Palabras sencillas,
tal vez algo tontas,
pero tanto da.
Dulce melodía,
frescor de musgo,
voz de arrabal.
El disco es rancio,
a algunos les cansará
su estribillo,
pero ha hecho diana
en cuanto he entrado
en este bar extraño.
El azar mueve ficha,
la vida salpica
al sediento.
En las trincheras,
cuando menos te lo esperas
cae un chaparrón.
Son tantos los pasos
dándonos de narices,
que vale la pena
recoger de buen grado
estos escasos
momentos fugaces
que algunos llaman
felicidad.
El te humea
y no envidio
a tantos peatones
que corren
bajo el chaparrón
por la calle Mayor.
¿Quién se inclina?
Sus pechos
me han deslumbrado.
En su sonrisa
tengo barra libre:
me quedo con la boca abierta.
Coge una silla,
se sienta y me mira
chorreando,
y me dice: ¡Caramba!
¿Ése que canta
no es Yves Montand?”
¡Vaya sorpresa,
encontrarme con una entendida
en la chanson!
Brassens le encanta,
pero se decanta
por Alain Souchon.
Las horas pasan,
los dedos se enlazan,
se ha fundido el hielo.
La luna nos encuentra
ligeros de ropa en
una cama de hotel.
La habitación es vieja;
solamente tiene una estrella,
el establecimiento,
pero no me molesta,
porque en ella puedo abrazar
todo un firmamento.
De madrugada,
se duerme cansada
contra mi pecho.
Yo miro el techo,
silbando nuestra
canción, aquel “hit”
que, cuando yo aún
buscaba madre
(digámoslo así),
Montand cantaba
y grababa
únicamente para mí.
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