Décimas (46): Cuando murió mi taitita
Cuando murió mi taitita
fue un día de gran quebranto.
«Asómate, pues» –en llanto
dice mi pobre mamita.
Con emoción infinita
quedé clavada en la puerta
al ver sus pupilas muertas
y sus penosos ronquidos,
sin palabra y sin sentido
y con su boca entreabierta.
Fue tan crecida la pena,
tan grande la confusión,
que en todo mi corazón
se reventaron las venas.
Quiero besar la morena
mejilla d’él en reposo:
«Ya que se va doloroso,
déme permiso, mamita».
«Es imposible, m’hijita:
ha muerto tuberculoso».
Salí llorando del cuarto
con el recuerdo patente
de aquellos ojos murientes
que hasta hoy los diviso intactos.
De mala gana me aparto
de su estimada presencia.
Ya no tendrá sus dolencias,
porque se fue d’este mundo
sumergido en el profundo
misterio de las ausencias.
Llegaron varias vecinas
con el rosario en las manos.
De negro se arrodillaron
con sus palabras divinas.
Pusieron unas cortinas,
unos jarrones dorados,
en un cajón alargado
lo suben en dos columnas.
Las rezadoras le arrullan,
que Dios lo tenga a su lado.
Aunque cinco años hacía
que le quitaron su escuela,
vinieron largas hileras
de profesores y niñas.
El vecindario se apiña
camino del cementerio,
lo llevan al cautiverio
de la prisión terrenal,
lo van a depositar
en el jardín del silencio.
Tres pedestales brillantes
le alumbran su oscuridad,
vigilan su soledad
como dolientes guardianes.
Coronas de cardenales
a los pies y a la cabeza;
su vieja hermana le reza
con sentimiento sincero,
delante de un candelero
que relumbraba en la pieza.