Esa piadosa costumbre de algunas mujeres,
la de alegrar mi vida con emociones mil
y aliviarme las penas
y prepararme cenas,
oiga, la mar de bien,
esa costumbre es muy buena para el organismo.
Cuando me duelen los ojos de ver casi todo
ellas suelen mostrarme su desnudo total,
y mi vista cansada
queda muy refrescada
tras un baño en su piel
y vuelvo a ver casi todo con ojos de niño.
Si se me aburre el oído de oír tantas gaitas
y tantas baterías como las que hay que oír,
ellas me lo recrean,
ellas me tararean,
palabritas de amor
que son un bálsamo para mis trompas de Eustaquio.
Y si metí la nariz en cualquier Dinamarca,
vienen con sus perfumes y su oír corporal
a entregarle fragantes
otros muchos instantes
a este olfato infeliz,
harto de efluvios viciados y de chamusquinas.
Siempre que me trago un sapo por no armar la bronca
luego me paso un lustro sin ganas de almorzar,
ellas cumplen el rito
de abrirme el apetito
con ostras y champán.
Bueno, quizás exagere, pero algo muy rico.
Bien por temor a dejar huellas dactilares
bien por tocar madera con cierta asiduidad,
se anquilosa mi tacto,
pero resurge intacto
y es un tacto sutil
cuando acaricia y conoce o explora y descubre.
Y aún os podría contar de algún sexto sentido,
un séptimo, un octavo, todos van a mejor
mientras me alivian penas
y me preparan cenas,
oiga, la mar de bien,
esa piadosa costumbre de algunas gachís.
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