Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne,
huele a caballo y a sombra,
yunques ahumados, sus pechos
gimen canciones redondas.
—Soledad, ¿por quién preguntas
sin compaña y a estas horas?
—Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?
Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
—Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
—No me recuerdes el mar,
que la pena negra brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.
—¡Soledad, qué pena tienes!
¡qué pena, tan lastimosa!
Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.
¡Qué pena tan grande!,
corro mi casa como una loca,
mis dos trenzas por el suelo
de la cocina a la alcoba.
¡Qué pena!, me estoy poniendo
de azabache, carne y ropa.
¡Ay mis camisas de hilo!,
¡ay mis muslos de amapola!
—Soledad: lava tu cuerpo
con agua de las alondras
y deja tu corazón en paz,
Soledad Montoya,
y deja tu corazón en paz,
Soledad Montoya.
Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza,
la nueva luz se corona.
¡Oh pena de los gitanos!,
pena limpia y siempre sola.
¡Oh pena de cauce oculto
y madrugada remota!
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