El señor don Jiménez, ah, vio
cuando nació Monón
en el baño de un bar,
al fin de un callejón,
y contó:
“Monón, eres hombre sin par,
eres hombre de Dios,
fruto del mal”.
El ladrón que cruza los mares, ah, vio
como creció Monón
en medio del cañaveral,
pedía y que perdón
por cantar:
“Monón, eres libre como el viento.
Si me canso me siento,
si quiero me voy
adiós”.
El señor que dijo ser tesorero agarró
al pobre de Monón
—le dijo que era su deber—,
lo puso en un avión
y gritó:
“Monón, eres hombre del destino,
eres aquel que vino
al mundo a salvar, a llorar”.
Es un hombre y son muchos,
sacerdotes del sueño
que le cantan a un mundo
que yace gimiendo
y se espantan los niños
pues el hombre del destino
—aquel que nunca vino—
anda tirando bombas,
anda cavando tumbas
con sus fuerzas electrónicas.
Con sus mentes nucleares
cavan un pozo en Lares,
sueltan bombas en Vietnam,
tiran bombas en Nigeria,
cavan tumbas en Siberia
(y rodean a Faluya,
y mandan tanques a Bagdad
y se pudre Afganistán
y el petróleo del Oriente
se lo roba el Occidente
y se ríen del presente
repartiendo los mercados
con misiles en la mano,)
y los niños espantados,
y los hombres moribundos
sufriendo en silencio,
y el indio de los Andes
y el indio de Hidalgo
esperando por algo,
pues el hombre del destino
—aquel que nunca vino—
camina con la ciencia,
y un joven en penitencia
grita indignado:
“¡Fuego, fuego, fuego,
el mundo está en llamas!
¡Fuego, fuego,
los yanquis quieren fuego!”
El pasaje entre paréntesis aparece sólo en las versiones de Yo protesto (2005) y 1970: el concierto.
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