Un diablillo, en la flor de la vida,
de piernas ligeras y mirada profunda,
llevaba una margarita en los labios
y se iba alegre a cazar mariposas.
Cuando llega a los límites de su pueblo,
ve a la Cenicienta bordando,
y le dice: “¡Hola, parece que tengas ganas
de querer venir a cazar mariposas!”
Ella, contenta de dejar su celda,
inmediatamente va a ponerse bien guapa.
Los dos, cogidos del brazo y con viento en las velas,
se van a cazar mariposas.
No sabían, al partir aquel viernes,
que en el bosque sus hormonas eran esperadas
por un aguijón que se clava en los corazones jóvenes,,
los corazones de los que cazan mariposas.
Él se pone tierno y ella lo apostrofa:
“¡No es entre estas redondeces gemelas,
ni bajo mi falda o entre esta espesura,
donde encontraremos a las mariposas!”
En los labios ardientes que gritaban “¡Cuidado!”
él pegó los suyos, llenos de feromonas.
Fueron tantos los besos que perdimos la cuenta:
lo juramos como buenas mariposas.
Con el alma ardiente volvieron al pueblo,
prometiéndose que volverían en otras ocasiones,
mil veces o dos mil, muchas más aún,
los dos juntos a cazar mariposas.
Pero mientras se amen, mientras los nubarrones
cargados de penas estén por otras zonas,
podremos volar felices por el bosque,
que ellos no pensarán en cazar mariposas.
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