Cinco minutos en la juguetería
¡Arriba, carne de escritorio, toma tu portafolio!
te esperan la oficina, el tren, los colectivos,
las ocho horas largas, el jefe con sus iras.
Todos los días paso por la vidriera que me atrae,
que me atrapa, que me fascina, de una juguetería
y los cinco minutos que tarda el colectivo, vivo toda una vida.
Un caballo de cartón galopa una ilusión por toda la vidriera
y un oso gordinflón pintado de marrón, ojos de lentejuelas,
a una princesa azul, con vestido de tul, gracioso se le acerca
para bailar el vals que toca en su acordeón un viejito de cera.
Se acerca el batallón de plomo y el tambor marca su rataplam,
parecen de verdad, quién sabe adónde van, qué guerra les espera.
Aldeanas de papel se asoman al balcón de alguna casa vieja,
pañuelos de color le van diciendo adiós, con lágrimas de témperas.
Pero hay un niño dios dormido en su jergón con las palmas abiertas
y todo el batallón se queda en su lugar, ya no marcha a la guerra,
y de felicidad, un mono de peluche hace sus piruetas
y bailando un minué, le va pisando el pie a una marioneta.
Sentado en su rincón, bonete de color con su boca grotesca,
hace a todos reír, entrega el corazón en cada voltereta,
un payaso de amor, un loco, un soñador, un sentido poeta,
que da felicidad y se sienta a llorar sus lágrimas de pena.
El tiempo ya pasó, yo no soy un juguete, no me puedo quedar.
Al diablo la oficina, el tren, los colectivos, las ocho horas largas,
el jefe con sus iras, si tengo el corazón del oso de cartón,
quiero bailar un vals y ponerme un bonete,
no marchar a la guerra y ver de cerca a Dios,
dormido en su jergón, con las palmas abiertas
y después de cantar, de reír, de bailar, de saltar, de gritar
de pasar por bufón, de dar el corazón,
porque soy un poeta, un loco, un soñador,
hacer como el payaso, llorar mis penas solo, sentado en un rincón.
Tendría unos dieciocho años y una gran inquietud por escribir y hacer canciones. Se me amontonaban las cosas por decir. Estaba descubriendo la vida y descubriéndome a mí mismo. Una de las cosas que siempre me inquietaron fue la rutina. A mi carácter jocundo no le va la monotonía, lo monocolor. Tengo una gran vocación por los asombros.
Hacía tiempo que había empezado a fermentar en mí la preocupación por la problemática social y me dolía hasta la médula la alienación de los seres humanos de las clases sometidas.
Había una gran juguetería en aquella avenida Santa Fe de mi ciudad, Buenos Aires, que todos los días solía contemplar al ir, ya en el último año, a la escuela Hipólito Vieytes, donde hice el secundario. Esperaba el colectivo 106 que solía retrasarse unos minutos. Me puse en la piel del oficinista, del peón de albañil, de la costurera, de todos los atados a un horario y a una molicie rutinaria y compuse Cinco minutos en la juguetería; canción en la que el protagonista, mientras espera la llegada del colectivo, reflexiona sobre su vida y comprende el grado de sometimiento que le aplasta; diaria reflexión que surge mientras mira los juguetes inanimados que, colocados en la vidriera de la juguetería, aparentan una vida multicolor y bella, pero que en realidad es monótona y quieta..., ¡y la vida es movimiento!
Al final de la canción, el personaje, tras esos diarios paréntesis dedicados a la reflexión, toma conciencia del sometimiento que le aplasta y se promete dejar de ser un esclavo.
Al principio me parecía una canción genial, luego tuve una etapa en la que la veía pueril, algo naif, y hoy creo que es una canción profunda y útil.
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