Me han pedido una canción
sin darme más noción en lo pedido,
de modo calmo y sin otra intención
que la de proponer lo más sencillo.
De la nada, del ocio, del calor
de un vino silencioso y distraído
me piden que componga una canción
como quien pide un poco de agua al río.
De repente la inesperada voz
me pone fuera de mi blanda holgura,
me deja resbalando en el veloz
tobogán que precipita la cordura.
Y yo, que no tenía previsto andar
ninguna senda lejos de mi huella,
descubro que he sido arrojado al mar,
lanzado como piedra a las estrellas.
A ver los claroscuros del amor,
la suma de toda la maravilla,
a interrogar las formas del horror
en el prontuario de mis pesadillas.
Me sume en los detalles del dolor
de los que no frecuentan pan ni abrigo,
me induce a andar el riesgo del error
de inventariar aliados y enemigos.
Me obliga a transita de norte a sur
el material de los cuatro elementos,
la innumerable gama de la luz
y los nueve escalones del infierno.
Me pide prontitud en la razón,
me exige fidelidad a mis dones,
me formula una hermética ecuación,
me pone a diseñar constelaciones.
Hay alguien que nos pide una canción
como quien ve llover calmadamente
y nos clava en mitad del corazón
las furias que conducen las crecientes.
Pero he de agradecer una atención
el día que se termine mi suerte:
que me pidan que escriba una canción
y me roben unas horas a la muerte.
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