La pastora Margot, un día
se encontró a un pobre gatito
que maullaba perdido y tenía
hambre y frío.
Desabrochándose un poco la blusa,
se lo puso contra su pecho
para que se sintiera caliente
y protegido.
El gato, que la toma por su madre,
en seguida se pone a mamar.
La pastora puso buena cara
y no lo detuvo.
Un campesino que pasaba por allí,
encontrando el cuadro poco corriente,
se fue a explicarlo por el pueblo
y al día siguiente...
Cuando Margot, feliz y despechugada,
al gatito daba de mamar,
la rodeaba una multitud
mirando, mirando, mirándola.
Y Margot, la muy ingenua,
pensaba que era a causa de su gato
que todos los hombres de la comarca
estaban mirando, mirando, mirándola.
El maestro de escuela y los críos,
el alcalde, el panadero, el sacristán,
negligían sus ocupaciones
para mirar.
El cartero, un modelo de eficiencia,
para mirar se olvidó de repartir
unas cartas que nadie hubiera
querido leer.
Dios perdone la osadía
del cura y del monaguillo,
que abandonan la Eucaristía
por el gatito.
Los polis, también los polis,
habitualmente tan limitados de entendederas,
se sentían atraídos por un cuadro
tan pastoral.
Pero las mujeres, abandonadas
por maridos y amantes,
notaron cómo el rencor
se acumulaba,
hasta que un día, cabreadas,
se armaron con palos y garrotes
y, feroces, convirtieron el gato
en embutidos.
La pastora, triste y llorosa,
par consolarse se casó.
Las tetas, para su hombre
las reservó.
Pasó el tiempo por las memorias
y la gente fue olvidando los hechos.
Solamente los viejos explican todavía
a veces a sus nietos
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