“Estaba hecho de muerte y sueño...” (Rapsòdia d’Ahab)
Estaba hecho de fuego y astillas,
de palabras y sangre,
y miraba las estrellas
con los pies clavados en el barro.
El triunfo de la barbarie
lo arrancó de su mundo
y un dios sordo a la plegaria
lo envió quién sabe a dónde.
La tragedia, sin embargo, lo convirtió en hombre y en poeta
y, en medio de la miseria, en medio del cansancio,
la luz bañó su frente de profeta
destinada a engendrar el Evangelio del viento.
Conoció las penurias
del campo de concentración,
viendo en la oscuridad
un resplandor de hermandad.
En Roissy, halló la calma
de un refugio temporal
y un amor de roca y de gruta:
Anna fuerte, Anna total.
Pero la sangre ya se derramaba una vez más sobre Europa.
Ella y él cruzaron un larguísimo puente azul
y vivieron errantes hasta que les tomó en su grupa
el caballo mejicano de la añoranza y la paz.
Mezclados con palabras dispersas,
nacen Eli y Roger,
tal vez los únicos versos
nunca escritos sobre papel.
Después, Brooklin, nieve y ceniza,
y el estallido de mil canciones.
Y en New Jersey, verde y tierna,
la cabaña de los arces.
Y poemas, poemas, poemas y vida.
Dioses aztecas, la escena, un Odiseo extraviado
en un mar de mezquinos, la profunda herida...
Solamente un girasol como lanza y escudo.
El retorno. La vieja tierra
reencontrada. El color gris
del franquismo que se adhiere
a cada corazón, a cada rincón.
Y Soleia, que ilumina
en Gernika el porvenir
con su lámpara y grita: “¡Ven!
¡Tenemos que derribar este muro!”
Fueron unos años de lucha diaria
contra el perro geométrico, por el yunque y la luz.
Fueron unos años de luchar, a pesar del cuerpo que se marchitaba,
con el verbo creador, contra el hollín y el humo.
Estaba hecho de fuego y astillas,
de palabras y sangre,
y miraba las estrellas
con los pies clavados en el barro.
Ahora es a él a quien vemos resplandecer en el cielo,
constelado con Machado, y Rilke, y Maragall.
Nos dejó las letras, nos dejó el aroma
que desprende una brizna de hierba cuando se sabe inmortal.
Cuando se sabe inmortal.
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