El gran roble


Era un roble orgulloso, despierto y tranquilo
Como él, no hallaréis ni uno entre mil.
Vivía bosque adentro, lejos de los caminos,
del leñador y del hacha.

Podría haber gozado de unos días cristalinos,
felices y serenos, pero tenía unos vecinos...
Unos juncos que no dejaban de hablar
y lo molestaban continuamente.

Des del alba hasta la noche, con voz alegre,
burlones se mofaban del gigante triste,
cantando a su alrededor la fábula sobre el matiz
existente entre un roble y un junco.

Y, aunque sea de madera, un roble puede hartarse,
su paciencia tiene un límite.
Y una mañana decidió deshacer aquel enredo
y convertirse en un exiliado.

Con dificultades, arrancó sus raíces del suelo
y se fue sin girarse ni llorar.
Pero yo lo conocí, y sé cómo sufrió
el pobre, al emprender la marcha.

En el lindero del bosque, por caminos más frecuentados,
el roble se encontró a dos enamorados
y permitió que grabaran sus nombres sobre él,
rodeados por un corazón rotundo.

Cuando hubieron vaciado su saco de besos,
y de tanto frotarlos tenían ya los labios cocidos,
entonces escucharon, con aire sentimental,
las penas del vegetal.

“Gran roble, ven a nuestra casa. Allí serás feliz.
Por lo que al vecindario respecta, no hay ni un solo junco.
Verás como con nosotros vivirás apaciblemente,
cuidado, mimado y bien alimentado.”

Dicho esto, los tres emprendieron juntos el camino.
El día era muy claro, el viento era muy suave,
y el roble olvidó sus antiguos dolores de cabeza
yendo de la raíz con sus amigos.

Lo plantaron al pie de su cabaña.
Entonces, el árbol comenzó a desencantarse
porque sólo lo regaban San Pedro y algún perro.
Su alegría ya había desaparecido.

La pareja alimentó a su cerdo con las bellotas
y con la gruesa corteza fabricó tapones para las botellas de vino.
Y cuando condenaban a alguien en la comarca,
al roble le tocaba aguantar al ahorcado.

Un día, el muy bestia, el vándalo del marido
lo abatió con el hacha e hizo de él una cama.
Y, como la patrona se lo hacía con todo quisque,
envejeció prematuramente.

Y un invierno, aquellos corazones duros como piedras
lo utilizaron para alimentar el fuego.
Como madera vil y de baja calidad, qué amargo destino,
se convirtió en humo.

El cura del pueblo, que es un mocoso,
dice que su humo no puede llegar hasta Dios,
Pero yo nunca he oído que nadie prohibiera
que un roble entrara en el Paraíso,
que un roble entrara en el Paraíso.

(1966)

Versión de Georges Brassens
Versión de Miquel Pujadó
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La traducción de esta canción ha sido realizada a partir de la adaptación al catalán de Miquel Pujadó, no del original en francés.

Esta canción aparece en la discografía de
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