El país que no existía
Érase un cielo oscuro,
una ciudad como un hueso de aceituna.
Érase una cáscara de pan negro, unos ojos cansados,
niños que iban descalzos por la calle de Mulberry.
Manos vacías y música ligera,
érase una nueva bandera
dentro del humo de Nueva York.
Refugiados albaneses en Buenos Aires,
Los turcos y los croatas van a misa
en el desierto de Atacama.
Estudiantes ingleses y exiliados cubanos
saltan sobre lo que queda
del Muro de Berlín.
Madres sirias piden un respiro
al dios del Mediterráneo.
Nadie puede obligarnos
a encerrar la vida en las fronteras del hambre.
Es un impulso natural,
escrito en las coordenadas del destino.
Es la historia del mundo,
somos hijos de un movimiento eterno.
El sueño de migraciones infinitas,
la quimera del país que no existía.
Los altares de la fe son los mismos
en Calcuta, en Ramallah, Montevideo, Addis Abeba.
Cada rincón remoto de la tierra
y cada hombre busca su propio camino para florecer.
Decir la esperanza y pronunciar
incluso en otro idioma su libertad.
Lo siento, pero encuentro insultante
esta reivindicación de pureza
y de identidad ostentosa.
Todas las naciones han mentido
mezclando sus verdades en el pasado.
Nacimos para viajar
hacia el mar menor.
Nadie puede obligarnos
a encerrar la vida en las fronteras del hambre.
Es un impulso natural,
escrito en las coordenadas del destino.
Es la historia del mundo,
somos hijos de un movimiento eterno.
El sueño de migraciones infinitas,
la quimera del país que no existía.