El padre Antonio


Hubo un párroco en mi barrio
que sedujo al vecindario
con sus recias homilías
y temible complexión.
Era un clérigo herculano
que enseñaba el credo ufano
del tortazo y de las preces
como método hacia Dios.

Quiso la naturaleza,
de los pies a la cabeza,
darle al bueno de Antoñito
un valor descomunal.
Ya en su juventud temprana
con su fuerza sobrehumana
se enfrentaba a los matones
que aterraban su arrabal.

Mozo de imponente busto
y enemigo de lo injusto
estudió en el seminario
y llegó a una conclusión:
"Puede ser que el pugilato
visto en un sentido lato
logre redimir al débil
cuando falla la oración".

Harto del ambiente turbio
de este mísero suburbio
tanteaba la manera
de acabar con la opresión:
"Si uno quiere liberarse
es preciso empoderarse.
Lo primero es el ejemplo,
¡devolverles la ilusión!".

¡Qué hostias daba del demonio,
qué hostias daba el padre Antonio!
cuando algún desamparado
era objeto de agresión.
Mamarrachos y sicarios,
chulos, narcos, empresarios,
hasta un juez y un diputado
recibieron comunión.

Con su verbo vigoroso
y unos brazos de coloso
los domingos en la misa
predicaba ante su grey:
"No hinquéis nunca la rodilla,
no ofrezcáis la otra mejilla,
en el cielo amad a Dios
y en la tierra a Cassius Clay".

Desde el mismo primer día
instaló en la sacristía
un gimnasio con un ring
y rutinas infernales.

Entre rezo y confesiones
repartía indicaciones
a la atónita parroquia:
"Tú haz squat, tú abdominales".

Poco a poco los devotos
nos pusimos como motos,
ya no queda allí en el barrio
ni un malandra que nos ladre.
Nuestros puños eran ley
y adorábamos al rey
coreando como godos:
"¡Viva Antonio, viva el padre!".

Pero un día el obispado
con el ánimo turbado
por aquella heterodoxia
atajó la situación.
Siempre a ojos del prelado
innovar es un pecado
y, sin más, lo excomulgaron:
¡Al destierro, por traición!.

¡Qué hostias daba del demonio
qué hostias daba el padre Antonio!
a la ingente comitiva
que lo vino a deportar.
Dicen que hasta en un renuncio
le cayó un hostión al nuncio,
todavía no recuerda
lo que vino proclamar.

Acabado aquel pitote
nuestro amigo sacerdote
partió en busca de otros lares
que poder emancipar.
Desataba sus fervores
combatía explotadores
enseñando al indefenso
cómo debe pelear:

“Enfrentad a los gigantes
cabalgad a Rocinante,
que el denuedo mete miedo
si porfías de verdad.
La justicia en diferido
pierde todo su sentido,
rebelaos en este mundo
y en el otro Dios dirá”

¡Qué hostias daba del demonio,
qué hostias daba el padre Antonio!
cuando algún desamparado
era objeto de agresión.
Las mejores rebeliones
no se hacen con cañones,
los pequeños tienen chance,
recordad esta canción.


Autor(es): Marc García Arnau

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