Buenos días Isel
y mis dedos no responden
a mi cerebro cansado.
Hace tres horas
vi por última vez tu rostro
y vi apagarse la luz de tu cuarto
y seguí esperando hasta que todo fuese
silencio y tú.
Es inútil que quiera incorporarme,
echar a andar.
Es mejor esperar el soplo
cálido del alba.
Es mejor que no llegue a mi cuarto
esta noche.
Es mejor que no te vea
años atrás.
Es mejor estar aquí,
velando tu sueño,
Isel.
Siento que tengo fiebre,
me lagrimean las pupilas
y un latido incesante golpea
en mis sienes.
Mis manos hacen una sola,
el millar de pequeñas gotas
que han perlado mi guitarra
que ahora tiene un brillo extraño
y despide un resplandor a momentos
y luego se apaga.
Ya no tengo fuerzas
para levantarme
y es tu imagen
es tu sueño de niña buena
el que me obliga
a dormir un poco.
Y ahora estamos juntos,
caminando de noche
por un bosque inmenso,
con los pies desnudos, mojados,
por las hojas muertas del sendero;
tú estás vestida de blanco, Isel.
Y tu sonrisa constante
me hace temblar de dicha.
Y puedo contar, que sé yo,
cuantos destellos
salen de tus ojos.
Y con mis labios
dibujo tus labios
y una lluvia fina
nos viste de agua
a los dos.
Temblando de frío
nos sentamos,
eternamente,
bajo un tronco viejo
y me tomas de la mano
corriendo entre los árboles,
me llevas a la orilla del torrente
que baja del cielo
como un fragor que a veces
pronuncia palabras.
Y te siento estremecer
cuando escuchamos claramente
cómo dices
que estoy vivo.
Y sentí miedo,
—lo sigo sintiendo ahora—,
cuando me despierto
y todavía no amanece.
La luna ya no está
donde la dejamos
y me duele el cuerpo.
Despertar con miedo
es terrible, Isel.
Es terrible contar los pasos
hasta mi casa,
no volver la cabeza
y, aunque no quiera,
tener que ver un fuego fatuo.
Y correr
para besarte
años atrás.
Y empapar de mí,
tu imagen.
Buenos días,
Isel.
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