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Solía decir mi madre que la hipocresía era un sexto sentido que había que desarrollar para vivir en sociedad. Mi madre, que era precisamente todo lo contrario a lo enunciado.
Cuando era pibe había una historieta que se llamaba El otro yo del doctor Merengue. El tipo era un señorazo muy correcto, rectilíneo, educado y fino que, con su pecho erguido y alta la cabeza, transitaba por las cosas del mundo y de la vida con una hidalguía sin parangón; pero que, de repente, como si saliera de su bolsillo, solía mostrar un comportamiento desaliñado y procaz, eso que algunos puritanos calificarían como “su otro yo”.
Si se cruzaba ante sus ojos, por ejemplo, una señorita avasallante, él se limitaba a quitarse el sombrero caballerosamente y a darle sus buenos días o buenas tardes; pero, al mismo tiempo, su “otro yo”, sacando la lengua y babeando, se iba alucinado tras ese monumento de mujer pensando en lo hermoso de su trasero.
Inspirado en esta historia, compuse este divertimento que retrata un poco la vida en sociedad en la que, muchas veces, aparentamos cosas que no sentimos porque la corrección y las reglas del juego nos las imponen.
El reloj suena, salto de la cama,
me quito el pijama y hago una flexión;
abro las ventanas, saludo al canario,
me lavo los dientes, canto una canción,
y por dentro tengo unas ganas tremendas
de darle dos hostias al despertador.
Salgo a la calle, saludo al vecino
con gesto muy fino que es todo un señor;
sale su señora con la escoba en mano
con una sonrisa le dejo un adiós,
tan de su casa, rulo y redecilla
que pienso por dentro al verla tan sencilla:
ya está la cotilla al pie del cañón.
Me meto en el metro loco de contento,
hay un solo asiento pero somos dos,
sube una viejita toda arrugadita,
le doy el asiento, le tengo el bastón,
y por dentro pienso al verla tan graciosa:
tenía que subir la vieja hinchapelotas,
tenía que subir justo en este vagón.
Pasa una muchacha, la noche en el pelo,
los ojos de cielo, la miel en la voz;
me dice: “permiso”, y siento el hechizo
de tanta tersura, de tanto candor;
y siento que el alma se me va y me viene,
que pienso por dentro, qué culo que tiene;
me importan un pito la miel y el candor.
Llego a la oficina algo adelantado,
para un buen empleado es la obligación,
por eso es que el jefe me ha puesto a su lado
como un buen ejemplo de nuestra sección
y a mis compañeros bien que se les nota
que piensan por dentro que soy un pelota y tienen razón.
A la salida, tomo una copita
que es algo que incita, tras de la jornada,
junto a alguna piba seudo-liberada
en un “pub”, de ésos con la luz bajita
y mientras le hablo de mi alma enferma,
de la soledad, de la vida moderna,
la piba se pone comprensiva y tierna,
y le toco... las piernitas
y cuando tengo todo decidido,
me dice al oído:
son tres mil y la cama.
Y ya estando a solas le digo:
La carne no supera nunca los goces del alma.
Ella no contesta, ¿estará avergonzada?,
no, está buscando las lentillas en la cama.
Le doy las tres mil y me voy para casa.
Ya llego a casa, tomo un bocadillo,
algo bien sencillo para dormir bien,
pongo el reloj en hora, me tiendo en el lecho
siempre satisfecho como en un edén;
y por dentro pienso en algo que me aterra,
que estamos viviendo una vida de mierda.
Y quiero dormirme... sin pensar por qué.
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