Ahí donde se persigue la música no hay pensamiento
Lección de Maragall
 
 No es que la música amanse a las fieras: es que la música nos arregla la vida y nos hace ser, sin duda, mejores. A mí no me gusta que pongan música en el metro o en los restaurantes. Se trata de música aislante. Una música degradada a cubrir el silencio. La música es algo que nos ayuda a pensar, a conocernos y también a sentir. De vez en cuando caminamos por la ciudad, cuando las ventanas están abiertas, y se oyen en las calles estrechas algunas escalas de piano. Vale la pena detenerse en esa música que resbala por los balcones como si fuera las gotas de las sábanas del amor recién tendidas. La música de la calle es un regalo para el alma. A veces hay músicos que tienden sus redes musicales y la gente considera que no son otra cosa que indigentes limosneros. Se equivocan: el más virtuoso de los músicos siempre necesita un instrumento del que carece. Y ese instrumento no es otro que el de la atención humana, esa atención a la que se define simplemente como "el público". Sin público hay música, pero, sin duda, no hay excelencia. Porque es la mirada de la gente la que permite que las notas brillen, los acordes se busquen y las disonancias nos comprendan.
En 1590 vino al mundo Jacob van Eyck. Nació ciego y alguien le puso una flauta de pico entre los labios. Vivió casi toda su vida en la ciudad de Utrecht, en los Países Bajos, tocando la flauta. De su memoria y su arte se conservan unas 140 piezas. Pero lo más importante de Van Eyck fue que la municipalidad de Utrecht le contrató para amenizar los días de mercado en su ciudad. No era el primer flautista popular pagado por el erario público. Antes que Van Eyck, otros músicos se instalaban en las plazas para mostrar su arte. Cincuenta años antes de que Van Eyck se convirtiera en el primer músico funcionario de la historia, el pintor Hendrick Ter Brugghen, un seguidor de la escuela tenebrista de Caravaggio —ya saben: una vela central y el contraste entre luces y sombras—, ya había reflejado la importancia de esos músicos callejeros. La calle puede ser una magnífica sala de conciertos. Antes de que la música tuviera que ser encerrada en las salas mágicas y clasistas de la nobleza, la música fue del pueblo.
Y de pronto sale la pequeña noticia de que Pasqual Maragall (*) se puso a cantar el otro día con un músico callejero. En la noticia hay algo malévolo. Pero dice más en favor de Maragall y de la música que de la reafirmación de la excentricidad atribuida a un personaje público. Hemos visto a Maragall cuando estaba en la política activa jugando al fútbol con unos chavales o circulando en bicicleta por las calles de nuestra ciudad. Hemos visto a Maragall junto a Gurruchaga haciendo los coros de All you need is love. Me gustan esos políticos a los que no se les caen los anillos a la hora de sumarse a la fiesta de la civilidad. El músico callejero que cantó con Maragall no es un cualquiera. Se trata de Aaron Lordson. Conozco a Aaron desde hace tiempo. Le compré un par de discos de blues cuando tocaba frente al desaparecido cine París, introduje su música en mi ordenador y ahora mismo estoy escribiendo con la voz y la guitarra de Aaron Lordson. No es el primer músico que canta por la calle: también de vez en cuando se ve a Manu Chao dándole a su guitarra. Algo debe de tener esta ciudad cuando alguno de sus alcaldes considera que entre Aaron Lordson y el flautista de Utrecht hay una fuente de vida que las actuales ordenanzas intentan limitar. Ahí donde se persigue la música no hay pensamiento.
(N.del.E.) Pasqual Maragall fue Alcalde de Barcelona (1982-1997) y Presidente de Cataluña (2003-2006)
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