Encefalogramas
estorban mis trabajos y mis días,
sin duda las neuronas
apenas dan de si, ya cuarentonas,
me pierdo por las ramas,
no sé ni que cantar
mis encefalogramas
ondulan al azar.
Me ocurre verbigracia,
que estoy tendido en una democracia
con flores y un estanque
y, en esto, viene y me acorrala un tanque
y me grita un sargento:
eh, tú: ¡de frente! ¡ar!
y todo es muy violento,
me impide meditar.
También me ocurre a veces
que elevo a Dios unas poquitas preces
por ver si me lo gano,
y se las queda el Banco Vaticano.
Yo entonces me hago cruces
y él me embarga el altar
y me caigo de bruces
en vez de levitar.
Y a veces, por ejemplo,
me subo a un taburete y os contemplo
y me entra un desconsuelo
que raudo bajo a ver a una tal Chelo,
famosa por sus zonas
erógenas sin par,
y tiene tricomonas
y... qué os voy a contar.
Aquí es a donde iba,
ya sé que esto del sexo es lo que os priva,
el único horizonte
de muchos que creéis que todo el monte
de Venus es orgasmo
y digno de elogiar
cual elogiaba Erasmo
a los locos de atar.
Guerreros, dioses, damas,
pasean por mis encefalogramas,
distintos por completo
de los que me merecen un respeto,
a excepción de la Chelo,
que ya se va a curar,
son todos un camelo
que habría que fumigar.
La que no es fumigable
es esa vieja dama infatigable,
la pálida señora
que dice que se presenta a última hora
y dice que está en los huesos
y nos hunde en la mar.
¡Tiradme un salvabesos!
dice que se oye gritar.
Y nadie nos lo tira,
el mundo, mientras tanto gira y gira
y gira y gira y gira
y, en esto, una hecatombe y ya no gira.
Mi seso no penetra
a qué tanto girar.
Que yo os gire esta letra
eso es otro cantar.
Es éste que ahora escribo,
por cierto, con un pie ya en el archivo,
urdido como en sueños,
tramado con vocablos tan pequeños
que si caen del cerebro
se pueden desnucar.
A veces, con un quiebro
los intento burlar.
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