Décimas (60): Llega al tren a la Alame’a
Llega al tren a l’Alame’a
con zalagard’ infernal,
el pito y el campanal,
los cruji’eros de ruedas.
El impeutor se pasea
gritoneando la llegá’;
la gente preocupá
amontonando maletas.
«Dios mío –piens’ Enriqueta–,
ya estoy en la capital».
Mi corazón en destierro
latió lastimosamente
cuando pasé, entre la gente,
l’inmensa puerta de fierro;
sentí como que un gran perro
estaba pronto a morderme.
Solo atino a detenerme
espantá’ como un lechón
cuando ve saltar al león
que va’ enterrarle los dientes.
Pasa un’ hora, pasan dos,
y allí la cabra mirando;
arriba l’están cantando
las campanas de un reloj.
Un paco me preguntó
si no tenía dolientes.
Le digo que mis parientes
no saben que yo he llega’o,
y aquel amable solda’o
me lleva dond’ el teniente.
Dormí en la comisaría
con mucha seguridad,
pero m’entra un’ ansiedad
que parto a l’amanecí’a.
Doy las gracias y enseguí’a
les hablo de trabajar.
M’interrumpe un relinchar
encima de mis orejas:
las yegüitas qu’están presas
me quieren aconsejar.
«A nadie le falta Dios
–le oyí decir a mi maire–.
Pa’ todos corren los adres
cuando está quemante el sol».
Rezo con mucho fervor,
se me quita la dolencia;
la Divina Providencia
se hizo dueña de mi alma
y una corriente de calma
me aclara l’inteligencia.
Penetro en un restaurán
sin malos presentimientos:
conozco más de trescientos,
allí m’he gana’o el pan.
Aquel de la capital
no tiene cambio ninguno.
Me traen un desayuno,
después me pasan la cuenta:
con gusto pago cuarenta,
quedé sin centavo alguno.