Veo cuatro nórdicos borrachos cerca de un mar anecdótico.
Veo mil nipones sonrientes que fusilan a Gaudí
y tres rebaños de italianos apacentando por el Barrio Gótico
cerca de un congreso de colgados en la plaza del Pi.
Ofreciéndose a trozos a precios turísticos,
añadiendo purpurina a las muelas medio podridas,
ríe Barcelona como la estridente puta triste
cuando el coñac le remueve los intestinos castigados.
Fue hace unos años, al acoger la exultante horterada
de un show de estados que competían a ver quién mea más lejos,
que este efímero ombligo del mundo hizo la colada
para verse limpio y brillante, acuñado de nuevo.
Pero fregando y fregando,
acabó por arrancarse
con la roña la piel.
Por anillos de latón,
cambió en un rincón
las almenas del castillo.
Sin manías,
confundió los gargajos
con la modernidad,
y ahogó los sentimientos,
olvidó los referentes,
renegó del pasado.
Y ahora…
Veo un rebaño satisfecho que suda una vez al año
haciendo de publicidad móvil, y que vive persiguiendo
un paraíso de cartón sin dejar de seguir
la zanahoria que agitan en sus mismas narices.
Como no quiere que nadie se haga daño, Barcelona
nos organiza las fiestas que cree convenientes:
la adoración a los mercenarios del arma redonda
y los espectáculos circenses donde todos dicen “amén”.
Y, con tacto y por nuestro bien, nos controla, nos numera,
nos filtra la información, nos dosifica la calle,
hace de nuestra existencia una sala de espera
y nos ofrece el color gris como columna vertebral.
Y, mientras, perdemos
las palabras y el canto
y los lazos con el mundo,
y el control sobre los hechos,
mientras suenan unos tiros
ya no sabemos dónde.
Brindamos con cloroformo
y se nos duerme la sangre
hasta que aceptamos
vivir días inciertos
bajo los ojos siempre abiertos
del eterno Gran Hermano.
Pero…
Veo un indicio de llama en más de una mirada.
Noto con sordina palpitaciones bajo estrépitos cretinos.
Puedo oler nuevos brotes en la tierra quemada.
Palpo semillas que sabrán escoger sus destinos.
Sé masticar aún palabras que el buen juicio no aconseja,
notar su gusto y escupirlos a algunos rostros,
y aflojar los frenos de un caballo sin silla de montar
para despertar bajo sus cascos el grito de las aceras.
Si Barcelona es capaz de volver a enamorarse,
puede escapar del burdel y, con el corazón enamorado,
reencontrar la virginidad, lejos del eructo y de la farsa,
y todos sabremos por fin reconocer la ciudad
que hizo crecer en medio
de una herida el deseo,
la memoria y el juego;
la ciudad aluvión
que aprendió a decir No
bajo lluvias de fuego;
la ciudad que ha vivido
sin lanza ni escudo
mil y un peligros,
y donde aún hay algún loco,
entre el negro y el rojo,
que no vive de rodillas.
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