A bordo del pasado yo atravesé los páramos,
los bosques solitarios, la vastedad salvaje,
un crepúsculo en llamas, el glaciar imperfecto,
la dentellada pura del vendaval andino
hasta este Valle Grande para encontrar al Che.
Aquí caminó alzando sus pródigos vocablos,
rehizo muchas veces los múltiples caminos,
palpó el amargo musgo de las conciencias muertas
y construyó en su carpa las luces aurorales,
las lides y los sueños de la victoria siempre.
El orgulloso visionario, el gran demiurgo latinoamericano,
el hondo capitán llamado a restaurar el orden de la vida,
paciente como una semilla, se propagó sobre el tiempo y la memoria,
se hizo alfabeto, orgánico y rebelde,
acrisoló los hornos del deber.
Fue el Che el que despertó a los pueblos
llenando de altos martillos la mañana.
Fue el Che el que levantó los cantos
entre metralla y ráfagas de muerte.
Fue el Che el que con su estrella ardiendo
hizo estandartes del fuego que rugía,
hizo constante el peso de la aurora:
el Che escribió las leyes del futuro.
Pueblo es la tierra,
pueblo la semilla,
pueblo el agua, la siembra,
el viento y el molino.
Pueblo es la letra, pueblo la ventana,
la cosecha, la escuela, el canto y la palabra;
y suyos son los combates,
suyos los deberes
y el derecho incesante
de alumbrar la tierra
con el incendio de las cárceles.
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