El país del movimiento
y las montañas submarinas cambiaron de lugar.
Los volcanes se abrieron rugiendo y sangrando
para cubrir de fuego y cenizas la escarcha de los lagos.
Los ríos perdieron su curso
y ganaron en cambio el camino de la ciudad.
Las islas, finalmente, levantaron ancla al amanecer.
Intranquilo recogí mis redes.
A veces en las redes se viene el recuerdo de mi pueblo.
Con la primera ola cayó la catedral.
Repicando, repicando pasó el campanario
en dirección a altamar.
Pasaron luego generaciones tras generaciones,
casas que durante siglos vivieron en silencio
de la caridad de las ballenas.
Pasaron ensartados, tal como se oye,
ensartados en un cable de galeón,
como un collar de ónix,
viejos fueguinos arrastrando cofres de oro.
Se cose la inmensa rada amarilla,
cosa que parece increíble,
y en la noche resplandecieron las estrellas de barro
repletas de perlas.
Pasó velozmente un bombero a caballo en la torre edilicia.
De la Plaza del Pueblo partió un teatro
cargado de gentes hacia Magallanes.
En cuanto a mí, pasé también río abajo
a mayor velocidad aún,
encerrado en el comedor con mi familia
flotando a la par de corpulentas encinas.
Los vecinos se saludan,
la muerte dejó perdido a su remolcador.
Así pasa la vida,
como pequeñas golillas de espuma roja,
como ligeras cabezas de hombres, de corderos,
de mujeres, de vacunos.
Rizada subiendo del archipiélago.
He aquí, me dije, un país que cae de su pedestal de hielo
y se hinca a observar las grietas de su mano.
En la madrugada una nube de polvo flota y se ilumina.
Dado que los muertos saltaron de sus tumbas
y las familias cayeron al pie de gruesas marquesinas,
el Club de Leones comenzó a levantar un censo en el zoológico.
He aquí la oración de los damnificados:
Que se calme el país del movimiento.
Que los crueles latifundios permanezcan sumergidos.
Que el pan alumbre sin demora el fogón del campesino.
Que el cobre se haga escuela y el salitre casa obrera.
Que la población callampa se levante como un árbol, florezca y ande.
Que regresen los vecinos que salieron a navegar en sus casas.
Que se retire el mar.
Que se sequen y funcionen los mercados, las fábricas y las minas.
Que enciendan la cruz del sur
y se ponga en marcha la provincia.
Porque, a decir verdad, la tierra ya deja de temblar,
el mar se mete en su cueva de arena.
Y en lo que a mí me toca,
la red se me está llenando otra de vez de peces familiares.
Poema recitado por Fernando Alegría sobre un fondo musical de Ángel Parra.
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