Angola era para mí sólo un nombre extraño
en la geografía de mis primeros años.
Hasta que un día de la noche a la mañana
se convirtió en noticia de primera plana.
Y sin que mediaran muchas explicaciones
confusos y con la ropa de camuflaje
un día subimos a los aviones.
Y con el amor que en la distancia se agranda
después de cruzar las nubes
aterrizamos en una ciudad llamada Luanda.
Angola, mi madre en realidad se quedó sola
buscándome en un mapa rotulado en portugués
por tus ciudades sucias y sonoras.
Angola, mi novia procuró calor humano,
mi perro, nuevo dueño.
Y hasta puede suceder que algún día me llamen veterano.
Me conseguí una foto de Agostinho Neto
y le puse una missanga como amuleto.
Se me pegó la zozobra del combatiente
cuidándome del mosquito, de las serpientes
de la muerte que se embosca entre las lianas
o en los pasos inseguros de los blindados
cuando avanzan en caravana.
Un día con alegría nos recibieron
otro día que esperábamos eso mismo
nos insultaron y maldijeron.
Conozco la cofradía de los valientes,
los que en el fragor avanzan siempre hacia el frente,
los que esconden sus hazañas tras la modestia,
a otros que se apuntaron más de la cuenta,
algunos que con la guerra se enriquecieron
y los domingos organizaban safaris,
también amigos que no volvieron.
Pero lo que dio mi gente en esa batalla
perdónenme el adjetivo pero no cabe
en la calamina de una medalla.
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