Olor a sangre y a oscuridad rasgada.
Olor repentino a aire de hospital.
Olor a leche, a tibia carne rosada.
El olor de un mundo pequeño como un dedal.
Olores desconocidos que al llegar
no se toman la molestia de llamar,
y van abriendo ficheros en la cabeza, y archivan
nostalgias destinadas al día de mañana.
Tufillos, aromas y pestes:
la vida es tan corta y hay tantos olores…
Olor a cáscara de naranja, tiza y orines.
El olor del primer esperma en los dedos.
Olor a barro, y polvo, y mercromina,
a atardeceres de domingo y a sofrito.
El olor del primer cigarrillo,
de salas de cine y de lejía.
Olor a tigre en un aula estrecha.
Olor a espacios abiertos, olor a verano.
Olor a muchacha virgen y deseada.
Olor a loción para el afeitado.
Olor a mar, gasolina y madrugada.
Olor a carretera y a amistad.
Olor a habitación oscura, olor a puta,
a cuerpos que han yacido en la misma cama.
Olor a tren nocturno, a ropa sucia,
a pólvora y cuartel y tiempo podrido.
Olor a hogar, pañales, trabajo y rutina,
a whisky y a despacho enmoquetado.
Olor furtivo, húmedo y clandestino
a hotel y a sexo no legalizado.
El olor sutil de los sueños que se disuelven
en un insípido vaso de realidad.
El olor del paso del tiempo que, como un polen,
irrita los ojos, la garganta, el corazón cansado.
Olor a infusiones y a medicinas.
Indefinible olor a soledad.
Olor a transistor y a caldo de gallina,
a pescado hervido, mentol y pelo de gato.
Olor a muebles viejos, a flores mustias.
Casi intuido, el olor de un último puerto.
Olores que se van perdiendo y, ya desvanecidos,
aún saben excitar la memoria.
Olor a angustia y a miedo ante la valla.
El olor corrompido a una inútil fe,
a oxígeno que se acaba y a sudor frío…
¿Olor a qué, entonces, olor a qué?
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