Sólo han pasado cincuenta años
Cuando somos jóvenes y conocemos a alguien, una de las primeras cosas que hacemos es explicarnos mutuamente la vida. Cuando ya somos mayores y volvemos a conocer a alguien, quizás la única cosa que ya no hacemos es precisamente explicarnos mutuamente la vida, cuando menos con las palabras. La vida, después de muchas vidas, no se puede explicar. La encontramos en las caricias y en la piel, la encontramos cuando recitamos los mismos poemas o cuando recordamos aquella misma calle de una ciudad extranjera. A partir de una cierta edad la vida ya no se lee en los diarios íntimos sino en el gesto de doblar la servilleta en la mesa o en la manera de hacerme un beso cuando salimos de casa o cuando nos vamos.
Joan Isaac ha hecho en una canción lírica la pequeña epopeya de una generación. La ha firmado y la ha cantado él y nos la regala para que la cantemos también si nos conviene. Podría parecer que es una evocación melancólica del pasado. Pero, contrariamente a aquello que se suele decir, la melancolía no es la más fértil de las sensaciones. Esto que ha hecho Joan Isaac es una crónica. Pero en vez de utilizar el telescopio Hubble, ha cogido una pequeña lupa y lo ha acercado, como un detective, en el rastro que el siglo ha dejado en tanta gente. El momento de la madre planchando la bata, los calcetines y las trenzas, los cines con diligencias y los tigres de un circo que cambiaba de nombre pero que siempre era el mismo, son cosas que ya nunca más volveremos a ver pero que configuran una misma arqueología. Sólo hace cincuenta años, dice Joan Isaac.
Pero hace cincuenta años tanto el segar como el batir del trigo se hacía de la misma manera que habían inventado los griegos y los romanos. Sólo hace cincuenta años, pero entonces para hablar a distancia no teníamos Internet ni teléfono móvil y se tenía que pedir «conferencia». Sólo hace cincuenta años que el dinero no salía de un cajero automático sino de una hucha de barro. Sólo hace cincuenta años que la gente, para cantar en catalán, tenía que ir a un claro de la montaña. Sólo hace cincuenta años que la madre de Joan le decía que se abrigara y, pocos años después, quizás le dijo que, sobre todo, no se enredara en política.
La crónica de Joan Isaac es la de una generación que tuvo el privilegio de ver nacer a los Beatles i de asistir al derrumbe de una dictadura, una generación que probó en el mismo momento la porra y el porro y que supo que la libertad no la regalaba nadie sino que se tenía que ganar día a día. Es un buen momento para pedir perdón a aquéllos que hemos hecho sufrir, pero también es un magnífico momento por dar gracias a la vida.
Alguien ha llamado al poeta para pedirle que vuelva a cantar y él considera esta llamada como una segunda oportunidad. Si miramos atrás y recordamos momentos fundamentales de nuestra biografía, comprobaremos que siempre han sido el resultado del azar. Un minuto más tarde quizás no habríamos cogido el tren donde conocimos a aquel amigo que, unos días más tarde, nos presentó su hermana, que acabó regalándonos una guitarra «e cosí via...». Las oportunidades de cambiar el destino salen a cada momento. Cuando somos jóvenes nos creemos que la vida va en un motor fuera borda y que llegaremos al puerto en un tiempo exacto. A medida que vamos perdiendo la prisa hemos decidido navegar a vela. Ignoramos cada vez más donde iremos. Pero sabemos cada vez con más acierto el lugar donde nunca tendremos que ir.
Sólo hace cincuenta años, dice Joan Isaac. Pero nada del pasado vale tanto la pena como el día de mañana. Ni delante ni detrás. Simplemente nos estamos yendo con el tiempo.
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