31 Fiesta Nacional del Teatro Tucumán 2016
«Cantata Calchaquí», representada en los valles dentro de la fiesta nacional
La visión de la Cantata Calchaquí, del tucumano Rafael Nofal, en Amaicha del Valle, producida por el Instituto Nacional del Teatro e incluida en la programación de la 31a. Fiesta Nacional del Teatro, fue una de esas experiencias artísticas que sólo pueden verse en ocasiones, ya que toda calificación puede aparecer relativa.
La visión de la Cantata Calchaquí, del tucumano Rafael Nofal, en Amaicha del Valle, producida por el Instituto Nacional del Teatro e incluida en la programación de la 31a. Fiesta Nacional del Teatro, fue una de esas experiencias artísticas que sólo pueden verse en ocasiones, ya que toda calificación puede aparecer relativa.
«Cantata Calchaquí», representada en los valles dentro de la fiesta nacional.
La apacheta.
© Télam
Télam - A su representación, con una cantidad incontable de intérpretes originarios del lugar, copleras, jinetes a caballo, perros seguidores, una decena de músicos, prodigios de iluminación y dos pantallas gigantes a los costados, se sumó que el escenario fuera nada menos que un predio diaguita entre los cerros.
Amaicha (lugar de la gente) no es exactamente un pueblo o ciudad sino un concepto de comunidad que abarca el territorio y a las personas que lo habitan, queda a más de 2.000 metros de altitud sobre el nivel del mar y a unos 176 kilómetros de San Miguel de Tucumán, a través de una ruta que ingresa en territorios selváticos y luego toma tortuosos caminos de cornisa.
Allí, al anochecer y con una temperatura gélida acompañada por un inclemente vientito que llegaba de los cerros, algo más de 3.000 espectadores —entre invitados y familias de la zona que llegaron por su cuenta— se narró la historia del pueblo diaguita —al que se generaliza como calchaquí, al igual que los quilmes y otros— con un estilo parecido a la de una ópera rock y un criterio visual casi de cine, aunque con intérpretes genuinos.
Nofal concibió lo que puede llamarse "teatro a distancia", ya que la escena distó unos 50 metros de las primeras filas de espectadores, porque lo esencial era contar la historia desde lo espectacular y masivo, sin lugar para delicadezas de actuación o lucimientos individuales.
Entre dos construcciones nuevas que remedan la arquitectura primitiva de esos pueblos —una imponente bodega donde se produce y almacena el vino para comercializar y algo así como un apéndice, también de piedras extraídas del río— se contó la historia de Juan Calchaquí, un rebelde que se las jugó todas.
Juan no es obviamente un personaje individual sino una suma de líderes a los que su pueblo vio cono continuidad y su lucha comenzó, después de un período arcádico donde todo era paz y armonía y el hombre respetaba a los animales, primero contra la invasión inca y luego contra los españoles.
La vida de esta gente pacífica por naturaleza nunca fue fácil, por lo que sus territorios y tenencias colectivas —no les gusta llamar "propiedades"— estuvieron en la mira de los ambiciosos, hasta que en el siglo XVIII una cédula real de la Corona española certificó que esas tierras les pertenecían.
Los 300 años redondos en esa circunstancia no les propinaron exactamente la paz y la Cantata Calchaquí describe sus desgracias como pueblo expulsado de su lugar original, como a través de los siglos sucedió con otras gentes y aún sucede.
En ese sentido la obra destaca la actualidad y señala, no sin cierto escondido orgullo, la presencia de miembros de la comunidad o sus descendientes en la periferia de Buenos Aires y otros conglomerados donde la inclusión social y la piel oscura no se miran con simpatía.
A contramano de ciertas propuestas publicitarias que también figuran en la canción oficial del Bicentenario de la Independencia, Juntarnos, la pieza reivindica la rebeldía, la lucha por lo propio, la igualdad y el sentido de la identidad de la etnia.
Incluye documentos históricos, cartas cruzadas de los Padres de la Patria, datos sobre el cambio social a partir de 1945, las migraciones hacia donde hay trabajo, las nuevas formas de apropiación de territorios por empresas foráneas y esos episodios que siempre se repiten.
El comienzo tuvo su toque litúrgico con miembros de la comunidad en honor de la Madre Tierra, en el brindis con pan, agua y vino sobre una "apacheta" —altar de piedras a modo de pircas—, donde los deseos de paz estuvieron de la mano con una desaprobación sobre la destrucción de su patrimonio y el Estado desentendido.
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