En el mercado central de Figueres,
por cuestiones de ajos y cebollas,
hubo un combate de verduleras
del cual me ahorraré los detalles.
Con sus motos y una lechera,
los polis más cretinos
acudieron con la idea
de interrumpir el reparto de bofetadas.
Pero en Figueres, Roma y Ginebra
ha arraigado una costumbre:
cuando es la bofia quien recibe,
Caín y Abel se ponen de acuerdo.
Así pues, las mujeres furiosas
se lanzaron en tromba contra ellos
para ofrecer, ¡qué cosas!
un bellísimo espectáculo.
Cuando vi en peligro las vidas
de los polis, me puse a aplaudir
-que, para mi, las gendarmicidas
son artistas a descubrir.
Desde mi balcón,
animaba a los feroces verdugos
para que no concediesen tregua
gritando “¡Viva!” y eslóganes similares.
Con firmeza, a uno de aquellos panolis
una mujer lo sacude
hasta hacerle gritar “¡Mueran los polis!
¡La anarquía es el sol naciente!””
Otra agarra a uno de aquellos gallinas
y le aprieta la cabeza
entre unos muslos gigantescos
hasta que le sale el cerebro por la nariz.
Una mujer gorda, enorme,
se desprende del sujetador
y matraca a golpes de teta
a todos los que la rodean.
La ley cae, cae, cae...
y según opiniones solventes,
parece ser que aquella hecatombe
fue la mejor de todos los tiempos.
Cuando sus compañeros de viaje
ya quedaron bien servidos,
las mujeres, como último ultraje
-antes de volver a sus ajos-;
las hembras (y os aseguro
que lo que os diré me llega a lo más hondo)
si los hubiesen tenido, ¡os juro
que les habrían cortado los huevos!
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