Más bien perplejo recorría las aceras,
“¡Oh! cuán curiosa –me decía– es la mujer”,
cuando el paréntesis cordial de unas caderas
interrumpió mi melopea y el anochecer.
Sus ojos negros bajo el ala de un sombrero
me sorprendieron, yo sentí su bisturí.
“¿Puedo besarte –dije–, bella mosquetera?”
y ella no quiso decir no, pero tampoco sí.
¿Cómo saber si su silencio era sincero?
Mi mano diestra hasta su cara se acercó.
¿Puedo quitarte por lo menos el sombrero?,
y ella no quiso decir sí, pero tampoco no.
Se lo quité, naturalmente, y suavemente
y con su pelo su sonrisa vio la luz.
Una farola iluminó lo suficiente
y acarició mi corazón la pluma de avestruz.
Y nos besamos, vive dios que nos besamos,
que conocí antes su lengua que su voz.
“Si quieres –dije– aquí mismo nos casamos”.
“Los barrenderos –respondió– nos echarán arroz”.
“Llevo las llaves, casualmente, de El Retiro
que es un jardín con un palacio de cristal ... ”
“Soy friolera y, retiro por retiro,
en mi buhardilla hay plantas y no se está nada mal”.
Y era verdad que era un bonito invernadero,
entre sus plantas unas cuantas de fumar
y en la pared un gran retrato de Durero
que me miró un tanto celoso. Y la volví a besar.
Hacia las seis de la mañana me lo dijo:
“aún no lo sabes pero soy una canción”.
Sí lo sabía pero yo nunca corrijo
a una canción que está conmigo bajo un edredón.
“Ahora te vas y por la calle me recuerdas,
deja la llave del portal en el buzón
o si prefieres te la quedas, no la pierdas
pero no vuelvas por aquí si no es con mi canción”.
Y regresé más bien perplejo a las aceras,
“¡Oh!, cuán curiosa –me decía– es la mujer”,
tras el paréntesis fugaz de sus caderas,
y me abracé a mi melopea y al amanecer.
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