pavese o del “principio de realidad” del que tanto hablaba
Sigmund Freud – de buen grado se desarrolla cuando va acompañado de los
mencionados retazos de ternura. Desde 1994, siempre que he estado en la isla de
Manhattan, primero en el Uper East Side y después en Little Italy, me he movido en
metro. Y tengo que confesar que las experiencias que he tenido bajo tierra, todas ellas
y con gran abundancia de matices, se han coloreado con una gran abundancia de
tonalidades. Para ser más precisos, las de la sorpresa, las de la locura, las de la
miseria, las de la excentricidad, las de la resignación, las de la prepotencia y, por
último, las de la humanidad. Con cierto estupor, ahora que paso a limpio este
borrador, me doy cuenta de que son exactamente siete las escenas a las que les
atribuyo un determinado “color”. Quizá por haber contado una gran cantidad de veces
las paradas. En los primeros años eran siete las que tenía que recorrer para llegar a
Union Square, que era mi meta. Recuerdo que las iba repitiendo una por una, entre
otras cosas para no pasarme de parada y meter la pata. Esos primeros años,
ensimismado repitiendo las paradas y sabiendo perfectamente que no podía
distraerme, un buen día empecé a mirar de reojo, mejor sería decir a pensar de reojo,
las situaciones en las que la presencia del número siete otorgaba un aire cautivador.
Una sola dirección, dos posibilidades: la real y la virtual, la imaginaria. Y entonces,
os parecerá absurdo o una locura, el destino real era Union Square y en cambio,
paralelamente, el destino imaginario era, pongamos por caso, el Libro de los Muertos
de los Antiguos Egipcios: “ en los Campos Beatos vive una serpiente, Rerek es su
nombre... y su dorso tiene una longitud de siete cúbitos” Otro día, si preferís más
esotérico, el destino era el Pimander, libro atribuido a Hermes Trismegisto, que así
dice: “de los siete primeros hombres que poblaron la tierra, de los siete círculos
celestes concéntricos y de la jerarquía de los siete cielos que corresponden a los siete
astros y a las siete esferas, gobernadas por la Fortuna”. Abrumado por la cantidad de
judíos que se ven por la ciudad, un día el destino era el mundo del hebraísmo en el
que “se santifica el séptimo día de la semana; las fiesta de la Pascua y de los
Tabernáculos duraban siete días; entre Pascua y Pentecostés se intercalan siete
semanas o que se celebraba después de siete veces siete años”. Me resultaba muy
fácil, el día que me sentía mentalmente en baja forma, escoger como destino la
Biblia, en concreto el libro del Génesis: “después de siete días de Diluvio el agua
inundó la Tierra”, o “el Faraón soñó con con siete vacas gordas y siete flacas, siete
espigas llenas y siete espigas menudas”. En cambio otro día, sintiéndome lleno de
erudición, decidía que el destino era el mundo de los sumerios, en el que el rey
Gilgamesh utilizaba una hacha que pesaba siete talentos y siete minas, mientras siete
son las preguntas que el héroe Gilgamesh le dirige a Enkidu para saber “cómo se les
trata en los Infiernos a los padres que han tenido uno o siete hijos”. Si la epopeya de
Gilgamesh no me parecía suficiente, cargaba la mano y el destino era El descenso de
Ishtar a los infiernos, donde la diosa del amor y de la guerra, la precursora de nuestra
Venus, “tiene que atravesar siete puertas con siete cerraduras e irse desprendiendo de
sus ropas y de sus joyas”. No os quiero tediar con mis devaneos que, todo sea dicho,
me deleitaba en ir complicando cada vez más: que si en la India el Mahabharata nos
habla del dios Agni, el de las siete lenguas de fuego; que si los Tártaros de Valdia
afirman que su país tiene siete puertas; que si en Grecia los grandes sabios filósofos
fueron siete; para acabar, un día triste y con la mente debilitada, teniendo que recurrir
al cajón de sastre de los tópicos más flaubertianos y manidos: “los siete vicios
capitales, los siete días de la semana, las siete notas musicales, las siete maravillas del
mundo antiguo, los siete símbolos de la iniciación de la masonería, los siete planetas,
las siete colinas de Roma, caput mundi, o las siete parábolas del Reino de los cielos”.
Un día, no recuerdo cuál de la semana, tuve que coger una línea de metro
diversa de la habitual, pues iba a pasear por Blooklyn. Volviendo a casa, al atardecer,
tranquilamente sentado, me puse a tomar notas de lo que acababa de ver. No sé por
qué, en vez de escribir con el bolígrafo, lo hice con mi pluma Montblanc, reluciente y
nuevecita, apreciado regalo de mi compañera. Llevaba ya escribiendo un buen rato
cuando noté la presencia de una mujer negra, vestida pobremente, pero con sencillez
y elegancia a la vez, que estaba sentada ante mí. Me miraba fíjamente a los ojos y,
regularmente también, desviaba ligeramente la mirada para observar la pluma. Un
doble movimiento que repetía ininterrumpidamente. Un destello, una intuición. Ya
estamos, pensé. Efectivamente, sin darme tiempo a pensar nada más, la mujer se
levantó y, con suntuosa dignidad — un plano fijo digno de una película clásica de
alto nivel— me dijo:
—Can I borrow your penn?
A veces, la mente humana es prodigiosa y totalmente ambivalente: la razón
piensa una cosa y el sentimiento dice otra:
—Yes, of course!
Mientras se la daba, levantándome, ya estaba viendo que me quedaba sin la
pluma. ¿Cómo pedírsela, viendo la fuerza y la ternura con la que sus manos,
consumidas por la vida, retenían y acariciaban sin parar aquel objeto para mí
inestimable? Si la mujer se bajaba en la siguiente parada, ¡estaba listo!
A menudo los hechos nos hablan con el lenguaje del silencio, de la mirada
profunda y sutil, y no con el de la innecesaria palabrería de las explicaciones.
Ofreciéndome, de pronto, la pluma con las dos manos y obligándome a acercarme a
ella, me miró y con una sonrisa limpia, extraordinaria, me dijo:
—God bless you, sir!
Tal vez sea verdad que el alma de un muerto permanece, en torno a su cuerpo,
sólo siete días. No lo sé. Lo que sí sé, de eso estoy seguro, es que cada vez que en
esta ciudad alguien se me acerca para decirme algo y termina su locución con el
clásico sir, todavía hoy, más de diez años después de la escena de la “mujer de la
pluma”, resuena en mi corazón el aliento de aquella mirada tan humana y
esperanzadora, y una voz me recuerda:
—Thank you, mam!


Autor(es): Valentí Gómez-Oliver, Ivan Santa

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