Almamarina... almamarina...
Eso me dijo el viento cuando le di la mano en la montaña.
—Si yo me llamo... no sé cómo me llamo.
¿No ves allá mi nombre colgando de los pétalos,
pronunciado en los frescos ”buenos días” del arroyo,
o abriéndose en el vuelo de alguna golondrina?
—Almamarina...
Eso me dijo el viento ruborizándose en mis ojos,
nervioso,
enamorándome.
—Pero si soy de la montaña...
—Almamarina...
—Pero si ya le di mi corazón al río...
—Almamarina...
Y me tomó en los brazos,
anegando de océanos mi nombre.
—Almamarina...
—¿Por qué has parado el orbe?
—Almamarina...
—¿Por qué has retado al risco salvaje?
—Almamarina...
—¿Por qué pintas mi nombre de azul?
¡Déjame verde!
Y me rasgó la risa de los bosques.
—Almamarina...
Hubo luego, en silencio, como un desplazamiento
de una niña de agua en la sed de los valles.
La voz sobremarina se irguió sobre los cerros,
y partió para siempre con la niña en el talle.
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¡Una vela!
¡Una vela nadando en el mar!
¿Es el mar que ha salido a mirarme,
o es mi alma flotando en el mar?
¡Una ola en la vela!
¡Una ola en la vela del mar!
¿Es mi amor que se trepa en el viento,
o es tu vida en las alas del mar?
[...]
¡Una vela! ¡Una ola! ¡Un naufragio
en las blancas espaldas del mar!
No hay un puerto que pueda alojarnos...
¡Remaremos el barco del mar!
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