El sol, rodando por los tejados,
se desploma sin ruido atardecer abajo.
Las tonalidades del rojo lo buscan en vano
hasta que unas invisibles manos de hadas
los guardan en el cajón de la oscuridad.
Entonces, tímidamente, comienzan a mecerse
olas de adoquines espumeantes de asfalto.
El ojo tuerto de la noche deshace la antigua farsa
y muestra a los escogidos su mundo virginal.
Y, en pisos encogidos como un viejo útero fósil,
las anclas pesadas se alzan chirriando,
y ellos salen lentamente, seguidos tal vez por un dócil
delfín de plata lunar, o por un tiburón sanguinolento.
De día, son grumetes asustadizos.
De noche, ganan los galones de capitán.
Desertan claustrofóbicos pasillos,
se enfrentan a tempestades y abismos
y aferran el universo con una sola mano.
Alzados ante un vaso, engañan a las sirenas
que quieren llevarlos al naufragio, flotando cerca de la barra.
Saquean los tesoros de la palabra, y los convierten en falenas
que duermen tatuadas en un rincón de piel.
Recorren la ciudad a ritmo de quimera.
Mascan las estrellas, notando gusto de tabaco.
Con un desgarrón de cielo se hacen una bandera
y toman los zapatos por naves a punto de ataque.
El mar será ocultado demasiado pronto
por máscaras de luz, espejos de olvido,
y el catre de una habitación mal ventilada
o una triste oficina acogerán de madrugada
el exilio de los corsarios de la noche.
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