Como la muerte anda en secreto
y no se sabe qué mañana,
yo voy a hacer mi testamento,
a repartir lo que me falta
—pues lo que tuve ya está hecho,
ya está abrigado, ya está en casa—.
Yo voy a hacer mi testamento
para cerrar cuentas soñadas.
Le debo una canción a la sonrisa,
a la sonrisa de manantial, esa que salta:
le debo una canción a toda prisa
para que quede que estuvo cerca, agazapada.
Le debo una canción a lo que supe,
a lo que supe y no pudo ser más que silencio:
le debo una canción, una que ocupe
la cantidad de mordazamor de un juramento.
Les debo una canción a los pecados,
a los pecados que no gasté, los que no pude:
les debo una canción, no como hermano,
sino de sal que el delectador también alude.
Le debo una canción a la mentira,
a la mentira pequeña, frágil, casi salva:
le debo una canción endurecida,
una canción asesina, bruta, sanguinaria.
Le debo una canción al oportuno,
al oportuno mutilador de cuanta ala:
le debo una canción de tono oscuro
que lo encadene a vagar su eterna madrugada.
Le debo una canción a las fronteras,
a las fronteras humanas, no a las del misterio:
les debo una canción tan poco nueva
como la voz más elemental de los colegios.
Le debo una canción a una bala,
a un proyectil que debió esperarme en una selva:
le debo una canción desesperada,
desesperada por no poder llegar a verla.
Le debo una canción al compañero,
al compañero de riesgos, al de la victoria:
le debo una canción de canto nuevo,
una bandera común que vuele con la Historia.
Le debo una canción, una, a la muerte,
una a la muerte voraz que se comerá tanto:
le debo una canción en que hunda el diente
y luego esparza con la explosión fuegos del canto.
Le debo una canción a lo imposible,
a la mujer, a la estrella, al sueño que nos lanza:
le debo una canción indescriptible
como una vela inflamada en vientos de esperanza.
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